Hoy, la idea de progreso – y en
particular su componente democrático, transformador – necesita cada vez más de
portadores vinculados a los trabajadores manuales e intelectuales, que
construyan opciones de futuro a partir de un claro dominio de las estructuras
de larga duración gestadas en nuestro pasado, y del carácter glocal de los los
desafíos de nuestro presente.
Guillermo Castro Herrera /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
“Un progreso no es verdad sino cuando invadiendo las
masas, penetra en ellas y parte de ellas […] Las épocas de reforma no permiten
reposo. Los apóstoles de las nuevas ideas se hacen esclavos de ellas.”
José Martí[1]
Visto el mundo en crisis desde
el pensar martiano, cuando lo que en la paz liberal parecía ser una
multiplicidad de opciones se reduce a las que ofrecen el miedo y la esperanza,
las tareas a cumplir por cada una de esas partes definen a las personas más
idóneas para llevarlas a cabo. Así, desde el miedo, fueron llegando al poder
quienes reclamaron para sí la idoneidad que requería la restauración neoliberal
en países como Argentina y Brasil. Lo deplorable del papel cumplido no
cuestiona lo idóneo: tan solo confirma la bancarrota moral, cultural y política
de un proyecto que solo a ese nivel podía encontrar sus dirigentes.
Es
probable, por lo mismo, que el logro mayor de las gestiones de esos idóneos sea
la necesidad de un retorno al gobierno de sectores políticos capaces de ofrecer
al menos estabilidad a las sociedades que el intento de restauración neoliberal
oligárquica ha descoyuntado en tan breve plazo. Eso, en estos tiempos, sería un
gran progreso, por vapuleado que haya llegado a estar el término en los últimos
años.
Aquí
conviene prever las formas que adoptará la batalla de ideas en este terreno. En
su momento de origen, la idea de progreso - al decir de Antonio Gramsci -,
representó “un hecho cultural fundamental, un hecho de los que hacen época”,
correspondiente a “la conciencia difusa” de que se había llegado “a una cierta
relación entre la sociedad y la naturaleza” que permitía a los hombres, en su
conjunto, “sentirse más seguros de su futuro, poder concebir ‘racionalmente’
planes globales de su vida.”[2]
Así
entendido, el progreso había sido sin duda “una ideología democrática”, aunque
para la década de 1930 ya no estaba en auge, pues había sido una de las
víctimas de aquel asalto a la razón en que, para György
Lukács, había desembocado la crisis del liberalismo, para abrir paso al auge
del fascismo. En todo caso, decía Gramsci, esa pérdida de auge no implicaba
tanto una crisis de la idea, sino de la credibilidad de quienes había sido sus
portadores hasta entonces, que habían terminado por suscitar fuerzas
destructivas “tanto o más peligrosas y angustiosas que las del pasado”, con lo
cual los asaltos contra la idea de progreso venían a ser “muy interesados y
tendenciosos.”
Hoy, como
entonces, sectores relativamente amplios de la población de nuestra América han
sido llevados a participar en la renovación de una mentalidad mágica, de
carácter sobre todo religioso, que atribuye a fuerzas sobrenaturales toda clase
de males, desde el desempleo y la pobreza hasta la violencia social y las
catástrofes naturales. Al propio tiempo, se promueve dentro de los trabajadores
intelectuales toda clase de actitudes de escepticismo y nihilismo ante la
posibilidad de una transformación social – y, sobre todo, ante las tareas que
esa transformación demandaría de ellos.
Así, aquí,
los asaltos contra la idea de progreso por parte de la izquierda del desencanto
posmoderno terminan por confluir con los de sectores conservadores que desde
mucho antes de Fukuyama proclamaban que con su dominación culminaba toda
historia anterior. Y de esa confluencia viene una espiral fatalista que convoca
y disipa una y otra vez la energía de los sectores sociales en nombre del
retorno a pasados imaginarios o la movilización por utopías cuyo mérito mayor
consiste en serlo.
Hoy, la
idea de progreso – y en particular su componente democrático, transformador –
necesita cada vez más de portadores vinculados a los trabajadores manuales e
intelectuales, que construyan opciones de futuro a partir de un claro dominio
de las estructuras de larga duración gestadas en nuestro pasado, y del carácter
glocal de los los desafíos de nuestro presente. Un objetivo primordial de esa
tarea consistirá, siempre, en prevenir y mitigar la disipación de las energías
generadas por la actividad de los nuevos movimientos sociales,
procurando hacerla cada vez más coherente y eficiente, para acelerar el
proceso histórico de transición en el que andamos.
Todo esto
tiene su complejidad y sus complicaciones en cada sociedad y cada cultura. En
la de nuestra América, el gran promotor original del progreso fue el
liberalismo oligárquico, nada británico y si muy criollo,
rápidamente derivado en la serie de dictaduras que caracterizó a la región
entre las décadas de 1880 y 1910. Desde esa perspectiva, el progreso asumió en
nuestra cultura sobre todo un sesgo técnico y de confrontación con el atraso en
el desarrollo de las fuerzas productivas en nuestra región, que el joven Martí
describió en los siguientes términos:
La historia del progreso humano se cuenta en los
puertos llenos de buques, en las fábricas pobladas de obreros, en las ciudades
ennegrecidas con el humo de las fraguas, en las calles obstruidas por los
carros, en las escuelas llenas de niños y en los árboles cargados de frutos. La
poesía es el lenguaje de la belleza; la industria es el lenguaje de la fuerza.[3]
Esa
apreciación evolucionó entre 1881 y 1895 con su experiencia de contacto y
conocimiento con la sociedad norteamericana, creada por el capitalismo para el
capitalismo. De esa evolución nos vino, en 1889, una advertencia singular:
“Algo en América manda”, dijo, “que despierte, y no duerma, el alma del
país. Hay que andar con el mundo y que temer al mundo. Negársele, es
provocarlo.”[4]
Martí nunca
rechazó el progreso en su dimensión democrática y de desarrollo humano. Por el
contrario, siempre vio en ese progreso un medio indispensable
para hacer de nuestra América una región a la vez próspera, equitativa y
democrática desde sí, y no por imposición alguna. Así lo expresó, ya maduro, al
señalar en una carta a Pío Víquez que no sería Costa Rica
entre las naciones de América, la que llegue a la
cita de los mundos, harto próxima para no disponerse a ella, sin el
desenvolvimiento y persona nacional indispensables para medirse a salvo con el
progreso invasor. Ya han caído los muros y el hombre ha echado a andar.
Quien no se junte a la corriente le servirá de alfombra.[5]
De eso se
trata, justamente, en los tiempos que vienen: de echar de nuevo a andar, desde
nosotros mismos, con la Humanidad entera.
Panamá, 30 de agosto de 2019
[1] “Reflexiones destinadas a preceder los informes
traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo de 1878”. Obras
Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana: VII, 168 - 169:
[2] A partir de aquí, todas las citas de Gramsci
provienen deIntroducción a la filosofía de la praxis. Selección y
traducción de J. Solé Tura. https://marxismocritico.files. wordpress.com/2011/11/ introduccion-a-la-filosofia- de-la-praxis.pdf
[3] “Poetas españoles contemporáneos”. The Sun.
Nueva York, 26 de noviembre de 1880. Obras Completas. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XV: 25 - 26:
[4] “Nuestra América”. El Partido Liberal,
México [27 de septiembre de 1889]. Obras Completas. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VII: 349.
[5] Carta a Pío Víquez, Costa Rica, julio 8, 1893. Obras
Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VII: 315.
No hay comentarios:
Publicar un comentario