La fortaleza de la identidad será el elemento decisivo
para salvar la nación en estos tiempos de imposiciones e intentos de uniformar
y universalizar la vida desde una visión que se pretende imponer por vía de la
fuerza.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
El 12 de noviembre de
1814, en una proclama a los soldados de la División del general Rafael Urdaneta
en Pamplona, el Libertador pronunció una frase que quedaría para la posteridad:
“Para nosotros la patria es la América”
la cual, retomando el credo de Francisco de Miranda, adelantaba el eje central
de las ideas que menos de un año después esbozaría en la Carta de Jamaica, la
cual este año conmemora su bicentenario. Vale la pena, -en el contexto actual-
intentar una proyección de esta máxima del ideario bolivariano cuando entramos
raudos en el siglo XXI y la región se adentra en nuevas vicisitudes y se
aproxima a inéditos retos en tiempos de globalización en el marco de la
incertidumbre de un mundo que se torna agresivo y confuso.
En el proceso de
creación de estructuras supranacionales de integración se ha ido avanzando
hacia un mecanismo jurídico en el cual pueden acoplarse las instancias
nacionales con las internacionales. Estas se configurarán necesariamente sobre
el marco político-jurídico del Estado-nación, considerando que esta es la única
instancia capaz de resolver los problemas de los ciudadanos, toda vez que si
bien es cierto que los procesos se globalizan, las gestiones se localizan y la
lealtad política de los ciudadanos debe recorrer un camino para ser transferido
del Estado-nación a instancias supranacionales El sociólogo brasileño Renato
Ortiz apunta que siendo el Estado-nación una unidad en el interior de la cual
todos los individuos son ciudadanos, se puede afirmar que en el caso de América
Latina “la nación aún no se completó” Debemos considerar que si es el
nacionalismo el que crea la nación y no a la inversa, la identidad nacional
antecede a la consolidación de la nación y por tanto la construcción nacional
es anterior al proyecto nacional.
En ese ámbito, en años recientes, cuando se menciona la crisis del orden westfaliano, se hace
referencia a la pérdida de espacio de los Estados nacionales como actores
únicos del sistema internacional. Al cuestionar los Estados nacionales se
pretende por una parte, evidenciar los objetivos y las limitaciones que estos
han acreditado para solucionar los problemas modernos de nuestro tiempo y, por
otro, se pone en el tapete la existencia de un amplio espectro de temas
globales que inciden en la evolución de cada país afectando las decisiones
políticas que en él se tomen. Esto tiene relación con las severas limitaciones
introducidas en la autonomía y capacidad de decisión en cuanto a política
exterior y relaciones internacionales que han comenzado a tener los Estados en
su calidad de actores internacionales que deben participar en la toma de
decisión a nivel regional o global. La discusión surgida cobra validez en la
medida en que hay una tendencia cada vez más presente que entiende la
globalización como una expresión de universalidad. Es así, –vuelve a señalar
Ortiz- como lo global, gracias a su dimensión planetaria, involucraría lo
nacional y lo local, y por tanto su universalidad sería indiscutible.
El debate aparentemente
circunscrito a las relaciones internacionales, cobra supremo valor desde el
punto de vista de la identidad nacional, toda vez que es ella, con su entramado
de valores culturales, tradiciones históricas, compatibilidades idiomáticas,
religiosas o de otro tipo las que podrían dar solidez a la resistencia que los
países y pueblos del sur logren dar a la globalización teledirigida desde los
centros de poder en el norte del planeta. En última instancia, la fortaleza de
la identidad será el elemento decisivo para salvar la nación en estos tiempos
de imposiciones e intentos de uniformar y universalizar la vida desde una visión
que se pretende imponer por vía de la fuerza.
En este marco, el sociólogo y ensayista chileno Jorge
Larraín expone que la globalización
afecta a la identidad desde cuatro distintas perspectivas. En primer lugar,
porque “pone a individuos, grupos y naciones en contacto con una serie de
nuevos ´otros` en relación con los cuales pueden definirse a sí mismos” De
igual manera, en otro plano, opina que se ha acelerado el ritmo del cambio en
las relaciones de todo tipo, lo que le ha hecho más difícil a los individuos
entender lo que pasa, darle continuidad al pasado y al presente, de forma tal
que pueda tener una visión imperecedera de sí mismo y de su actuación. En
tercer lugar la globalización afecta la identidad porque los cambios que ha
traído tienden a desarraigar las
identidades culturales y, por tanto, se alteran las categorías a partir de las
cuáles el ciudadano construye su identidad. Esto significa que “la identidad
nacional ha sido especialmente afectada debido a la erosión de la autonomía de
las naciones-estados”. Finalmente, la globalización está haciendo surgir
identidades desterritorializadas, que se agrupan en torno a referentes que
superan los límites de los Estados-nación, integrándose en unidades de distinto
tipo y que no necesariamente fijan como elemento identitario a la nación, mucho
menos a los elementos de carácter local.
Desde otro punto de
vista, José Sánchez-Parga esboza una relación preponderante entre
globalización, cultura e identidad nacional.
Para este Doctor en filosofía y antropólogo ecuatoriano, la cultura
nacional se formó como un espacio privilegiado e intenso de relaciones
interculturales que posibilitó la aceptación de diferencias a partir de
conferirle ciertos perfiles comunes y compartidos. Esto posibilitó el
surgimiento de una cultura y una identidad nacional que ha sido siempre plural
y que no supuso la inhabilitación de las culturas regionales y locales. A
partir de ello, se puede asumir que la identidad nacional es el “tejido de
relaciones interculturales y de las identificaciones entre ellas”.
Las propuestas antes
mencionadas llevan a una serie de preguntas en torno a los efectos de la
globalización y las posibilidades reales de existencia que poseen las
identidades regionales o locales de cara al futuro o, visto de otra manera,
cuánto puede afectar la globalización a las identidades colectivas y por tanto
a la Nación.
En ese sentido, frente
a las interrogantes respecto del porvenir del Estado-nación, otros analistas
exteriorizan la idea de que éstos no sólo se van a debilitar por el impacto de la globalización
sino que por el surgimiento de vigorosas identidades colectivas que la
desafiarán. Este es el sentir del sociólogo español Manuel Castells quien parte
de una representación de identidad como construcción de sentido y experiencia
del sujeto en el contexto de relaciones de poder. Castells distingue entre lo
que llama identidades legitimadoras e identidades de resistencia, siendo las
primeras aquellas promovidas por las instituciones dominantes de la sociedad para
expandir su mandato. Las segundas, por el contrario, surgen de actores
sojuzgados que emiten una forma de resistencia contra la opresión. Este marco es el que -según este autor- ha
permitido surgir, por ejemplo a las sociedades de redes que no aceptan la
legitimación que disemina la globalización y genera, por el contrario, una
resistencia hacia ella.
(CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA)
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