Aunque suene a pesimista, hoy por hoy todo muestra que, en
la coyuntura actual al menos, la historia no ha cambiado en lo sustancial en la
región centroamericana. Con Guerra Fría o sin ella la pobreza crónica, el
atraso comparativo y la represión de toda expresión de descontento siguen
siendo las constantes.
Marcelo colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
¿Qué es Centroamérica?
Para quienes viven
fuera de Centroamérica, ésta representa una región bastante ignorada. Es,
salvando las distancias, como el África negra: un área difusa, donde no se
conocen con exactitud los países que la integran, y de la que existe una vaga
idea del conjunto, siempre en la perspectiva de pobreza, atraso comparativo,
condiciones de vida muy difíciles, impunidad y corrupción por parte de los
Estados, con dinámicas sociales de alta violencia. Centroamérica, en esta
lógica es, sin más, sinónimo de república bananera.
De alguna manera,
efectivamente funciona como bloque. Además de los geográficos, existe una
cantidad de elementos que le confiere cierta unidad económica, política, social
y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El
Salvador, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último,
presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con
Haití en las Antillas, una de las naciones más indigentes del mundo.
El área es muy pobre;
si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una
situación de postración y atraso muy grande. Básicamente es agroexportadora,
con pequeñas aristocracias vernáculas –herederas en muchos casos de los
privilegios feudales derivados de la colonia– que por siglos han manejado los
países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las
feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado
sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía,
tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas
en el extranjero: café, azúcar, frutas tropicales, maderas; recientemente palma
africana destinada a la producción de agrocombustibles. En los últimos años se
dieron tenues procesos de modernización, instalándose en toda la zona
terminales industriales maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada
sindicalizada mano de obra. Por lo general los capitales comprometidos son
transnacionales, no representando esta industria del ensamblaje un verdadero
factor de desarrollo a largo plazo. En épocas recientes, con distintos niveles
pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido
incrementando los llamados negocios "sucios": lavado de narcodólares,
y tráfico de estupefacientes. De hecho, hoy la zona es un puente obligado de
buena parte de la droga que, proviniendo del sur, se dirige hacia los Estados
Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes
masas obviamente, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y
políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos
Estados, y a veces manejándolos desde su interior.
La población de toda la
región es mayoritariamente rural; prevalece un campesinado pobre, que combina
el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con
economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se
caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios –familias de
estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber,
descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco siglos atrás– y
campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, o menos incluso) que,
con primitivas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus
necesidades.
En toda la región hay
presencia de población indígena, siendo Guatemala el país que presenta mayor
porcentaje al respecto: alrededor de dos terceras partes –de hecho, la nación
latinoamericana con mayor presencia de habitantes de etnias no europeas. En
este caso particular –esto no se da con similar énfasis en los otros países del
istmo– ello crea una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los
mayas los grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y
sociales. Similar fenómeno se repite con las minorías indígenas a lo largo de
toda Centroamérica. Corresponde mencionar que también hay presencia de
población negra, de ascendencia africana (los antiguos esclavos traídos a la
fuerza a estas tierras como mano de obra semi-animal), pero no en un porcentaje
particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe.
La migración interna
desde el campo hacia las ciudades en búsqueda de mejores horizontes, agravado
ello por las devastadoras guerras internas registradas estas últimas décadas
que forzaron a numerosos pobladores a marcharse de sus lugares de origen,
constituye un fuerte elemento de las dinámicas sociales de todas las repúblicas
centroamericanas, lo cual da como resultado el crecimiento desmedido y
desorganizado de sus capitales y de las ciudades principales. Producto de ello
es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, sin servicios
básicos, con poblaciones que sobreviven a partir de pobres economías
subterráneas: comercio informal, niñez trabajadora, invitación a la
delincuencia.
En términos generales
(Costa Rica es la excepción) la situación de las mujeres es de gran desventaja
respecto a la de los varones. Siguiendo pautas tradicionales, el número de
embarazos es muy alto: con un promedio urbano de 5 (vale agregar que hay una
alta mortalidad infantil), subiendo más en áreas rurales. Las tasas de
analfabetismo, de por sí altas, se acentúan en las mujeres. Y su participación
en la vida política es baja.
