Por primera vez en la historia chilena las
presidencias de la Nación y del Senado son ocupadas por dos mujeres, las dos
socialistas, las dos con un pasado trágico, víctimas de la más cruel y perversa
dictadura que asoló a Chile.
Eric Nepomuceno / Página12
Isabel Allenda, presidenta del Senado, y Michelle Bachelet, presidenta de Chile. |
En la política, como en la vida, muchas veces las
coincidencias y los simbolismos restablecen la verdad, rescatan el pasado,
reivindican la memoria, hacen justicia y muestran que los que creen que la
realidad es mucho más rica diversa y sorprendente que la más delirante de las
imaginaciones tienen razón. Es lo que acaba de ocurrir en Chile.
Primero, la hija de un militar torturado y muerto es
reelegida como presidenta. Su frustrada adversaria es hija de otro militar, que
comandaba la unidad donde su colega de armas y su amigo de toda la vida fue
asesinado.
Segundo, terminada la elección democrática, en que
la mandataria obtuvo el respaldo del 62 por ciento de los votantes, le toca
recibir la banda presidencial en ceremonia solemne. Y la recibe de las manos de
la presidenta del Senado, hija, a su vez, del hombre que soñó con llegar al
socialismo por la vía pacífica y prefirió inmolarse antes de entregar el poder
a los indignos.
Las hijas y sus padres tienen nombre: Michelle y
Alberto Bachelet, Evelyn y Fernando Matthei, Isabel y Salvador Allende.
La primera presidirá Chile por los próximos cuatro
años. La tercera presidirá el Senado. A propósito, Isabel Allende es la primera
mujer en alcanzar la presidencia del Senado en sus dos siglos de existencia. Su
primer acto oficial fue justamente dar la investidura presidencial a Michelle
Bachelet.
A la otra, Evelyn Matthei, le corresponderá intentar
no naufragar, con su fracaso y su resentimiento a cuestas, en las aguas
plácidas donde yacen los olvidados.
En el momento cúlmine de la ceremonia, Isabel
Allende le preguntó a Michelle Bachelet: “Señora presidenta electa, ¿jura o
promete desempeñar fielmente el cargo de presidente de la República?”. La
respuesta vino de un tirón: “Prometo”. No deja de ser significativo, en un país
tan católico, prometer en lugar de jurar.
La segunda presidencia de Bachelet empieza con una
amplia lista de problemas y desafíos. Para empezar, Chile es un país con un
crecimiento económico robusto (el promedio de los cuatro años del derechista
Sebastián Piñera es de 5,5 por ciento al año), pero igualmente es una de las
naciones de mayor desigualdad social en un continente especialmente desigual.
Hay que ver hasta qué punto Bachelet logrará corregir distorsiones como ésa.
Además, el panorama económico insinúa tiempos
turbulentos: Piñera deja como herencia pocos recursos en caja, una moneda
devaluada, una inflación cuyos niveles de presión permanecen tolerables, pero
que podrán aumentar si los precios del cobre en el mercado internacional siguen
bajando. Al mismo tiempo, son necesarias urgentes inversiones públicas en
varios segmentos, empezando por educación y energía (Chile utiliza
principalmente energía termoeléctrica, generada por petróleo y carbón).
La esperan, y con urgencia, una reforma educacional,
una reforma tributaria y muy especialmente una reforma constitucional.
La actual Constitución chilena, de 1980, fue
heredada de Pinochet, y por si ese estigma fuera poco, contiene huecos
profundos y aberraciones absurdas. Los titubeantes intentos del derechista
Piñera para imponer tenues reformas tropezaron con los más duros de su propio
espectro político e ideológico.
Todos los desafíos ya conocidos y anunciados tendrán
como punto de partida el trabajo de esas dos hijas de esos dos padres. Por
primera vez en la historia chilena las presidencias de la Nación y del Senado
son ocupadas por dos mujeres, las dos socialistas, las dos con un pasado
trágico, víctimas de la más cruel y perversa dictadura que asoló a Chile.
Y más: de una dictadura de la que sobreviven pesados
resquicios, tanto en la política como en la sociedad. El pinochetismo sobrevive
a su abyecto creador y está esparcido por todos lados. También ése es un
desafío a ser enfrentado por Michelle Bachelet.
País que cultiva con rigor los rituales más
solemnes, Chile impone un protocolo severo a las ceremonias de investidura
presidencial. A parte de la toma de juramento del nuevo mandatario por el
presidente del Senado, no hay discursos, no se dice nada más que las rígidas
palabras previstas por ley. No ha sido necesario. La sonrisa luminosa de
Isabel, hija de su padre, Salvador Allende, y de Michelle, hija de su padre,
Alberto Bachelet, alumbraron a todos.
Como una especie de rescate, una corrección de la
historia, la suave, dulce venganza de la democracia. Así estuvieron presentes,
en ese acto tan singular, Salvador y Alberto. Y todos los muertos y
desaparecidos y todas las víctimas de la larga, horrenda noche, que se abatió
sobre Chile y que, desde hace años, de a poquito se deshace en mañanas
renovadas.
Falta mucho, por cierto. Hay que debatir cuestiones que van del aborto al matrimonio entre personas del mismo sexo, hay que ver qué hacer para que se recupere la educación pública que supo ser ejemplo para los vecinos, que se restablezca la salud pública. Falta mucho, pero es mucho lo que se avanzó. Que la historia siga escribiéndose a sí misma de coincidencia en coincidencia, de simbolismos en simbolismos.
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