Las reglas y regulaciones
determinan en qué tipo de economía y sociedad viven las personas. Dichas reglas
y regulaciones afectan el poder de negociación relativo, con importantes
implicaciones para la desigualdad, que es un problema creciente en todo el
mundo. La pregunta es si debemos permitir que las corporaciones ricas usen
disposiciones ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo
vamos a vivir en el siglo XXI.
Joseph Stiglitz / Projecto Syndicate
Estados Unidos y el mundo
están imbuidos en un gran debate sobre los nuevos acuerdos comerciales. Tales
pactos solían ser llamados “acuerdos de libre comercio”; en los hechos, eran
acuerdos comerciales gestionados, es decir, estaban adaptados a la
medida de los intereses corporativos, que en su gran mayoría se encontraban
localizados en EE.UU. y la Unión Europea. Hoy en día, con mayor frecuencia,
tales tratos se denominan como “asociaciones”; por ejemplo, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Sin
embargo, dichos acuerdos no son asociaciones entre iguales: EE.UU. es quien, de
manera patente, dicta los términos. Afortunadamente, los “socios” de Estados
Unidos están cada vez más obstinados.
No es difícil ver por
qué. Estos acuerdos van mucho más allá del comercio, ya que también rigen sobre
la inversión y la propiedad intelectual, imponiendo cambios fundamentales a los
marcos legales, judiciales y regulatorios de los países, sin que se
reciban aportes o se asuman responsabilidades a través de las
instituciones democráticas.
Tal vez la parte más
odiosa – y más deshonesta – de esos acuerdos es la concerniente a las
disposiciones de protección a los inversores. Por supuesto, los inversores
tienen que ser protegidos contra los gobiernos defraudadores que incautan sus
bienes. Sin embargo, dichas disposiciones no se relacionan a ese punto. Se
realizaron muy pocas expropiaciones en las últimas décadas, y los inversores
que quieren protegerse pueden comprar un seguro del Organismo Multilateral de
Garantía de Inversiones, una filial del Banco Mundial; además, el gobierno
estadounidense y otros gobiernos proporcionan seguros similares. No obstante, EE.UU.
demanda que se incluyan tales disposiciones en el TPP, a pesar de que muchos de
sus “socios” tienen sistemas de protección de la propiedad y sistemas
judiciales que son tan buenos como los propios estadounidenses.
La verdadera intención de
estas disposiciones es impedir la salud, el cuidado del medio ambiente, la
seguridad, y, ciertamente, incluso tienen la intensión de impedir que actúen
las regulaciones financieras que deberían proteger a la propia economía y a los
propios ciudadanos de Estados Unidos. Las empresas pueden demandar en los
tribunales a los gobiernos, pidiéndoles recibir compensación plena por
cualquier reducción de sus ganancias futuras esperadas, que
sobreviniesen a consecuencia de cambios regulatorios.
Esto no es sólo una
posibilidad teórica. Philip Morris ha demandado judicialmente a Australia y
Uruguay por exigir etiquetas de advertencia en los cigarrillos. Es cierto, que
ambos países fueron un poco más allá en comparación con EE.UU., ya que
obligaron a los fabricantes de cigarrillos a incluir imágenes gráficas que
muestran las consecuencias del consumo de cigarrillos.
El etiquetado está
logrando su cometido, ya que es desalentador para los fumadores y disminuye el
consumo de cigarrillos. Así que ahora Philip Morris exige indemnizaciones por
la pérdida de ganancias.
En el futuro, si
descubrimos que algún otro producto causa problemas de salud (por ejemplo,
pensemos en el asbesto), los fabricantes en lugar de enfrentar demandas
judiciales por los costos que nos impone a nosotros las personas
comunes, podrían demandar a los gobiernos porque dichos gobiernos
estuviesen tratando de evitar que se maten a más personas. Lo mismo podría
suceder si nuestros gobiernos imponen regulaciones más estrictas para
protegernos de los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando presidí el Consejo
de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton, los grupos
anti-ambientalistas intentaron promulgar una disposición similar, denominada
“expropiaciones regulatorias”. Ellos sabían que una vez promulgada, las
regulaciones se frenarían, simplemente porque el gobierno no podía permitirse
el lujo de pagar las compensaciones. Afortunadamente, tuvimos éxito y ganamos
la batalla: hicimos que esta iniciativa retrocediese, tanto en los tribunales
judiciales como en el Congreso de Estados Unidos.
