Parece evidente que estamos
ante un recodo de la historia. Lo que suceda en los próximos años, sumado a lo
que ya está sucediendo, tendrá efectos de largo plazo. Lo que hagamos, o lo que
dejemos de hacer, va a tener alguna influencia en el destino inmediato de
nuestras sociedades. Sabemos que es necesario actuar, pero no está claro que
seamos capaces de hacerlo en la dirección adecuada.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Los recientes sucesos en
Ucrania y Venezuela intensificaron la sensación de que estamos ante momentos
decisivos. Esta coyuntura devela que la violencia jugará un papel decisivo en
la definición de nuestro futuro. Guerra entre estados, lucha entre clases,
conflictos violentos entre los más diversos grupos, desde pandillas hasta
organizaciones de narcotraficantes. Como sucedió en otros periodos de la
historia, la violencia empieza a decidir coyunturas y crisis.
La violencia no es la
solución, y cuanto más tiempo podamos aplazarla, tanto mejor. “Sin violencia no
podemos lograr nada. Pero la violencia, por muy terapéutica y eficaz que sea,
no resuelve nada”, escribió Immanuel Wallerstein en el prefacio del libro de
Frantz Fanon Piel negra, máscaras blancas (Akal, 2009). Estar preparados
para la violencia, pero subordinarla al objetivo del cambio social, es parte de
los debates estratégicos necesarios.
Menciono la cuestión de
la violencia porque de eso se trata en Venezuela y en Ucrania, en Bosnia, Sudán
del Sur, Siria y cada vez más lugares. Nos guste o no, los conflictos no se
están resolviendo en las urnas, sino en las calles y en las barricadas,
mediante artes insurreccionales que las derechas están aprendiendo a utilizar
para sus fines, apoyadas por las grandes potencias occidentales, Estados Unidos
y Francia en lugar muy destacado. La llamada democracia languidece y tiende a
desaparecer.
No me canso de leer y
reproducir la visión que trasmitió el periodista Rafael Poch de la plaza Maidán
de Kiev: “En sus momentos más masivos ha congregado a unas 70 mil personas en
esta ciudad de 4 millones de habitantes. Entre ellos hay una minoría de varios
miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos, barras, escudos y bates
para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese colectivo hay un núcleo duro de
quizás mil o mil 500 personas puramente paramilitar, dispuestos a morir y
matar, lo que representa otra categoría. Este núcleo duro ha hecho uso de armas
de fuego” ( La Vanguardia, 25/2/14).
Multitudes protestando y
pequeños núcleos decididos y organizados enfrentándose a los aparatos estatales
a los que suelen desbordar. Lo consiguen por tres motivos: porque hay decenas
de miles en las calles que representan el sentir de una parte de la sociedad,
que legitima la protesta; porque hay una “vanguardia” a menudo entrenada y
financiada desde fuera, y porque el régimen no está en condiciones de
reprimirlos, ya sea por debilidad, falta de convicción o porque no tiene un
plan para el día siguiente.
Que las derechas hayan
fotocopiado las formas de hacer de los revolucionarios y las utilicen para sus
fines, y que cuenten con abundante apoyo del imperialismo, no hace a la
cuestión central: ¿cómo enfrentar situaciones en las que el Estado es
desbordado, neutralizado o usado contra los de abajo?
Mi primera hipótesis es
que las fuerzas antisistémicas no estamos preparadas para actuar sin el
paraguas estatal. Casi todos los gobiernos progresistas del continente fueron
posibles gracias a la acción directa en las calles, pagando un alto precio por
poner el cuerpo a las balas, pero esa dinámica queda demasiado lejos y ya no es
patrimonio de los movimientos. Poner el cuerpo dejó de ser el sentido común de la
protesta, sobre todo desde que reapareció el escudo estatal con los gobiernos
progresistas.
La segunda es que la
confianza en el Estado paraliza y desarma moralmente a las fuerzas
antisistémicas. A mi modo de ver, la peor consecuencia de esta confianza es que
hemos desarmado nuestras viejas estrategias. Este punto tiene dos pliegues: por
un lado, no está claro por qué mundo luchamos, toda vez que el socialismo
estatista dejó de ser proyección de futuro. Por otro, porque no está a debate
si nos afiliamos a las tesis insurreccionales o a la guerra popular prolongada,
o sea a las tipologías europea y tercermundista de la revolución.
No quiero detenerme en la
cuestión electoral porque no la considero una estrategia para cambiar el mundo,
ni siquiera un modo de acumular fuerzas. Entiendo que hay gobiernos mejores y
peores, pero no podemos tomar en serio el camino electoral como una estrategia
revolucionaria. En suma, no estamos debatiendo el cómo. En tanto, las derechas
sí tienen estrategias, en las que lo electoral juega un papel decorativo.
Entre la insurrección y
la guerra popular, el zapatismo inaugura un nuevo camino, que combina la
construcción de poderes no estatales defendidos armas en mano por las
comunidades y bases de apoyo, con la construcción de un mundo nuevo y diferente
en los territorios que esos poderes controlan.
Puede argumentarse que se
trata de una variable de la guerra popular esbozada por Mao y Ho Chi Minh. No
lo veo de esa manera, más allá de alguna similitud formal. Creo que la innovación
radical del zapatismo no puede comprenderse sin asimilar la rica experiencia
del movimiento indígena y del feminismo, en un punto crucial: no luchan por la
hegemonía, no quieren imponer sus modos de hacer. Hacen; y que los demás
decidan si acompañan o no.
En este argumento hay una
trampa. No se puede “luchar por la hegemonía” porque sería trasmutarla en
dominación, algo que las revoluciones triunfantes olvidaron muy pronto. La
hegemonía se consigue “naturalmente”, por usar un término afín a Marx: por contagio,
empatía o resonancia, con modos de hacer que convencen y entusiasman. Me parece
que recuperar el debate estratégico es más importante para cambiar el mundo que
la enésima denuncia contra el imperialismo. Que sigue siendo necesario firmar
manifiestos, pero no alcanza.
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