La cultura del
capital educa para verse primero a sí mismo y no preocuparse de los demás y del
bien común. Este, ya lo hemos dicho varias veces, vive en el limbo desde hace
mucho tiempo.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
En el artículo anterior –La
cultura capitalista es anti-vida y anti-felicidad– intentamos,
teóricamente, mostrar que la fuerza de su perpetuación y reproducción reside en
la exacerbación de un aspecto de nuestra naturaleza, que consiste en el afán de
autoafirmarse, de fortificar el propio yo para no desaparecer o ser engullido
por los otros. Pero difumina e incluso niega el otro aspecto, igualmente
natural, el de la integración del yo y del individuo en un todo, en la especie,
de la cual es un representante.
Sin embargo no es
suficiente detenernos en este tipo de reflexión es insuficiente. Junto a ese
dato originario existe otra fuerza que garantiza la perpetuación de la cultura
capitalista. Es el hecho de que nosotros, la mayoría de la sociedad,
internalizamos los “valores” y el propósito básico del capitalismo, que es la
expansión constante del lucro, que permite un consumo ilimitado de bienes
materiales. Quien no tiene, quiere tener, quien tiene quiere tener más, y quien
tiene más dice: nunca es suficiente. Y para la gran mayoría, la competición y
no la solidaridad y la supremacía del más fuerte prevalecen sobre cualquier
otro valor en las relaciones sociales, especialmente en los negocios.
La llave para sustentar
la cultura del capital es la cultura del consumo, de la permanente adquisición
de productos nuevos: un teléfono móvil nuevo con más aplicaciones, un modelo
más sofisticado de ordenador, un estilo de zapatos o de vestido diferentes,
facilidades de crédito bancario para posibilitar la compra-consumo, aceptación
acrítica de las propagandas de productos etc.
Se ha creado una
mentalidad donde todas estas cosas se dan por naturales. En las fiestas entre
amigos o familiares y en los restaurantes se consume hasta hartarse, mientras
al mismo tiempo las noticias hablan de millones de personas que pasan hambre.
No son muchos los que se dan cuenta de esta contradicción, pues la cultura del
capital educa para verse primero a sí mismo y no preocuparse de los demás y del
bien común. Este, ya lo hemos dicho varias veces, vive en el limbo desde hace
mucho tiempo.
Pero no basta atacar la
cultura del consumo. Si el problema es sistémico, tenemos que oponerle otro
sistema, anticapitalista, antiproductivista, anticrecimiento lineal e
ilimitado. Al TINA capitalista (there is no alternative): «no hay otra
alternativa» tenemos que contraponer otra TINA humanista (there is a new
alternative): «hay una nueva alternativa».
Por todas partes surgen
brotes alternativos de los cuales cito solo tres como ejemplo: el “bien vivir”
de los pueblos andinos, que consiste en la armonía y el equilibrio de todos los
factores en la familia, en la sociedad (democracia comunitaria), con la
naturaleza (las aguas, los suelos, los paisajes) y con la Pachamama, la Madre
Tierra. La economía no se guía por la acumulación sino por la producción de lo
suficiente y decente para todos.
Segundo ejemplo: se está
fortaleciendo cada vez más el ecosocialismo, que no tiene nada que ver con el
socialismo una vez existente (que era en verdad un capitalismo de Estado), sino
con los ideales del socialismo clásico de igualdad, solidaridad, subordinación
del valor de cambio al valor de uso, con los ideales de la moderna ecología,
como ha sido excelentemente presentado entre nosotros por Michael Löwy en Qué
es el ecosocialismo (Cortez 2015) y por otros en varios países, como las
contribuciones significativas de James O’Connor y de Jovel Kovel. Ahí se
postula la economía en función de las necesidades sociales y de las exigencias
de la protección del sistema-vida y del planeta como un todo. Un socialismo
democrático, según O’Connor, tendría como objetivo una sociedad racional
fundada en el control democrático, en la igualdad social y en el predominio del
valor de uso. Löwy añade aún «que tal sociedad supone la propiedad colectiva de
los medios de producción, un planeamiento democrático que permita a la sociedad
definir los objetivos de la producción y las inversiones, y una nueva
estructura tecnológica de las fuerzas productivas» (op.cit. p.45-46). El
socialismo y la ecología comparten los valores cualitativos, irreductibles al
mercado, como la cooperación, la reducción del tiempo de trabajo para vivir el
reino de la libertad de convivir, de crear, de dedicarse a la cultura y a la
espiritualidad y a recuperar la naturaleza devastada. Este ideal está en el
ámbito de las posibilidades históricas y orienta prácticas que lo anticipan.
Un tercer modelo de
cultura yo la llamaría la “vía franciscana”. Francisco de Asís, actualizado por
Francisco de Roma es más que un nombre o un ideal religioso; es un proyecto de
vida, un espíritu y un modo de ser. Entiende la pobreza no como un no tener
sino como capacidad de desprenderse siempre de sí mismo para dar y dar, la
sencillez de vida, el consumo como sobriedad compartida, el cuidado de los
desvalidos, la confraternización universal con todos los seres de la
naturaleza, respetados como hermanos y hermanas, la alegría de vivir, de danzar
y de cantar hasta cantilenae amatoriae provenzales, cantares de amor. En
términos políticos sería un socialismo de la suficiencia y de la decencia y no
de la abundancia, por lo tanto, un proyecto radicalmente anti-capitalista y
anti-acumulador.
¿Utopías? Sí, pero
necesarias para no hundirnos en la crasa materialidad, utopías que pueden
volverse una referencia inspiradora después de la gran crisis sistémica
ecológico-social que vendrá inevitablemente como reacción de la propia Tierra
que ya no aguanta tanta devastación. Tales valores culturales sustentarán un
nuevo ensayo civilizatorio, finalmente más justo, espiritual y humano.
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