La situación
medioambiental de todo el istmo es preocupante. Como consecuencia de la falta
de planificaciones a largo plazo, de rapiñas de recursos naturales y de Estados
corruptos que toleran todo tipo de saqueo, la zona muestra un marcado deterioro
en sus aspectos ecológicos: desacelerada pérdida de bosques, falta de agua
potable, polución generalizada. Ello crea una alta vulnerabilidad que, ante la
ocurrencia de cualquier evento natural considerable –de los que la región
lamentablemente posee muchos: zona sísmica, de paso de huracanes, con profusa
actividad volcánica– los transforma en enormes catástrofes sociales.
Si bien toda
Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, zona de influencia
estadounidense, en el caso de América Central esto es groseramente más notorio.
Sus presidentes llegan a tales con el beneplácito de la embajada norteamericana
(llamada simplemente "la Embajada", lo cual dice mucho del panorama
general). El imperio del norte, aunque es reconocido en su papel de amo
dominante, no deja de ser al mismo tiempo foco de atracción de todas las
poblaciones: de las clases altas, en tanto centro de referencia política y
cultural; de las masas empobrecidas, como vía de salvación económica. De hecho
el ingreso de divisas a partir de las remesas que cada mes envían los
familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados
Unidos) constituye para toda el área una de las principales fuentes de
sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales,
ocupa el primer lugar).
En tal sentido, dado
que juega este papel de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas
y de largo plazo, Norteamérica es un elemento decisivo para entender la
historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.
Centroamérica
y la Guerra Fría
Los países que actualmente
conforman la región centroamericana fueron colonias de España, con excepción de
Belice, que fue un enclave británico. Hacia principios del siglo XIX, con la
fiebre libertaria que barrió el continente, consiguen su independencia de la
metrópoli. Pero rápidamente comenzaron sus problemas. Originalmente
constituyeron una unidad, continuando su status de Capitanía General de la
época colonial, donde reunidos conformaban un todo con Guatemala como capital.
Al poco tiempo de constituida, se disolvió la Unión Centroamericana, dando
lugar a los Estados que actualmente existen en la zona.
Formalmente independientes
de España, en realidad nunca se constituyeron plenamente en repúblicas
soberanas con proyectos nacionales propios. Ya hacia fines del siglo XIX eran,
en mayor o menor medida, partes del círculo de interés geoestratégico que los
Estados Unidos comenzaban a trazar. Desde ese entonces son –como se dice tan
habitualmente– su "patio trasero".
Las aristocracias nativas
siempre estuvieron alineadas con el poderoso del norte; se dio ahí un proceso
de acomodamiento recíproco: oligarquías que producían a bajos costos productos
para el mercado norteamericano, y que simultáneamente abrían las puertas a las
inversiones estadounidenses para el saqueo de las riquezas nacionales. Al mismo
tiempo –esto marcó la historia de todo el siglo XX– estos países aportaban mano
de obra barata, siempre en situación migratoria ilegal, para los trabajos menos
calificados en los Estados Unidos.
En todo el subcontinente
latinoamericano, Centroamérica fue quedando relegada como la región más pobre,
con estructuras más ligadas a la colonia, con un funcionamiento
económico-social de corte quasi
feudal, mientras otros países, también ex colonia españolas, seguían modelos de
desarrollo industrial.
La injerencia política de
Washington en la región fue notoria; más aún: desvergonzada, desde el '900 en
adelante. Salvo Costa Rica –que merece un tratamiento aparte, siendo por ello
la "Suiza centroamericana"– la historia política del istmo estuvo
marcada por dictaduras militares a granel, siempre con Washington de por medio.
Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas.
La CIA hizo su debut de fuego con una campaña de acción encubierta en
Guatemala, en 1954.
