Con la misma mano con
que Juan Manuel Santos firmó la destitución del alcalde Gustavo Petro, negando
las medidas cautelares solicitadas por la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, es posible que se haya destituido a sí mismo como artífice de la paz
en Colombia.
William Ospina / EL ESPECTADOR
Todos sabemos que el
alcalde Gustavo Petro no ha cometido ningún crimen. Es posible que haya
incurrido en un error administrativo, que corrigió en tres días, y a eso tiene
derecho todo gobernante.
Todos sabemos de qué
manera se ha esforzado por combatir la corrupción, el peor de los males de la
administración en Colombia, y por intentar, dentro de los cauces de la ley,
cambiar cosas en una sociedad de privilegios e injusticias. Ahora que lo han
destituido, y que él civilmente ha acatado la sanción injusta, no dejarán de
ensañarse con él y de tratar de sacarle en clave shakespereana su tajada de
carne.
Todos sabemos que el
procurador, en esta y en otras ocasiones, se ha mostrado más como un inquisidor
que como un celoso defensor de la institucionalidad. La prensa ha demostrado
que sus atribuciones son excesivas y que él, contrariando el espíritu de las
leyes, aprovecha esa largueza de la ley positiva para montar un tribunal de
dogmas y arbitrariedades.
Si le importara tanto
la estabilidad institucional, como dice, no habría sometido a la ciudad a una
crisis como la que acaba de vivir, destituyendo e inhabilitando a un alcalde
honesto, indignando a la ciudadanía, poniendo en jaque a la administración y
abusando de unas atribuciones que él mismo debe saber que son excesivas y
antidemocráticas.
Para que la historia lo
recuerde, ese mismo funcionario tan inflexible, que destituye e inhabilita a un
alcalde de izquierda por un tropiezo administrativo, ha dejado pasar sin
sanciones ni inhabilitaciones de ninguna índole la pérdida de buena parte del
mar territorial de Colombia en el Caribe.
¿A qué juegan estos
celosos defensores de la ley y de la institucionalidad? ¿Qué democracia es
esta? ¿Quién juzga a los juzgadores, quien destituye a los que destituyen,
quien inhabilita a los que tan profusamente se regodean en inhabilitar a los
demás?
Los hechos son como
mapas de los momentos históricos de una sociedad. En las semanas recientes
Colombia ha hecho lo posible por demostrarse a sí misma en qué clase de
sociedad se ha convertido. Jugamos a no darnos cuenta, pero ahí están día tras
día las evidencias: una democracia en la que apenas vota un poco más del 40 por
ciento del electorado, en la que un millón y medio de votantes ni siquiera
entiende la mecánica de la elección, en la que casi un millón de personas vota
en blanco y en la que más de la mitad de los electores son manipulados por
gamonales y por toda clase de presiones locales.
Un expresidente varias
veces reelegido para cargos públicos ha dicho que las elecciones son ilegítimas
sólo porque a él le escamotearon 250.000 votos, pero lo que en verdad es ilegítimo
es el sistema electoral colombiano. Además de la compra de votos y del manejo
de clientelas, hay muchos instrumentos para negar en la práctica lo que la
democracia promete. Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo,
Carlos Pizarro e incontables militantes de izquierda lo supieron. Y hoy Aída
Avella, Piedad Córdoba y Gustavo Petro saben que en nuestra “alambrada de
garantías hostiles”, como alguien la llamó hace mucho, funcionan y se articulan
las balas, el exilio, el umbral y la destitución e inhabilitación por muchos
años de los elegidos.
Mientras los medios de
comunicación en nuestro país se movilizaban con alarma para denunciar los
desórdenes en la sociedad venezolana, que han provocado ya más de 30 muertos en
las calles, y la grave inseguridad en el vecino país, no ponían el mismo celo
ni el mismo énfasis en informarnos sobre los descuartizamientos sistemáticos en
Buenaventura o la situación de terrible violencia callejera que padecemos.
Pero las sociedades
reaccionan: esta semana el diario El Tiempo ha mostrado una radiografía
escandalosa de la situación en Cali, donde el índice de asesinatos llega ya a
85 por cada cien mil habitantes, tal vez la cifra más alta del globo.
Leyéndola, volví a sentir la desesperación que sentía de niño ante las
atrocidades de la violencia en Colombia.
Juan Manuel Santos está
tratando de abrirle paso a un proceso de paz con la guerrilla de las Farc desde
hace dos años, y todos sabemos cuán urgente y cuán indispensable es terminar
ese conflicto de 50 años, que consume vidas y recursos sin fin, y bajo cuya
sombra alienta todo el desorden de nuestra sociedad.
Pero ese mismo
presidente pacificador ¿cómo podrá garantizarles a los que hoy persisten en la
guerra y en la desconfianza unos derechos que acaba de negarle a un
desmovilizado que obró lealmente, que no cometió ningún crimen, ante los ojos
atónitos de una comunidad inconforme y cerrándole la puerta en la cara a la
justicia internacional? Me temo que nada de lo que firme con sus adversarios
tendrá ya credibilidad, ni a los ojos de la comunidad colombiana ni a los ojos
de la comunidad hemisférica.
Colombia se está
convirtiendo en un país cuyos presidentes prometen públicamente acatar las
sentencias de la justicia internacional y se burlan de los tratados en cuanto
esas sentencias se muestran adversas.
La paz es mucho más que
una firma en un papel, pero la firma tiene que ser creíble, y al parecer aquí
hace tiempo que el cálculo político dejó por fuera los principios. Se llama a
la paz a los que hacen la guerra, pero se destituye y se inhabilita a quienes
lealmente se esfuerzan por construir una Colombia distinta.
Con la misma mano con que Juan Manuel Santos firmó la destitución del alcalde Gustavo Petro, negando las medidas cautelares solicitadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, es posible que se haya destituido a sí mismo como artífice de la paz en Colombia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario