Este lunes 11 de septiembre se cumplieron cincuenta años del sacrificio de Salvador Allende y del derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. La figura de Allende y la importancia de la experiencia chilena entre 1970 y 1973 se ha ido engrandeciendo con el tiempo pese a los intentos neoliberales de empequeñecerla en el propio Chile y en otros lugares del mundo.
Carlos Figueroa Ibarra / Para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Hoy en América Latina, acaso en el mundo entero, los 1047 días de la Unidad Popular muy bien pueden equipararse con los 72 días de la Comuna de París en 1871. Así como la Comuna de París fue la primera experiencia de revolución proletaria, destrucción del Estado burgués (al menos en la capital de Francia) y constitución de un nuevo Estado obrero, la experiencia de la Unidad Popular fue la primera experiencia de una revolución no armada y de consecución de una parte del poder por métodos electorales.
La estrategia seguida por la alianza de socialistas y comunistas chilenos durante los procesos electorales de 1952, 1958 y 1964 finalmente se vio coronada con el triunfo de la Unidad Popular en 1970 con un exiguo 36.3% de los votos que llevó a la presidencia del país a Salvador Allende. Dos razones le dieron a este triunfo el carácter de un parteaguas en el imaginario del socialismo revolucionario. En primer lugar, se rompió con una aseveración que en ocasiones se volvía un dogma: la revolución solamente se podría hacer a través de un acto violento fuera insurrección, foco insurreccional, guerra popular prolongada o su variante vietnamita, guerra revolucionaria del pueblo. En segundo lugar, a diferencia de la Comuna de París, de la revolución bolchevique, de la revolución china y de la revolución cubana, la fuerza revolucionaria no se adueñó totalmente del Estado, sino que el desplazamiento de la clase dominante se dio solamente en una parte de este. De allí nació la frase que se repetiría durante los tres años de la Unidad Popular: ganamos el gobierno, pero no tomamos el poder.
Este hecho hizo que una izquierda ideologizada considerara la victoria de Allende como un triunfo reformista y no un triunfo revolucionario. Esta visión izquierdista deploraba que dicho triunfo no se hubiera hecho a través del desplazamiento violento de la clase dominante con respecto al poder político en su totalidad y que las medidas revolucionarias que Allende y su gobierno tomaron desde el principio de su período, se hicieran en el marco de la institucionalidad estatal considerada burguesa. Esta percepción se nutría de los dogmas construidos durante el siglo XX y olvidaban el precepto de Lenin planteado en 1917 en el sentido de que la cuestión esencial de una revolución radicaba en quien tenía el poder. En Chile una parte importante del poder la conquistó la Unidad Popular. Olvidaban también el planteamiento de Rosa Luxemburgo de que no había que estar en contra de las reformas de manera abstracta, sino observar qué fuerza política y social las estaba realizando y por tanto el sentido que tenían.
En los 1047 días de la Unidad Popular el gobierno encabezado por Salvador Allende nacionalizó la minería y en particular el cobre, nacionalizó la banca, creó una importante área social de la propiedad con propiedades estatizadas que coexistió con el área privada y el área mixta, profundizó la reforma agraria que había comenzado Eduardo Frei, inauguró el programa medio litro de leche a los niños que redujo la cantidad de niños chilenos hospitalizados por desnutrición de un 60 a un 8% e introdujo una política exterior que expresó una independencia con respecto a los designios imperialistas. Lo que encabezó Allende fue el inicio de un proceso revolucionario que buscaba instaurar el socialismo en Chile, fue una revolución, aunque no cumpliera con todos los cánones que dictaba el pensamiento marxista dominante hasta ese momento.
Cincuenta años después de la derrota en Chile, el mundo ha cambiado de manera esencial. La revolución socialista sigue siendo una necesidad porque el capitalismo es depredador de la humanidad y de la naturaleza y nos ha metido en una crisis civilizatoria. No hay alternativa para la humanidad en el capitalismo. Luchadores anticapitalistas como Allende siguen teniendo vigencia en ese sentido. Pero después de la debacle soviética y la crisis terminal del proyecto socialdemócrata clásico, la revolución a pesar de seguir siendo una necesidad no es una realidad inminente por tanto ha dejado de tener actualidad en el sentido que le dieron Lenin, Lúckacs y Gramsci. La hegemonía neoliberal pese a su crisis ha cambiado el horizonte de los cambios que son posibles, porque como dijo preclaramente Adolfo Sánchez Vázquez en 1991 la gran paradoja de este tiempo es que nunca antes la humanidad había necesitado tanto del socialismo y nunca antes había estado tan lejos de ese socialismo.
Por ello, el horizonte más próximo es el antineoliberalismo. Y la lucha antineoliberal genera la misma reacción feroz que antaño generara el anticapitalismo: el feroz anticomunismo que ahora se ha amalgamado claramente con el neofascismo. Al igual que la experiencia de la Unidad Popular, los dos ciclos progresistas en América Latina han conquistado gobiernos pero no el poder; igualmente con ello han convertido al Estado en un territorio en disputa; igualmente la democracia es la condición sine qua non de su desenvolvimiento; como les sucedió a Allende y la Unidad Popular, enfrentan una feroz ofensiva de la dictadura mediática (a lo que ahora se agrega el Lawfare); similarmente a lo ocurrido en Chile, los gobiernos progresistas enfrentan al golpismo blando o eventualmente al militar; como trágicamente se evidenció en septiembre de 1973, el imperialismo igualmente los acosa. Pese a que el progresismo posneoliberal se diferencia de la gesta chilena en que esta buscó el socialismo, ambas experiencias están unidas en la lucha por la democracia y la justicia social. Acontece que hoy la forma más próxima de enfrentar al capital es enfrentar a su manera actual de acumulación: el neoliberalismo.
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