Hace tiempo ya, el
filósofo panameño Jorge Giannareas me dio una lección de sencillez ejemplar
sobre lo más intrincado de los misterios del desarrollo social: la diferencia,
me dijo, es un hecho natural, pero la desigualdad es una construcción social.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
En lo que hace a Panamá, los
rasgos fundamentales de esa construcción social han sido puestos en evidencia,
una vez más, por el Consejo de la Concertación Nacional, al señalar que el crecimiento económico del país, “si bien es
importante […] no es suficiente para lograr un mayor bienestar de la sociedad”.
El Consejo, en efecto, destacó en su último informe “que
en el país, con una de las “economías más dinámicas” de la región, persisten
profundas desigualdades según región, género, color y etnia. Es decir, de
acuerdo con la Concertación, se observan “grandes brechas entre la capital y su
entorno, y el resto del país””. Al
respecto, se añade allí, el compromiso de que parte de los ingresos del Canal
fuesen para reducir “las disparidades sociales”, “no se ha cumplido”.[1]
La idea de que el crecimiento económico no ha sido lo
bastante importante como para reducir la desigualdad social, en todo caso,
puede ser engañosa. En realidad, podría incluso ocurrir que la desigualdad
social es uno de los factores contribuyentes al tipo de crecimiento económico
dominante en Panamá – esto al, al crecimiento generado por la formación
económico social organizada en torno al control de los beneficios del tránsito
interoceánico de bienes y capitales por parte de una minoría que, a partir de
ese control, termina apropiándose como grupo privado de la inmensa mayor parte
de la riqueza producida por el país entero.
Esto, por otra parte, no sólo no es nuevo, sino que
tiende a empeorar. Observado el caso en perspectiva histórica, cabe recordar
que hacia 1985 fue motivo de alarma descubrir que uno de cada cuatro panameños vivía en la pobreza. En
aquellos tiempos eso representaba el 25% de dos millones de personas, o sea
unos 500.000 panameños. A lo largo del siglo XXI, esa cifra ha tendido a
estabilizarse en el 30%, poco más, poco menos. Pero la población es ahora de 3.8
millones de habitantes, con lo cual ahora son 1,250,000 los habitantes del
Istmo que viven en la pobreza.
Esta situación, por otra parte, no es
privativa de Panamá. Cerca de la mitad de los 7 mil millones de seres humanos
que pueblan el planeta vive en condiciones de pobreza, sea absoluta, sea
relativa. Así, resulta evidente que - en un mundo en el que el 1% de la
población más rica acumula tanta riqueza como el 50% de la más pobre -, nos
encontramos ante una situación estructural, no coyuntural, que se expresa con
mayor crudeza (pero no exclusivamente) en las sociedades del capitalismo
periférico.
De hecho, esta situación es consustancial
al desarrollo de esa economía. Como alguna vez dijera Fernand Braudel, la
desigualdad es una antigua compañera del desarrollo humano: ha existido en
todas las sociedades, aunque sólo en la capitalista ha venido a ser organizada
como un mecanismo de desarrollo.[2] Todo
gira aquí en torno al intercambio entre trabajadores privados de propiedad, que
no poseen más que su fuerza de trabajo, y propietarios privados que demandan
fuerza de trabajo para producir la plusvalía que incremente el valor de su
capital.
Al respecto, por ejemplo, Carlos Marx –
escribiendo en tiempos en que el moderno sistema mundial llegaba a su primera
madurez (que por cierto incluía el aporte de enormes masas de esclavos
africanos en Brasil, Cuba y los Estados Unidos) - observaba que, en la economía
realmente existente de entonces acá, la pobreza está implícita en la condición
misma del trabajador. En este sentido, decía,
Si ocurre que el capitalista no necesita
el plustrabajo del obrero, éste no puede realizar su trabajo necesario,
producir sus medios de subsistencia. Entonces, si no puede conseguirlos a
través del intercambio, los obtendrá, caso de obtenerlos, sólo de limosnas, que
sobren para él del rédito. […] Como, por añadidura, la condición de producción
fundada en el capital es que él produzca cada vez más plustrabajo, se libera
más y más trabajo necesario. Con lo cual aumentan las posibilidades
de su pauperismo.[3]
Cuando estas ideas fueron plasmadas, el autor consideraba que
el mundo moderno se reducía a un núcleo integrado por Inglaterra, Alemania,
Francia y los Estados Unidos, rodeado por una periferia de regiones coloniales
y países atrasados. Siglo y medio después, ¿cómo opera esto en el proceso de
globalización, cuando el sistema internacional está integrado por unos 200 Estados
nacionales y la economía mundial funciona como una unidad en tiempo real?