En esta lógica, sobre el
horizonte de esa historia de explotación, pobreza e intervención extranjera, y
a partir de la esperanza que abriera la Revolución Cubana de 1959, entre las
décadas de los '60 y los '70 comienzan a generarse movimientos armados como
reacción ante tal estado de cosas. Guatemala primero, luego Nicaragua,
posteriormente El Salvador, desarrollaron expresiones guerrilleras que,
paulatinamente, fueron creciendo. En Nicaragua, como Frente Sandinista de
Liberación Nacional (FSLN), hacia 1979, terminaron por tomar el poder
desplazando a la dictadura más vieja de Centroamérica: la de la familia Somoza,
tristemente célebre por su crueldad, comenzando la construcción de una
experiencia socialista y antiimperialista. En El Salvador, hacia fines de los
'80, estuvieron a punto de hacer colapsar al gobierno. En Guatemala –el
movimiento guerrillero más viejo del área y el segundo de toda Latinoamérica,
luego del colombiano– fueron juntando fuerzas llegando a tener una presencia
nacional.
Estas expresiones
políticas, –de acción armada, con presencia fundamentalmente entre la población
campesina– además de representar sin dudas el descontento histórico de las
masas paupérrimas, fueron elemento constitutivo también de la lucha ideológica
y militar que marcó buena parte de la segunda post guerra del siglo XX: la
Guerra Fría. Guerra a muerte entre dos proyectos de vida, entre dos modelos de
desarrollo y de concepción del mundo; guerra que se libró en numerosos frentes,
y en la que Centroamérica fue un campo de batalla de gran importancia.
El bloque socialista se
involucró fuertemente; Cuba, por su cercanía, fue el punto de referencia más
cercano. Preparación política, ideológica y militar estuvieron presentes desde
el inicio de estos movimientos, apareciendo Moscú siempre vigente como una
instancia importante en esa dinámica entablada. Por el otro lado, como
respuesta a estos proyectos de transformación social, las oligarquías locales,
con sus respectivas Fuerzas Armadas, y la presencia omnímoda de la Casa Blanca
en tanto referencia última, descargaron todo el peso represivo del caso para
evitar que esas iniciativas revolucionarias pudieran crecer.
A las propuestas de cambio
social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, habiendo
llegado a adueñarse del poder, y comenzando efectivamente el proceso de
transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de "tierra
arrasada" en Guatemala, los "contras" en Nicaragua, guerra sucia
en El Salvador, las bases de los contras en la región de la Mosquitia
hondureña, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área
centroamericana escapó a la maquinaria bélica. La zona se puso al rojo vivo. El
discurso militarizado inundó la vida cotidiana.
La guerra nuclear de los
misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró,
entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas
contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está,
fueron centroamericanos.
Y ahora: ¿más de lo mismo?
La Guerra Fría terminó. El
bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron
en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados
totalmente, al menos en proceso de observación (¿en terapia intensiva?). De
todos modos las causas estructurales que motivaron aquellas respuestas armadas
por parte de los grupos más avanzados políticamente en los distintos países de
América Central, aún persisten. En Nicaragua incluso, donde uno de esos grupos
fue poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto
transformador, las causas profundas generadoras de pobreza –aunque ya no esté
la familia Somoza – persisten. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy ya
casi nada queda, pese a que regresó a la presidencia el otrora comandante
guerrillero Daniel Ortega.
Mucho ha cambiado en estos
últimos años, desde la caída del muro de Berlín en adelante. Pero las razones
que dieron lugar al surgimiento del socialismo como visión contestataria del
mundo, como forma de lucha contra las injusticias sociales, aún se mantienen.
La Guerra Fría que se
expresó en Centroamérica a través de las guerras que desangraron sus países por
años, ya es parte de la historia; pero las secuelas de esas guerras ahí están
todavía, y seguirán estando por mucho tiempo.
En realidad, terminada la
gran puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la
desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron
enfrentadas a esas dos cosmovisiones. Terminó la guerra de estos años, pero no
su motor. A partir de ese final en concreto se siguieron las agendas de paz de
diversas regiones del planeta, América Central entre ellas. Agendas que, en
todo caso, no hablan tanto de los procesos de superación de diferencias en los
espacios locales donde los conflictos se expresaban abiertamente (como en
Oriente Medio, o en el África subsahariana), sino de la necesidad y/o
conveniencia de las potencias –Estados Unidos a la cabeza– de eliminar zonas
calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron la paz, en realidad,
porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario abierto. Como se dijo
burlescamente: se pasó de Marx a Marc’s: métodos alternativos de resolución de
conflictos. La idea de lucha de clases salió de la discusión… ¡pero no de la
realidad! Las políticas neoliberales amarradas a esas agendas de pacificación
profundizaron las contradicciones e injusticias históricas de la región.