No obstante, ahora los
mismos grupos están intentando realizar una triquiñuela para pasar por alto los
procesos democráticos mediante la inserción de tales disposiciones en las
facturas comerciales, ya que el contenido de las mismas se mantiene, en gran
medida, en secreto para el público (pero no para las corporaciones que están
presionando para conseguir dichas inserciones). Es sólo a consecuencia de fugas
de información, y mediante charlas con los funcionarios del gobierno que
parecen estar más comprometidos con los procesos democráticos que llegamos a
conocer lo que está pasando.
Es fundamental que el
sistema de gobierno de Estados Unidos cuente con un poder judicial imparcial y público,
con normas legales construidas a lo largo de décadas, que se basen en
principios de transparencia, precedentes y en las oportunidades que otorgan a
los litigantes para que apelen las decisiones desfavorables. Todo esto está
siendo dejado de lado, ya que los nuevos acuerdos exigen que las partes se
sometan al arbitraje, que es un proceso privado, no-transparente, y muy caro.
Es más, esta forma de administración de justicia está a menudo plagada de
conflictos de intereses; por ejemplo, los árbitros pueden ser “jueces” en un
caso y defensores en un caso relacionado.
Los procesos judiciales
son tan caros que Uruguay ha tenido que recurrir a Michael Bloomberg y a otros
estadounidenses ricos, quienes están comprometidos con la salud, para poder
defenderse en el juicio planteado por Philip Morris en su contra. Y, si bien
las corporaciones pueden demandar, otros no pueden. Si hay una violación de
otros compromisos – en lo referido a las normas laborales y ambientales, por
ejemplo – los ciudadanos, sindicatos y grupos de la sociedad civil no tienen
recursos legales mediante los cuales puedan apersonarse para plantear juicios.
Si alguna vez en la
historia hubo un mecanismo de solución de controversias que sólo toma en cuenta
a una de las partes y que viola los principios básicos, este es dicho
mecanismo. Es por esto que me uní a líderes expertos en asuntos legales en
EE.UU., incluyéndose entre ellos a profesionales de las Universidades de
Harvard, Yale y Berkeley, en el envío de una carta al presidente Barack Obama
explicándole cuán perjudiciales son estos acuerdos para nuestro sistema de
justicia.
Los partidarios
estadounidenses de tales acuerdos señalan que EE.UU. han sido demandado
solamente un par de veces hasta ahora, y no ha perdido un solo caso. Las
corporaciones, sin embargo, apenas están empezando a aprender cómo utilizar
estos acuerdos para su beneficio.
Y los abogados
corporativos de alto costo en EE.UU., Europa y Japón probablemente superen a
los deficientemente remunerados abogados de los gobiernos, quienes intentan
defender el interés público. Peor aún, las corporaciones de los países
avanzados pueden crear filiales en los países miembros a través de las cuales
invierten nuevamente el dinero en sus países de origen y posteriormente
plantean demandas judiciales, lo que les brinda un nuevo canal para bloquear
las regulaciones.
En
caso de
que hubiera una necesidad de mejorar la protección de la propiedad, y en
caso de que este mecanismo privado y caro para la resolución de
controversias fuese superior a un poder judicial público, deberíamos estar
cambiando la ley no sólo para las adineradas empresas extranjeras, sino también
para nuestros propios ciudadanos y pequeñas empresas. Pero nada indica
que este sea el caso.
Las reglas y regulaciones
determinan en qué tipo de economía y sociedad viven las personas. Dichas reglas
y regulaciones afectan el poder de negociación relativo, con importantes
implicaciones para la desigualdad, que es un problema creciente en todo el
mundo. La pregunta es si debemos permitir que las corporaciones ricas usen
disposiciones ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo
vamos a vivir en el siglo XXI. Espero que los ciudadanos en EE.UU., Europa, y
el Pacífico respondan con un rotundo no.
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