En lo más visible, emerge ahora –nuevamente- una situación de
pobreza estructural en las economías centrales, en la medida en que los
trabajos más sencillos, que demandan mayor cantidad de mano de obra de bajo
costo de producción, son desplazados hacia economías de la periferia, a cargo
de lo que algunos llaman el “proletariado exterior”. Y esas economías
centrales, por su parte, pasan a recibir una migración creciente de trabajadores
desplazados de la periferia por el desarrollo de ese mismo capitalismo global,
trabajadores excedentes con respecto a la demanda de trabajo para el propio
proletariado exterior.
Esos trabajadores migrantes se dedican fundamentalmente a
actividades que producen poco valor – como las labores de cosecha en la
agricultura de agronegocio -, o no producen valor alguno, como las de
prestación de servicios personales. Pero el mecanismo, además, se reproduce al
interior de las propias economías periféricas con la descomposición de la vieja
economía campesina, con sus virtudes culturales y sus muchas miserias físicas y
morales, ante el auge del agronegocio de exportación; la emigración masiva que
traslada la miseria del campo a las ciudades donde hoy residen 7 de cada 10
latinoamericanos, y el abultamiento del sector informal de baja calificación.
En vida de Marx, la población mundial ascendía a unos dos mil
millones de personas el buque de vapor se imponía en los océanos como el
ferrocarril en tierra firme, y el telégrafo era el medio más avanzado de
comunicación. El cambio tecnológico y de escala es evidente, como debería serlo
la continuidad del mecanismo fundamental. En la tensión entre ambos – con
especial referencia a las condiciones subjetivas, entre las cuales destaca la
añoranza por la edad dorada imaginaria del pequeño propietario rural, que tan a
menudo acompaña a los descendientes de los migrantes del campo, hoy incorporados
a labores de servicios de cuello blanco o de delantal – es donde cabe ubicar la
definición de las estrategias de política para transformar esta situación en un
sentido progresivo.
Al respecto, dice Marx, en el capitalismo realmente existente
al desarrollo del plustrabajo “corresponde el de la población excedente. En
diferentes modos de producción sociales, añade, diferentes leyes rigen el
aumento de la población y la superpoblación; la última es idéntica al
pauperismo.” Dichas leyes “se pueden reducir simplemente a las diferentes
maneras en que el individuo se relaciona con las condiciones de producción o […]
de reproducción de sí mismo como miembro de la sociedad, ya que el hombre sólo
en la sociedad trabaja y practica la apropiación.” Y añade:
La disolución de estas relaciones con respecto a tal o
cual individuo, o a parte de la población, los pone al margen de las
condiciones que reproducen esta base determinada, por ende en calidad de
sobrepoblación y no sólo como privados de recursos, sino como incapaces de
apropiarse de los medios de subsistencia por medio del trabajo, en consecuencia
como paupers. No es sino en el modo de producción fundado en el capital donde el
pauperismo se presenta como resultado del trabajo mismo, del desarrollo de la fuerza
productiva del trabajo.[4]
¿Hasta dónde puede sostenerse un régimen de producción así
constituido, en una época en la que a la universalización del pauperismo que
produce se agrega la del deterioro de sus bases naturales de sustentación? Intuimos
que esta situación de crecimiento económico mediocre, acompañado de deterioro
social y degradación ambiental constantes, anuncia de algún modo una suerte de
fin de los tiempos, lo cual a su vez debería remitirnos al problema de las
transiciones entre los regímenes de población correspondientes a distintos
regímenes históricos de producción, etc.[5]
Al respecto, por
ejemplo, Perry Anderson nos dice que la experiencia histórica de procesos como los
de las transiciones de la Antigüedad al feudalismo, y de éste al capitalismo
contradice "las creencias ampliamente
compartidas por los marxistas”, en las que un modo de producción entra en
crisis cuando “unas vigorosas fuerzas (económicas) de producción irrumpen
triunfalmente en una retrógradas relaciones (sociales) de producción y
establecen rápidamente sobre sus ruinas una productividad y una sociedad más
elevadas.” Para Anderson, por el contrario, añade, la
crisis opera a lo largo de un proceso en el que “las fuerzas de producción”
tienden normalmente
a estancarse y retroceder dentro de
las relaciones existentes de producción; estas tienen entonces que ser
radicalmente cambiadas y reordenadas antes
de que las nuevas fuerzas de producción puedan crearse y combinarse en un modo
de producción globalmente nuevo. Dicho de otra forma: en una época de
transición, las relaciones de producción cambian por lo general antes que las formas de producción, y no
al revés.[6]
Tal vendría a ser la forma en que opera el
principio de que una sociedad no cambia sino cuando se agotan las formas de
producción y desarrollo que ella es capaz de generar. Y ese agotamiento, a su
vez, vendría a operar a lo largo de una crisis prolongada, cuyo final no
consiste en el paso a una forma superior de desarrollo del modo de producción
antiguo, sino en la transición a un modo de producción nuevo.