Decir que Centroamérica
entró en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues
oculta la realidad cotidiana. Desde ya, el hecho de no convivir diariamente con
la guerra es un paso adelante. Hoy siguen muriendo niños de hambre, o mujeres
en los partos sin la correspondiente atención, pero ya nadie muere en una
emboscada, pisando una mina, de un cañonazo. Esto no es poco. Pero si se mira
el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas
en la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión en
definitiva. Y esto no ha cambiado. Sin vivir técnicamente en guerra, la
zona sigue siendo de las más violentas del mundo. Nuevos actores (crimen
organizado, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la base de un transfondo
de inequidades históricas que nunca se modificó, son los elementos que hacen de
la región un lugar problemático, difícil, complejo.
¿Qué le espera ahora a Centroamérica?
Como primera tarea,
resolver los problemas inmediatos derivados de los conflictos armados: los
materiales, los psicológicos, los culturales. Desde hace algunos años,
dependiendo de los tiempos en cada caso, se está trabajando sobre ello. Sin
embargo, la magnitud de lo invertido para la reconstrucción post bélica es
inconmensurablemente menor a lo que se destinara a las guerras, por lo que las
heridas y las pérdidas no parecen poder superarse con gran éxito de seguirse
esta tendencia. No ha habido –ya pasó el tiempo para ello– un equivalente al
plan Marshall europeo para reactivar las economías. Se contó con apoyos de la
comunidad internacional, pero no mucho más grandes que los que podrían haber
llegado luego de cualquier catástrofe natural. En definitiva, no hubo un
genuino proceso de reconstrucción sobre nuevos parámetros: todo siguió no muy
distinto a lo que siempre fue y las ayudas no sirvieron para poner en marcha
ninguna transformación de base.
Pacificada el área (o, al
menos, sin el fragor de las guerras declaradas que se vivieron años atrás), la
estructura económica no ha tenido ningún cambio sustancial: no se modificó la
tenencia de la tierra, no se salió de los modelos agroexportadores, no comenzó
ningún proceso sostenible de modernización industrial. Las grandes mayorías
continúan siendo mano de obra no calificada, barata, con escasa o nula
organización sindical. En otros términos: más de lo mismo.
En el plano de lo político
y cultural las cosas no han cambiado especialmente. Sigue predominando la
impunidad. Ese es el elemento principal que define la situación general luego
de los conflictos bélicos sufridos. Las aristocracias se han reposicionado
luego de este período, sin mayores inconvenientes en el mantenimiento de sus
privilegios. En Nicaragua retornaron abiertamente al control del poder, luego
de la primavera sandinista –que terminó siendo más bien, por diversos motivos,
un borrascoso temporal, y la nueva llegada al gobierno de un equipo que levanta
las banderas del sandinimo no tiene nada que ver con el proyecto revolucionario
de la década de los 80 del siglo pasado. En Guatemala han tenido que compartir
algunas cuotas de poder, a su pesar sin dudas, con las fuerzas armadas que le
cuidaron sus fincas años atrás, quienes devinieron ahora nuevos ricos con el
manejo de las economías "calientes": narcotráfico, contrabando,
crimen organizado.
