El poder es una posibilidad
humana que atraviesa, constituye y dinamiza toda relación. Lo encontramos, con
diversos grados de jerarquía y distintas formas de presentación, en todos los
escenarios humanos. Sentir que se lo posee, que se lo ejerce, nos convierte en
deidades. Perderlo, no importando la “cantidad” de poder de la que se trate, es
la muerte.
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Que el poder está en el
centro de la vida humana no es ninguna novedad. La historia de la Humanidad, al
menos hasta donde hay registro, es una continua lucha en torno a él. Es,
siguiendo a Hegel, una prolongada, interminable “mesa sacrificial” donde, en su
búsqueda, mueren y mueren cantidades interminables de seres humanos. Y como van
las cosas, analizando con toda atención nuestro mundo y las primeras
experiencias socialistas desarrolladas en el siglo XX, nada indica con certeza
que estemos prontos a entrar en un paraíso libre de conflictos no regido por
asimetrías, donde las luchas por espacios de poder desaparezcan.
Esta aseveración, por
cierto, no invalida de ningún modo la búsqueda de un mundo donde las relaciones
interhumanas pueden dejar de ser tan sanguinaria como las actualmente conocidas.
El ideal socialista de una sociedad planetaria de “productores libres asociados”
que viven solidariamente en mancomunidad, no puede ser invalidada de antemano,
si no se demuestra con total determinación su imposibilidad. Si esas primeras
experiencias socialistas (entiéndase así: ¡primeras!, nadie dijo que no pueda
haber más, corregidas y aumentadas en un futuro mediato. Valga recordar que los
primeros balbuceos del capitalismo nacen en el siglo XII con la Liga Hanseática,
en el norte de Europa, habiendo sido necesarios siglos para que madurara y se
convirtiera en lo que es hoy), si esos primeros pasos del socialismo no dieron
todos los resultados que se esperaba en relación a la creación de un mundo con relaciones
más horizontalizadas, ello no significa que esa búsqueda no siga siendo válida.
Resignarse a que ello no es posible no está demostrado. La historia, en todo
caso, va evidenciando que, lenta pero invariablemente, esos poderes se van
democratizando: ya no hay faraones omnipotentes que deciden arbitrariamente la
vida de sus esclavos, los reyes medievales son rémoras payasescas, la equidad
de género o étnica están ya puestas como infaltable tema de agenda y las
democracias representativas del capitalismo, aunque no solucionan los problemas
cruciales de la Humanidad, son una avanzada (muy parcial, pero avanzada al fin)
con respecto a los regímenes autoritarios unipersonales. El mundo sigue siendo
terrible, injusto, sanguinario…, pero hay cuotas de mayor civilización. Los
poderes omnímodos pueden comenzar a ser cuestionados. “En la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy queman mis libros. ¡Eso
es progreso!”, dijo Freud sarcástico ante la entrada de los nazis en su
Austria natal. Sarcástico, pero al mismo tiempo muy agudo.
La constatación de lo que
es el mundo actual y la historia que lo precede tiene al poder como un eje
determinante. Las relaciones entre los seres humanos, sea que las querramos ver
como relaciones interindividuales de tú a tú o como relación entre grupos,
entre grandes masas, entre colectivos de escala planetaria, se organizan
siempre como relaciones de poder. La solidaridad existe, a veces. Y también el
amor (¿cuánto dura el amor eterno? Quizá el de la madre con su hijo lo sea). Existen,
pero siempre en una compleja relación de tensión con su contrario: con la
explotación, con la no-consideración del otro (fácilmente el otro puede ser “el
enemigo”), incluso con el aprovechamiento del otro, con el más abierto y
descarnado odio (¿por qué, si no, se repite siempre la guerra como una
constante en nuestra historia?).
No estamos diciendo que la
“esencia” última del ser humano está dada por una maldad originaria. Así
planteado, el acertijo no tiene solución. ¿Nacemos o nos hacemos violentos,
codiciosos, egoístas? No importa, amén de ser imposible dar una respuesta
acabada. Lo constatable es que, como dijo Marx, “la violencia es la partera de la historia”. Si nos quedamos con
una visión biologista, fatalista, están demás todas estas reflexiones. Pero
creemos firmemente que se pueden buscar alternativas. ¿Qué otra cosa es, si no,
el socialismo?
