Así como no hay necesidad de ser teólogo
para optar por los pobres, en el santoral latinoamericano no hay necesidad de
ser cristiano, ni santo, para entrar en él. Romero está ya en un cielo en el
que habitan los que dieron su vida optando por lo pobres.
Rafael
Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
El sábado pasado, el Vaticano beatificó
a Monseñor Romero y, en San Salvador, se realizó un acto multitudinario para
celebrarlo. Para la mayoría de los salvadoreños, Monseñor Romero y Galdámez es
un santo desde hace mucho tiempo. Lo llaman como lo llamó Pedro Casaldáliga
apenas un día después de su asesinato: San Romero de América.
Para ellos, Romero es santo porque los
acompañó cuando más lo necesitaban, en los momentos en que más consuelo y apoyo
requerían, en los tiempos más álgidos de la represión gubernamental en los años
80.
Fue esa la razón también, para que lo
mataran. No lo mató la guerrilla, no murió de enfermedad incurable; lo mató la
extrema derecha salvadoreña que no podía tolerar una voz discordante a sus
designios en el seno de la Iglesia católica, la que durante tantos años fue
perro fiel de oligarcas.