La Alianza del Pacífico (AP), establecida en abril de 2011 y constituida
jurídicamente en junio de 2012, integra a cuatro países: Colombia, Chile,
México y Perú, pero cuenta con 52 países observadores. Nació en una época que
confrontaba dos visiones: la de los gobiernos nacional-progresistas y la de los
gobiernos derechistas-neoliberales.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / Firmas Selectas de Prensa Latina
La visión neoliberal en el año 2011 es perfectamente retratable: en
Chile gobernaba Sebastián Piñera (2010-2014), empresario y millonario, a quien
sucedió Michelle Bachelet (2014-2018), quien no desmontó el neoliberalismo,
aunque tuvo inclinaciones democráticas. Al volver a la presidencia (2018),
Piñera se convirtió en el promotor de PROSUR. En Colombia, estuvo al frente del
gobierno Juan Manuel Santos (2010-2018), quien no dudó en unirse a la AP,
continuada por Iván Duque (2018). En México gobernaba Felipe Calderón
(2006-2012), seguido por Enrique Peña Nieto (2012-2018), dos presidentes que
apuntalaron la vía neoliberal, hasta la reciente llegada de Andrés Manuel López
Obrador (2018), un crítico de ese camino; y en Perú, Alan García (2006-2011),
seguido por Ollanta Humala (2011-2016), Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) y
Martín Vizcarra (2018), no se han apartado de la senda asumida por los otros
miembros de la AP.
En contraste con esos gobiernos, los que conformaron el ciclo
progresista se caracterizaron tanto por la reacción contra la vía neoliberal,
como por la definición de otras líneas de conducción económica y social. En
Venezuela gobernaba Hugo Chávez (1999-2013), a quien sucedió Nicolás Maduro
(2013-hoy); en Bolivia, Evo Morales (2006-hoy); en Uruguay, José Mujica
(2010-2015), seguido por Tabaré Vásquez (2015-hoy); en Nicaragua, Daniel Ortega
(2007-hoy); en Argentina, Cristina Fernández (2007-2015); en Brasil Dilma
Rousseff (2011-2016) y en Ecuador, Rafael Correa (2007-2017).
Adviértase que en Argentina, Brasil y Ecuador se produjeron giros
totales con los nuevos gobernantes: Mauricio Macri (2015-hoy), Michel Temer
(2016-2018) y Jair Bolsonaro (2019-hoy), y Lenín Moreno (2017-hoy),
respectivamente, quienes abandonaron cualquier línea progresista. En la
actualidad, en una América Latina con predominio de gobiernos de derecha, no
resulta extraño que el presidente Moreno, identificado con igual postura, tenga
en la mira el ingreso del Ecuador a la AP, pues su política económica está
subordinada a las cámaras de la producción, acompaña las geoestrategias
mundiales de los EEUU y sigue ahora los condicionamientos del FMI.
Está claro, para los gobernantes de los nuevos tiempos conservadores de
América Latina, que la AP es una fórmula de integración sujeta a viejos
principios ideológicos: asumen que la “libertad económica” es la garantía del
crecimiento y la prosperidad para sus pueblos, con el libre comercio como
instrumento para lograr economías abiertas. No importa que los estudios
económicos y sociales más serios en la región -además de la experiencia
histórica- demuestren las nefastas consecuencias del neoliberalismo para las
sociedades latinoamericanas. Es una cuestión de dogmas, al servicio de la
empresa privada interna e internacional.
La AP es, por tanto, una fórmula de integración empresarial, no de los
pueblos. Es una integración de Estados forzada por gobiernos conservadores. Si
los gobernantes fueran otros, con una visión contraria al neoliberalismo y sus
dogmas, no se habría concretado. Por eso los gobiernos progresistas
privilegiaron el latinoamericanismo a través de entidades como Celac, Unasur,
Mercosur o Alba, porque, además, entendían las proyecciones e intereses
imperialistas movilizados en los tratados de libre comercio y los tratados
bilaterales de protección de inversiones extranjeras.
Explícitamente, los objetivos de la AP son: construir “un área de
integración profunda para avanzar progresivamente hacia la libre circulación de
bienes, servicios, capitales y personas”; “impulsar un mayor crecimiento,
desarrollo y competitividad de las economías”, con miras “a lograr un mayor
bienestar, la superación de la desigualdad socioeconómica y la inclusión social
de sus habitantes”; y convertirse en unaplataforma de articulación política, de
integración económica y comercial, y de proyección al mundo”.
Contrariando esas previsiones, en el Encuentro Andino “Impacto de los
acuerdos comerciales y del Fondo Monetario Internacional”, realizado en Quito
(Ecuador), que reunió a líderes y representantes de organizaciones comunitarias
y campesinas de Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú durante los días 11 y 12 del
pasado junio (2019), hubo claridad en advertir las nefastas consecuencias sobre
el agro de los aperturismos comerciales indiscriminados. Las experiencias en
Colombia, por ejemplo, dan luces de lo que ha ocurrido con productos como el
maíz, la porcicultura y el cultivo de caña, cada vez más arruinados por el
aperturismo comercial.
Están ampliamente difundidas las graves consecuencias agrícolas que tuvo
el tratado de libre comercio de México con los EEUU y Canadá (TLCAN). En
Ecuador, el Consorcio de Cámaras de la Producción de Tungurahua, así como la Cámara
de la Pequeña y Mediana Empresa de Pichincha (CAPEIPI), la Cámara de la
Industria Automotriz Ecuatoriana (CINAE) y la Federación Ecuatoriana de
Industrias del Metal (FEDIMETAL), han sido enfáticos en señalar el peligro que
la vinculación a la AP traería para la producción nacional.
Pero estas u otras voces tampoco importan. La avidez por los negocios
(particularmente del sector de los comerciantes y de los exportadores, que son
los más interesados en el “libre mercado”) y el exclusivo interés por las mayores
rentabilidades, ciegan toda capacidad para analizar el aperturismo económico.
La ruina industrial o la de pequeños y medianos productores, así como la del
sector campesino y comunitario no son resultados apreciados por los empresarios
impulsadores del neoliberalismo.
A las inconvenientes repercusiones de la AP se suman las otras
“variables” demandadas por los aperturistas: la reforma laboral, la reforma de
los impuestos y la privatización de bienes y servicios estatales. Con ello el
cuadro se completa: en América Latina se promueven reformas laborales
empresariales que están arrasando con derechos históricos de los trabajadores y
retrocediendo a la época del capitalismo originario; y, de otra parte, el
Estado es reducido en sus capacidades, no puede atender las demandas sociales
más amplias, se deterioran los servicios a la colectividad y particularmente en
las áreas de educación y salud.
Aquello de que la AP traerá mayor bienestar, la superación de la
desigualdad socioeconómica y la inclusión social de sus habitantes, no pasa de
ser una simple declaración ideológica para justificar el modelo de integración
acordado. De modo que los gobernantes que han impulsado semejante unión
quedarán registrado en la historia contemporánea, por haber sido los que
impulsaron un proyecto que agravará las condiciones de vida y de trabajo de las
amplias mayorías nacionales, al mismo tiempo que reconcentrará la riqueza en la
elite empresarial beneficiaria del liberalismo económico dogmático.
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