En toda la región
centroamericana la pauta dominante sigue siendo la impunidad. Luego de las
atrocidades a que dieron lugar las guerras cursadas, no ha habido juicios a los
responsables de tanto crimen, de tanta destrucción. Incluso muchos de los
asesinos de guerra siguen detentando cargos públicos sin la menor vergüenza. La
millonaria indemnización fijada por la Corte Internacional de Justicia (17.000
millones de dólares) contra Washington como monto a resarcir a Nicaragua por
los daños de guerra ocasionados por haber financiado a la Contra durante casi
una década, quedaron en el olvido. De hecho, su anulación fue una de las
primeras medidas tomadas por el gobierno de Violeta Barrios viuda de Chamorro
al asumir luego de la partida de los sandinistas en 1990. Y si en Guatemala,
luego de años de espera, se llegó a condenar a la cabeza visible de las
políticas de tierra arrasada que enlutaron a esa nación en los años 80, el
general José Efraín Ríos Montt, los factores de poder del país hicieron que dos
días después de emitida la condena dieran marcha atrás con la misma. En otros
términos: terminadas las guerras internas, la impunidad sigue siendo lo
dominante.
La construcción de la paz
como proceso sostenible e irreversible no es, hasta el momento, un hecho
indubitable. Mientras no se revise seriamente la historia, no se comiencen a
mover las causas estructurales que están a la base de los enfrentamientos armados
y no se haga justicia contra los responsables de los crímenes de guerra –como
pasó, por ejemplo, en Europa con la jerarquía nazi– es imposible pacificar
realmente las sociedades. Hay, como es el caso actual, algunos paños de agua
fría, pero las heridas profundas que ocasionaron el odio y las posiciones
irreconciliables no podrán desaparecer si no se abordan con seriedad esas
agendas pendientes. La violencia galopante que se vive en la zona
–criminalidad, persistencia de escuadrones de la muerte, delincuencia
callejera, linchamientos en algunos casos, todo lo cual convierte a la región
en una de las zonas más peligrosas del planeta– son expresiones de esa historia
no elaborada. Puede haber "agendas de la paz", pero no se vive
realmente en paz.
El papel jugado por los
Estados Unidos sigue siendo el mismo: hegemónico, dominador total para la
región. Incluso se da el caso paradójico en que, terminadas las guerras
locales, la gran potencia se permite impulsar programas de apoyo a las víctimas
de toda esa crueldad que ellos mismos fomentaron. Valga decir que no por
sentimientos de culpa precisamente, sino como parte de la misma estrategia de
dominación de siempre, actualizada hoy, y adecuada a las circunstancias
correspondientes.
Los distintos movimientos
revolucionarios signatarios de los procesos de paz que se siguen en el área (la
URNG en Guatemala, el FMLN en El Salvador, el FSLN en Nicaragua) –que en todo
caso, preciso es decirlo, siguieron procesos prácticamente impuestos por la
comunidad internacional– una vez pasados a la lucha política desde el plano
civil no han podido elaborar estrategias de impacto para las mayorías, estando
en estos momentos lejos de constituirse en alternativas con posibilidades
reales de generar cambios profundos, más allá que puedan ocupar la
administración central del país, como el caso salvadoreño. El caso del
sandinismo, viniendo de un proceso donde sí detentaron el poder político, nos
confronta con una debilidad de propuesta programática que –todo pareciera
indicar– más allá de declaraciones oficiales, ya no tiene ninguna relación con
la vena revolucionaria de décadas atrás.
Para las poblaciones
pobres, marcharse a los Estados Unidos a trabajar en cualquier cosa y acumular
algunos dólares, sigue siendo la meta dorada.
Como una herencia novedosa
que deja el final de la Guerra Fría en el área centroamericana –proceso que en
realidad se extiende a toda Latinoamérica, pero que en la zona adquiere ribetes
muy marcados– es la proliferación de iglesias evangélicas fundamentalistas.
Nacidas como estrategia política encubierta de los Estados Unidos para oponerse
a la creciente Teología de la Liberación católica de los '60 y los '70 con su
"opción por los pobres", estos grupos inundaron la región llevando un
mensaje de desinterés por lo terrenal y de total apatía política. Hoy, a partir
de una dinámica de autonomía que fueron adquiriendo, representan un factor de
alta incidencia en la vida cotidiana de las comunidades de todos los países del
istmo, repitiendo siempre aquellos patrones de proyecto vital: no preocuparse,
dejar todo en manos de dios. Su incidencia es alta: se calcula en no menos de
un tercio de la población total.
