En rigor, subordinado a los lineamientos
geopolíticos y de seguridad hemisférica del gobernante de Estados Unidos, tras
las pasadas guerras contra el comunismo, las drogas y el terrorismo, México ya
libra otra guerra ajena.
Carlos Fazio / LA JORNADA
En su relación con la administración Trump, el
presidente Andrés Manuel López Obrador ya no ve lo duro sino lo tupido. Con
velocidad de vértigo y casi sin límite de continuidad, en plena campaña
electoral y como parte de un juego diabólico que involucra a mujeres y niños,
el protofascista de la Casa Blanca ha venido desplegando una serie de medidas
ilegales contra familias de indocumentados en Estados Unidos y el éxodo de
refugiados procedentes de países de mierda (Donald Trump dixit), que de
facto convirtieron a México en rehén de su xenofóbica política.
En nombre de la seguridad nacional de la república
imperial, la nueva guerra de Trump contra indocumentados y migrantes en busca
de asilo o refugio no sólo responde a consideraciones político-electorales sino
también geopolíticas. Y así como en la coyuntura la alianza antiterrorista
impuesta por el secretario de Estado, Mike Pompeo, a Argentina, Brasil y
Paraguay, responde a la agenda de política exterior y al timing del
calendario electoral estadunidense, la militarización de las fronteras de
México, por la Guardia Nacional de López Obrador, también.
En relación con México y los países del Triángulo
del Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), la secuencia de
las dos últimas semanas siguió la lógica invariable de Washington: campaña de
miedo + medidas unilaterales = imposición de políticas de subordinación de los
eslabones más débiles de la cadena.
Así, el 11 de julio, vivos todavía los recuerdos
sobre la crueldad de la política deseparación de familias y las condiciones
infrahumanas en los centros de detención de migrantes (herederos directos de
los Lager nazis), mediante filtraciones mediáticas de funcionarios del
Departamento de Seguridad Interna, se sembró un clima de más terror en círculos
de indocumentados con el anuncio de redadas masivas en Los Ángeles, Chicago,
Nueva York, Houston, Miami, Atlanta, San Francisco, Baltimore y Denver para el
domingo siguiente, cuyo objetivo era expulsar ilegales con órdenes de
deportación y detenidos colaterales. Pero el día señalado se anunció que la
persecución de indocumentados a cargo del Servicio de Inmigración y Control de
Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), se posponía una semana, lo que
extendió la agonía y el pánico.
El 15 de julio, en una decisión unilateral
violatoria del derecho y las prácticas internacionales en materia de asilo y
refugio −consagradas por la Convención de Ginebra de 1951 y en la propia ley de
refugio estadunidense de 1980−, la Casa Blanca emitió una reforma que establece
que las personas que no soliciten asilo en los países por los que transitan
para llegar a Estados Unidos, serán inelegibles para ese derecho. La regla
ejecutiva, que establece un régimen de excepción, afecta a cualquiera que no
sea mexicano y entre a Estados Unidos por la frontera norte de México; lo que
en la práctica obliga a México a cumplir la función de tercer país seguro, sin
los beneficios financieros de un acuerdo formal.
Un día después, durante una reunión de gabinete en
la Casa Blanca, Trump dijo que le daba un crédito enorme al gobierno de AMLO,
por haber hecho un gran trabajo al desplegar 21 mil soldados en la frontera con
Estados Unidos y otros 6 mil ante la de Guatemala. Y con un dejo de ironía,
agregó: “No esperábamos tanto (…) Lo hace porque amenazamos con aranceles (…)
Me alegro, estoy muy contento”.
El 21 de julio, cuando el procónsul Pompeo llegó a
México para evaluar los primeros 45 días del acuerdo del 7 de junio en
Washington con Marcelo Ebrard (el de refugiados por aranceles), ya no había
materia; el acuerdo era letra muerta. La vocera del Departamento de Estado,
Morgan Ortagus, dijo que su jefe agradeció a Ebrard los esfuerzos por aplicar
la ley migratoria mexicana que sugerían indicios iniciales de una reducción de
los flujos de indocumentados. Ergo, la militarización de las fronteras
mexicanas funciona, pero las condiciones habían cambiado. Por eso, el lunes 22,
entrevistado por la cadena Fox News, tras celebrar el despliegue de militares
en la frontera sur de México, Pompeo dijo que faltaba más por hacer y que
ahora, por razones de seguridad nacional, el objetivo es llegar a cero
detenciones de migrantes que ingresen de forma irregular a suelo estadunidense.
El 23 de julio, la administración Trump anunció
que, ipso facto, agentes del ICE podían ordenar la deportación inmediata
(o retiro expedito) de cualquier extranjero ingresado ilegalmente al país, sin
inter-vención judicial. Según el secretario interino de Seguridad Nacional,
Kevin McAleenan, las deportaciones aceleradas son un nuevo intento por frenar
la crisis actual en la frontera sur.
Así, 48 horas después la pinza constrictora
apretaba a Guatemala, y Trump le arrancaba al gobierno de Jimmy Morales la
firma de tercer país seguro. Como escribió Agustín Gutiérrez Canet −consorte de
la embajadora mexicana en Washington, Martha Bárcena−, en los hechos, Estados
Unidos está imponiendo su voluntad a México y Centroamérica, sin tener que
negociar tratados migratorios con sus vecinos del sur.
En rigor, subordinado a los lineamientos
geopolíticos y de seguridad hemisférica del gobernante de Estados Unidos, tras
las pasadas guerras contra el comunismo, las drogas y el terrorismo, México ya
libra otra guerra ajena.
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