Que sea nuevo, por otra parte, no significa
que sea mejor. La novedad, por ejemplo, puede consistir en una mayor
dependencia de la pobreza estructural o, si se quiere, de la población
excedente necesaria para mantener deprimidos los salarios de la fuerza de
trabajo, lo cual –en tanto que organización de la desigualdad, Braudel dixit– implicaría formas cada vez más
brutales de discriminación y represión, y conflictos cada vez más peligrosos
por el reparto de la renta global entre los grupos de poder dominantes en el
sistema mundial.
Pero la novedad puede consistir también en
que ocurra aquel tránsito del reino de la necesidad al de la libertad que ponga
fin a la prehistoria de la humanidad, en cuyo caso lo excedente vendría a ser
el pauperismo.[7]
Con ello, la desigualdad social cedería su lugar a la diferencia natural, y la
diferencia así socializada vendría a estimular y enriquecer los procesos que
lleven a transformar el Nuevo Mundo de anteayer en el mundo nuevo de mañana. Lo
importante, así, es comprender que no existe un pasado al cual regresar sino
opciones de futuro entre las cuales escoger. Nuestra es, pues, la
responsabilidad fundamental por nuestro propio destino, como personas y como
especie.
Panamá, febrero / marzo de 2014
NOTAS:
[1] Rodríguez, Isidro:
“Crece la brecha social en el país”. La
Prensa, 18 de febrero de 2014.
[2] En Dinámica del Capitalismo. Fondo de
Cultura Económica, México, 2002.
[3] Marx, Carlos: Elementos Fundamentales para la Crítica de
la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. Siglo XXI Editores, 2007.
II, 110.
[4] Marx, 2007. II, 110 –
111. Y añade enseguida: “En cierto estadio de la producción social, pues, puede
existir sobrepoblación, inexistente en otro estadio. Los colonos que enviaban
los antiguos, por ejemplo, eran sobrepoblación, vale decir, no podían seguir
viviendo en el mismo espacio sobre la base material de la propiedad, id est,
las condiciones de producción. Su número puede parecer muy magro en comparación
con las condiciones modernas de producción. De todos modos, estaban muy lejos
de ser paupers. Pero sí lo era la plebe en Roma, con su panis et circenses. La
sobrepoblación que llevó a las grandes Invasiones de los Bárbaros supone a su
vez otras condiciones.”.
[5] Algo sabemos, por ejemplo, del papel que desempeñan en
esas transiciones las catástrofes demográficas – que aceleran la reducción de
la población excedente generada por el antiguo régimen, y contribuyen a modelar
las opciones para el desarrollo de uno nuevo – en casos como el de las
epidemias ocurridas en los procesos de desintegración del Imperio Romano de
Occidente entre los siglo III y V; de la transición del feudalismo al
capitalismo en el XIV, y de la incorporación de los territorios americanos al
mercado mundial, particularmente en la América Española, entre los siglos XVI –
XVIII. En los hechos,
sin embargo, la catástrofe demográfica – tan del gusto de los imaginarios
apocalípticos de la cultura de masas capitalista de nuestro tiempo – hace parte
importante, pero no necesariamente decisiva, de procesos de complejidad mucho
mayor.
[6] Así, pues, la consecuencia inmediata de la
crisis del feudalismo occidental no fue una rápida liberación de nueva
tecnología ni en la industria ni en la agricultura, que tendría lugar
únicamente después de un intervalo considerable. La consecuencia directa y decisiva
fue más bien una extensa transformación social en el campo de Occidente, porque
las violentas rebeliones rurales de la época condujeron imperceptiblemente, a
pesar de su derrota, a cambios en el equilibrio de las fuerzas de clase en
pugna por la tierra.". Anderson, Perry: Transiciones
de la Antigüedad al Feudalismo. Siglo XXI (1979) 2007, p. 208
[7] “Ninguna formación social, dice Marx, desaparece antes de
que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y
jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las
condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia
sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los
objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que
estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están
gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos,
podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica
de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el
moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma
antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un
antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones
sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se
desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones
materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se
cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana.” Marx, Carlos: Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859).
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