Es constatable que desde
que hubo sociedades con una producción más allá del llenado de las necesidades
primarias, es decir: desde que hubo agricultura, los seres humanos se hicieron
sedentarios. Y fue desde allí que claramente podemos encontrar relaciones de
poder entre grandes grupos. Surgen entonces las clases sociales, vertebradas en
torno a la tenencia y acceso a los medios de producción. La historia de estos
últimos diez mil años es la historia de las luchas en torno al manejo de los
mismos. El poder que marcó estos milenios gira en torno a quién decidía la
producción: el productor real queda ajeno al producto producido y,
paradójicamente, se lo apropia quien no lo ha producido, el dueño de los medios
productivos.
Pero los poderes que
atraviesan al ser humano, si bien se anudan en torno a cómo se resuelve la
sobrevivencia diaria (la lucha de clases entre productores y dueños de los
medios de producción), son más. También se dan entre géneros, entre jóvenes y
viejos, entre grupos distintos: entre quien sabe y no sabe, entre normales
adaptados a las reglas de convivencia consensuadas y desadaptados, entre modos
culturales diversos, etc. Es decir que las relaciones entre los distintos
estamentos, grupos y subgrupos humanos vienen estando marcadas por un amplio
entrecruzamiento de relaciones de poder. La pregunta de fondo en todas estas
relaciones sería: ¿quién manda?
Decir que esa búsqueda
afanosa de poder está en la naturaleza humana es, en todo caso, atrevido.
Podría argumentarse que, con el advenimiento de la agricultura, cuando hubo más
producción de la necesaria para sobrevivir, esa presunta naturaleza se expresó,
y alguien (el más listo, el más fuerte, ¿quién sabe?) se la apropió, lo cual
indicaría que en vez de una espontánea solidaridad horizontal de base lo que
surgió fue un afán de poderío, una voluntad de imposición. Ello, de todos
modos, no pasa de la hipótesis. Hoy, con un mundo que ha entrado en la
producción industrial masiva donde se inventan a diario necesidades
artificiales, esa misma productividad abre las posibilidades para plantearse un
mundo de iguales, de “productores libres
asociados”, como reclamaba Marx. Esa es la propuesta socialista. Y de
hecho, en varios puntos del planeta, esos ideales se materializaron en
proyectos sociopolíticos concretos en el pasado siglo.
Pero la búsqueda de poder
no terminó en esos primeros laboratorios sociales con la proclamación de una
nueva sociedad. Lo cual se evidencia en la forma que fueron asumiendo esos
experimentos. En todos los casos, más allá de las reales y profundas mejoras
que experimentaron las mayorías populares, siguieron presentes camarillas con
amplios, amplísimos en algunos casos, excesivos si se quiere, cuotas de poder
político. Más aún: en todas las experiencias socialistas siempre apareció una
figura mesiánica en el lugar de conductor de ese proceso transformador: el
líder heroico, el comandante, ¿el superhombre? Curiosa figura que impone más
aún reflexionar en torno al poder.
Como hipótesis podría
pensarse que la magnitud del cambio en ciernes es tan grande, tan monumental
(¡cambiar la sociedad!, ¡cambiar la historia!) que se hace necesaria la aparición
de un héroe titánico que pueda conducirlo. Y, por supuesto, el culto a su
personalidad no se hace esperar. Las democracias capitalistas (esto nos las
excluye de ser sanguinarias maquinarias explotadoras y trituradoras de
personas) no necesitan de estos “héroes” casi mitológicos. El mercado (¡dios
mercado!, por cierto) se encarga de regular la vida social.
Los poderes, decíamos,
vertebran las relaciones entre los seres humanos. El poder político, el Estado
en su acepción moderna como consustanciación última de ese poder, es en muy
buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la misma clase dominante
(para quien el Estado es su instrumento de dominación). Aunque, lo decíamos, no
lo agota: el poder político no es todo el poder. Es su expresión más
descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos socialistas del
pasado siglo, esas distintas expresiones de otros poderes (el patriarcado, el
adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron de seguir estando
presentes.
El poder no es
intrínsecamente “malo”. Plantearlo así es un reduccionismo simplista, un
maniqueísmo empobrecedor. El poder es, en definitiva, expresión de asimetrías,
de las distintas diferencias que pueblan la vida humana. No es malo ni tampoco
bueno. Es una demostración de la dinámica que nos constituye, que nos aleja del
instinto animal y nos hace seres simbólicos, sociales.