Centroamérica participa
hoy de los procesos de integración en bloque que imponen los Estados Unidos en
su estrategia continental. Ahí están el Tratado de Libre Comercio (TLC) o el
Plan Puebla-Panamá, preparando el camino para tratados bilaterales entre la
potencia del norte y los distintos países. En esta lógica se inscribe el Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica
y Estados Unidos, (CAFTA, por sus siglas en inglés).
El ex presidente George Bush hijo anunció en su momento que el CAFTA
constituye una prioridad de primera línea para su administración. El
valor global de las relaciones comerciales entre la economía norteamericana y
la centroamericana es de unos 20.000 millones de dólares anuales, cifra que no
representa, precisamente, una cantidad como para ser considerada "prioridad de primera línea". ¿Por qué esta decisión
de Washington entonces?
Este acuerdo de libre
comercio con Centroamérica pretendió ser el punto focal principal de cara al
objetivo de crear el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), acuerdo que
nunca llegó a ponerse en marcha, pero que se vio reemplazado operativamente por
tratados bilaterales, los cuales, en definitiva, cumplen el mismo papel. La
implementación del ALCA se le complicó a la Casa Blanca por diversos motivos de
protesta política, fundamentalmente por la lucha de la sociedad civil
(sindicatos, grupos de oposición, partidos de izquierda) contra un acuerdo
leonino, lesivo de los intereses de los trabajadores y atentatorio contra el
medio ambiente. En esa geoestrategia hemisférica de Washington, Centroamérica
se convierte así en territorio de expansión natural del Tratado de Libre
Comercio (que ya vincula a Canadá, Estados Unidos y México). Estando la región
amarrada ahora por el Plan Puebla-Panamá, cuyas inversiones cobran sentido en
el marco jurídico de un TLC que subordine las legislaciones nacionales de cada uno
de los países centroamericanos al acuerdo supranacional con los Estados Unidos
que estimule y garantice los intereses de las empresas transnacionales que
operan en el área –la inmensa mayoría estadounidenses–, el CAFTA pasa a ser así
una pieza de gran importancia en su "patio trasero".
Buena parte del tráfico de bienes derivado de los tratados de libre
comercio de países latinoamericanos con Estados Unidos, tiene que pasar por la
región mesoamericana. Por lo tanto el CAFTA es un paso vital para expandir el
acuerdo continental. Sin el endoso de dirigentes empresariales y funcionarios
de los gobiernos centroamericanos, los tratados de libre comercio que
subordinan las débiles economías latinoamericasnas a los dictaods de las
corporaciones estadounidenses sería prácticamente imposible. Todo indica que
las eventuales ganancias derivadas de un tal mecanismo de concertación
económica no
representan verdaderos beneficios para todos sino que, una vez más, hipotecan
el bienestar de los pueblos en favor del gran capital, en especial el
norteamericano. Es decir: aunque con términos nuevos, más de lo mismo.
La vulnerabilidad de los
países centroamericanos y la propensión al vasallaje de sus actuales gobiernos
(infame herencia histórica que nos condena, malichismo mediante), son
reconocidos por funcionarios de la misma Casa Blanca como elementos que
favorecen esa estrategia expansionista del "paso a paso", para
debilitar la oposición que en su momento se hiciera al ALCA en el bloque
regional del Sur que encabeza Brasil, y al mismo tiempo favorecer la posición
estadounidense en las negociaciones multilaterales de la ronda de Doha, que se
llevan a cabo en el seno de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin
ambages el otrora Representante de Comercio de
Estados Unidos Robert Zoellick pudo subrayar que el CAFTA es el mejor
escudo del que dispone la industria textil norteamericana para sobrevivir a la
competencia de China, eliminadas las tarifas en ese sector desde el año 2004
bajo el Acuerdo Multifibras de la Organización Mundial de Comercio.
En
resumida síntesis, el CAFTA consiste en nueve temas puntuales de negociación:
1) Servicios: todos los servicios públicos deben estar abiertos a la
inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a
otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del
sector público: todas las compras del Estado deben estar abiertas a las
transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a
reducir, y llegar a eliminar, los aranceles y otras medidas de protección a la
producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de
subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual:
privatización y monopolio del conocimiento y de las tecnologías, 7) Subsidios,
"antidumping" y derechos compensatorios: compromiso de los
gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en todos los
ámbitos, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios
nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales
de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.
