sábado, 10 de agosto de 2019

Francisco desde Martí: nuestra América en la transición civilizatoria

En este confluir en la lucha por un mundo nuevo, en el que la idea se construya en acuerdo con la realidad y el tiempo sea entendido en su superioridad sobre el espacio, el masón liberal cubano José Martí y el católico jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, convergen de un modo que solo puede resultar sorprendente para quien no nos conozca como debe.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

De 2015 acá, Laudato Si’ ha venido a ser mucho más que un pronunciamiento del Vaticano sobre los problemas ambientales de nuestro tiempo. En esa ampliación de su eficiencia cultural y moral, y su eficacia explicativa, han operado al menos tres factores. Uno ha sido su capacidad de vincular lo ambiental a lo social y, en particular, a la realidad de los pobres del mundo. Otro, el referir esa dimensión socio - ambiental a la Casa Común que comparte la especie humana con todas las formas de vida en la Tierra, y a su responsabilidad con el cuidado de esa vida. Y el tercero radica en su capacidad para ubicar el cuidado de esta Casa Común en la circunstancia de la grave crisis que enfrenta la Humanidad en esta etapa de su desarrollo.

Laudato Si’, en efecto, nos advierte sobre los riesgos que plantea una circunstancia de transición entre un orden aún vigente, aunque en abierta descomposición, y otro que bien podría resultar mucho mejor, o mucho peor, según sea comprendida y encarada esta circunstancia mediante el recurso a la razón y a nuestra capacidad para la acción social concertada a partir de propósitos comunes. Para nuestra América, esta advertencia de alcance universal tiene un especial significado.

Somos una región constituida a partir del último gran esfuerzo conservador de la Contra Reforma, que nos llevó a ser “una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño, una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón norteamericano y la montera de España.” Aquí, al nacer al ejercicio de nuestra libertad,

El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza.

De allí nos viene que nuestra América conserve (justamente) hábitos, valores y poblaciones sin lugar verdadero en el mundo en que culmina la Modernidad liberal, que a comienzos del siglo XXI luchan por lo que no pudo ser logrado a mediados del XIX: “ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella”, dejando para siempre en el pasado aquello que perduró tras nuestra primera Independencia: “el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado.” [1]

Para algunos, esa circunstancia histórica de origen explica y hace inevitable nuestra condición secular de atraso y subdesarrollo. Para otros, sin embargo, ella hace de nuestra América una región que alberga un vasto potencial de desarrollo humano y de contribución a lo que Martí llamaba el equilibrio del mundo en momentos en que el orden mundial que nos legó la modernidad ha ingresado en un círculo perverso de crecimiento incierto, inequidad persistente, degradación ambiental constante y desintegración institucional creciente.

De todo ello ha resultado un deterioro cultural y moral irreversible, una crisis de hegemonía en la que este viejo orden, cada vez más desnudo, se sostiene en virtud de la promoción constante del miedo a las consecuencias de su propio desarrollo. Hoy, nuestra América en las luchas de sus oprimidos “contra las costumbres y los hábitos de mando de los opresores” anuncia que en el Nuevo Mundo de anteayer se están creando las condiciones para participar en la tarea transitar con la Humanidad hacia el mundo nuevo de mañana.

Esa transición, en lo más fundamental, ha de llevar desde un mundo organizado para el crecimiento sostenido de la economía, hacia otro organizado para el desarrollo sostenible de la especie humana. El camino por trazar deberá salvarnos de los riesgos de la extinción en primer término, pero de un modo que nos permita a la vez desplegar y fomentar lo mejor de las cualidades que nos distinguen como especie para entender, comprender y asumir el papel que nos corresponde en el cuidado de la Casa Común.

Todo lo que vemos en nuestro derredor son aspectos distintos de esta transición en curso, cuyo fluir nos conduce a encuentros de una riqueza y un significado que aún estamos en vías de comprender. La creación de los espacios en que tienen lugar esos encuentros expresa, ya, afinidades éticas y culturales que todas las partes comparten.

Uno de esos espacios es aquel que fuera establecido por José Martí desde las tres convicciones que dan plenitud de sentido a su vida y su obra: la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder transformador del amor triunfante, que encuentran su síntesis más espléndida en el ensayo Nuestra América, de 1891. Desde allí, sobre todo, se facilita comprender la complejidad, la gravedad y la dificultad mayor del problema que nos plantea hoy Laudato Si’, sobre todo si somos capaces de apreciarlo en el conjunto de la labor de Francisco.

En efecto, el ambiente, el estado a que hemos traído a la Casa Común, es el resultado de las intervenciones humanas en el medio natural a través de procesos de trabajo socialmente organizados. Fue desde allí que el historiador Donald Worster vino a decirnos a fines del siglo pasado que “aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma-“, para agregar enseguida que

Vivimos en un mundo material, y la naturaleza es la parte mayor - y la más compleja y maravillosa - de esa materialidad. Como historiador ambiental, deseo llamar la atención de mis colegas sobre ese mundo material, cualquiera sea su objeto inmediato de estudio: el ascenso y descenso de los precios, las políticas de los reyes y los primeros ministros, o las causas de la guerra. Deseo que vean que el mundo material de la naturaleza posee un orden racional, una estructura al menos parcialmente inteligible, y una historia que le es propia. Nosotros, los historiadores de todo tipo, necesitamos reconocer el significado de esa naturaleza autónoma, y debemos respetar sus armonías discordantes, su intrincada evolución.

Aun así, agregaba Worster, era necesario recordar que las comunidades humanas del pasado “no han sido meros resultados del clima, o del suelo, la enfermedad, los ecosistemas, o de la abundancia o la escasez de recursos naturales”, sino también el producto “de ideas, sueños, y de sistemas éticos.” Y es en estos últimos, en su clara naturaleza cultural, “donde radican las fuerzas que explican cómo y por qué nosotros, los humanos, hemos llegado a desencuentros tan dañinos con el resto de la naturaleza con tanta frecuencia en el pasado, y de manera tan generalizada en el presente.”[2]

En ese sentido, también podemos entender que cada sociedad tiene un ambiente que le es característico y que, por lo mismo, si deseamos un ambiente distinto tendremos que crear una sociedad diferente. En este confluir en la lucha por un mundo nuevo, en el que la idea se construya en acuerdo con la realidad y el tiempo sea entendido en su superioridad sobre el espacio, el masón liberal cubano José Martí y el católico jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, convergen de un modo que solo puede resultar sorprendente para quien no nos conozca como debe.

Panamá, 7 de agosto de 2019




[1] Ibid., VI, 20

[2]“The Two Cultures Revisited: Environmental History and the Environmental Sciences”. Environment and History 2 (1996), 3 – 14. The White Horse Press, Cambridge, UK. Traducción de Guillermo Castro H.

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