Dado que somos humanos,
somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por excelencia. Y también la
sexualidad; las diferencias sexuales anatómicas conllevan un límite insalvable:
o se es macho o hembra, lo cual, humanizados que somos, nos fuerza a tomar una
identidad, o caballero o dama (en realidad, somos esto último, sabiendo que esa
construcción cultural nunca está libre de raspaduras y cicatrices). Esos
límites: la muerte y la sexualidad, atraviesan nuestra vida de cabo a rabo,
recordándonos día a día que no somos absolutos, completos, totalidades monolíticas
y eternas. El ejercicio del poder es un fabuloso antídoto contra esto. No
contra la finitud, contra la incompletud (esos son nuestros límites absolutos
contra los que no podemos ir). ¡Son un antídoto contra la angustia que los
límites nos provocan!
¿Por qué el poder fascina
tanto? ¿Por qué el ejercicio de cualquier poder (también los micropoderes: el
del basurero más viejo sobre el basurero más joven, el del conductor de autobús
que decide si se detiene en una parada o no, el del profesor que califica al
alumno, etc., etc.) se torna subyugante? ¿Por qué, incluso, entre los
militantes de izquierda, de los partidos socialistas que decididamente buscan
una transformación en las relaciones humanas, se repite este circuito? ¿Por qué
esta sorda, nunca declarada pero real y constante necesidad de mostrar quién es
“más revolucionario”, por ejemplo? Pues porque el poder nos hace sentir dioses,
completos, sin faltas, plenos. La experiencia de la vida nos enseña que las
luchas por poder no son una quimera, una elucubración filosófica: están en
todos lados, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en la toma de
decisiones de una corporación transnacional, en el Vaticano, en un rancho
precario en el seno de una humilde familia, en un prostíbulo, en la tienda de
barrio.
El poder es una posibilidad
humana que atraviesa, constituye y dinamiza toda relación. Lo encontramos, con
diversos grados de jerarquía y distintas formas de presentación, en todos los
escenarios humanos. Sentir que se lo posee, que se lo ejerce, nos convierte en
deidades. Perderlo, no importando la “cantidad” de poder de la que se trate, es
la muerte. De ahí que los poderes son tremendamente conservadores, no se
comparten, se autodefienden, tienden a perpetuarse.
¿Es posible construir otra
cosa? ¿Podemos zafarnos de estas ataduras y dejar de estar constreñidos por lo
que pareciera una perpetua búsqueda: el poder como imán que nos atrae? Los
ideales socialistas, que más allá de los primeros pasos ahora revertidos (cae
la Unión Soviética, retorna el capitalismo en China) o puestos en duda (¿hasta
dónde resistirá Cuba?), siguen estando vigentes como norte, son una apuesta en
ese sentido. Es decir: constituyen una crítica de los poderes. No sólo de los
económicos políticos, sino de todos. Las consignas del Mayo Francés del 68 lo
dijeron de modo profundo y artístico: “Prohibido prohibir”, “Nosotros somos el
poder”, “La imaginación al poder”.
El ser humano no puede
vivir si no es en sociedad. El mito del individuo aislado (¿Tarzán quizá?) no es
sino eso: mito. Lo humano implica la relación, lo social, la cultura. Fuera de
esa matriz, no hay ser humano. Pero eso implica también una tensión originaria,
una carencia primera que nunca se termina de colmar: la relación con el otro
nunca es de absoluta solidaridad amorosa. El conflicto, la tensión, la
diferencia están en la base de lo humano. De aquí que nuestra vida nunca pueda
ser la regularidad, la “tranquilidad” asegurada por lo instintivo. La búsqueda
perpetua de algo que no sabemos qué es, es lo que nos mueve, por siempre jamás.
Y así llevamos ya dos millones y medio de años.
Que la búsqueda del poder
esté en nuestros genes, es imposible afirmarlo. Quizá, incluso, sea
irresponsable decirlo así, porque no hay forma fehaciente de demostrarlo. Pero
sí es incontestable que, por lo menos el sujeto histórico del que podemos
hablar, afincado en la sociedad de clases y con idea de propiedad privada, se
recorta en relación a él. La apuesta es construir una sociedad de pares, de
iguales, donde no existan estas luchas interminables en torno al poder. A
ningún poder, que es siempre opresor: el de género, el étnico, el etáreo. Ello
debería implicar que podemos soportar sin angustiarnos la finita condición
humana, el sabernos limitados. Puede resultar quimérico, pero el desafío está
abierto.
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