Una vez más, analizando lo
que allí está en juego, todo parece indicar que para los pobres y por siempre
postergados banana countries (para el
grueso de sus crónicamente pobres poblaciones, obviamente) habrá más de lo
mismo.
La nueva industria
extractivista que las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, están
desarrollando a pasos agigantados en todo el continente –y por supuesto también
en el istmo centroamericano– en afanosa búsqueda de recursos imprescindibles
para su expansión (petróleo, minerales estratégicos para las tecnologías de
punta y la industria militar, agua dulce para consumo humano o para la generación
de energía hidroeléctrica, biodiversidad de las selvas tropicales), en realidad
no cambia la estructura de base en cuanto a dependencia y subdesarrollo. En
todo caso, modificando externamente la forma de despojo, la relación de
subordinación se mantiene inalterable. El rosario de bases militares
estadounidenses que acordonan la región deja ver cuál es el verdadero interés
de Washington para Centroamérica: un botín que seguirá expoliando con
beneplácito de las burguesías locales, en muchos casos socios menores en esa
rapiña. O sea: más de lo mismo.
Conclusión
Ante todo este panorama,
los escenarios a futuro que se vislumbran para la región no son muy alentadores
por cierto. Pasó la Guerra Fría, pasaron los conflictos armados locales, las
sociedades se desangraron, los países sufrieron enormes pérdidas materiales....
pero no cambiaron su estatus de "bananeros". El área sigue siendo la
más pobre de América, estando entre las más pobres del mundo. Los procesos de
paz, a veces, pueden funcionar como mordaza para la búsqueda de la justicia.
Los procesos de integración impuestos por Washington no se ven como
oportunidades para un desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para
todos. Las democracias se muestran más bien raquíticas, y la impunidad y la corrupción
siguen dominando lo cotidiano. Y quizá lo peor: no se ven alternativas ciertas
a todo esto. Al menos, no destacan propuestas sólidas desde el campo de las
izquierdas.
Lo que sí se van dibujando
como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (en
general movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus
territorios ancestrales. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en
sentido estricto, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital
transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan
como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que
eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe
"Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global", del
consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los
escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede
leerse: "A comienzos del siglo XXI,
hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos,
que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la
mayoría de los pueblos indígenas (…)
Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales
y grupos antiglobalización (…) que
podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo. (…) Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas".[1]
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la
región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington y
afectando sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la
correspondiente estrategia contrainsurgente, la "Guerra de Red
Social" (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde
el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población
civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y
los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el
portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular
y latinoamericano en general, obviamente aplicable también a Centroamérica, "la verdadera amenaza no son las
FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y
campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados
Unidos] proviene de aquellos que invocan
derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad,
agua dulce, petróleo, riquezas minerales],
o sea, de los pueblos indígenas".[2]
Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está
perdido?
Aunque suene a pesimista,
hoy por hoy todo muestra que, en la coyuntura actual al menos, la historia no
ha cambiado en lo sustancial en la región centroamericana. Con Guerra Fría o
sin ella la pobreza crónica, el atraso comparativo y la represión de toda
expresión de descontento siguen siendo las constantes. De todos modos confiemos
en lo que dicen los ancianos mayas: que pronto vendrán tiempos de
renacimiento para los ahora excluidos. Ojalá no se equivoquen.
Bibliografía
Aguilera, G., Imery, J et.
al. (1980) "Dialéctica del Terror en Guatemala". San Salvador:
Editorial Universitaria Centroamericana.
Antognazzi, I. y Lemos, M. F.
(2006) "Nicaragua, el ojo del huracán revolucionario". Buenos Aires:
Nuestra América Editorial.
Bauer. A. (1956) "Cómo
opera el capital yanqui en Centroamérica". Guatemala: Inforpress
Centroamericana.
Bendaña, A. (1991) "Una
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NOTAS:
[1] En Yepe, R. “Los
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[2]
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