Abandonar el proyecto de paz total, el más ambicioso del gobierno del cambio, no es una alternativa.
Consuelo Ahumada / Para Con Nuestra América
Es el proyecto más ambicioso del gobierno del cambio y el que enfrenta mayor resistencia y dificultades. La paz total plantea unos retos enormes. Tal como lo señaló Volker Türk, alto comisionado de la ONU para los derechos humanos, el pasado 25 de enero durante su visita a Colombia: "La magnitud de los desafíos es abrumadora: los conflictos y la violencia que han durado décadas, las desigualdades estructurales profundamente arraigadas, la discriminación y la exclusión, y la débil o inexistente presencia del Estado en muchas de las zonas rurales afectadas por los conflictos”.
Y más tarde añadió “veo un gobierno al que le importa y muestra simpatía con las personas que nosotros hemos apoyado durante muchos años. Antes sentíamos que no eran escuchados pero ahora sí vemos que son escuchados y tenidos en cuenta”.
En términos concretos, el proyecto de paz total busca desarrollar negociaciones y conversaciones simultáneas con varias organizaciones: el ELN, con el que avanza el proceso en La Habana; el autoproclamado Estado Mayor Central de las Farc (EMC), que nunca se acogió al proceso con las FARC, y con la Segunda Marquetalia, su principal disidencia. Con diferencias y contradicciones aún por saldar, a todas se les reconoce carácter político.
Adicionalmente, están las bandas criminales diversas: Clan del Golfo, Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN) y otros grupos de algunas ciudades. El objetivo con ellos es su sometimiento a la justicia, conforme a un proyecto pendiente de discusión en el Congreso.
Debe recordarse que la situación de orden público que recibió este gobierno hace 10 meses era muy complicada. El mandatario anterior se dedicó a sabotear el Acuerdo de paz, al tiempo que suspendió las negociaciones con el ELN.
Su dependencia de Uribe y su cercanía con altos mandos militares y dirigentes regionales proclives al paramilitarismo fueron evidentes. Revivieron las masacres y se incrementaron los asesinatos de líderes y lideresas sociales. Ese fue el costo de oponerse a la paz.
Por eso, abandonar el proyecto de paz total no es una alternativa. Es cierto que se han presentado múltiples tropiezos, en lo fundamental atribuibles a estos sectores ilegales. Ha habido un recrudecimiento de la violencia en varias regiones del país.
Sin embargo, hay avances. En enero pasado se anunció un cesa al fuego por seis meses con algunos de estos grupos. Como señala el informe de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, se registran resultados favorables en términos de reducción de hostilidades y desplazamientos forzados. Pero ello no significa que no haya habido varias violaciones al cese por parte de estos grupos.
La semana pasada el EMC reconoció el “ajusticiamiento” de tres adolescentes indígenas Murui, de entre 14 y 16 años, que habían huido del reclutamiento forzado por este grupo. Se produjo delante de la comunidad aterrorizada, que intentaba salvarles la vida.
La explicación que dieron de tan atroz crimen fue de un cinismo absoluto. Ante el anuncio del gobierno de suspender el cese al fuego con ese grupo en cuatro departamentos, la organización respondió anunciando más muertes y amenazando las elecciones regionales.
Pocos días después, el ELN se atribuyó un atentado –uno más- con una carga explosiva que dejó dos policías muertos y una mujer civil en Tibú, el corazón del Catatumbo, centro de la estrategia de sustitución de cultivos del gobierno. La explicación que dio el alto comisionado de paz sobre la responsabilidad de la guerrilla al reconocer el crimen no contribuye mucho a tranquilizar el ambiente.
A esto se agrega la ruptura de la tregua con el Clan del Golfo, a raíz del paro armado en defensa de la minería ilegal en el bajo Cauca antioqueño hace un par de meses.
Lo cierto es que tan difícil situación de orden público representa un duro escollo para el gobierno del cambio. Ha sido muy bien aprovechada por la extrema derecha y por sus poderosos medios para desatar una feroz campaña contra todo lo que dice o hace. Su objetivo: generar incertidumbre, inestabilidad, terror entre la población. Y los grupos armados parecen trabajar a su favor.
El pasado 12 de mayo Petro anunció ante los altos mandos del Ejército los lineamientos de su estrategia de seguridad. Precisó que en la fase actual la economía ilícita en sus distintas modalidades es el corazón de la violencia, a diferencia del período de la guerra fría. Sonó “políticamente incorrecto” en plenas negociaciones con el ELN, pero es cierto.
Ya no se trata de una disputa con el Estado sino por el control del territorio y los recursos ilícitos entre los distintos grupos. Es necesario, entonces, señaló, variar la estrategia desde el punto de vista de la fuerza pública.
El Estado debe llegar a los territorios con inversión social, educación, salud, vivienda, tierra. Brindarle oportunidades a la juventud, más allá de las armas y el crimen, construir justicia social.
Ante todo, debe evitarse el choque entre el Ejército y las comunidades. Insistió en que debe atacarse la estructura empresarial de la cocaína, su transporte, priorizar la interdicción. No a la fumigación, que ataca a los campesinos.
Así, la estrategia de seguridad no puede centrarse en la erradicación y en atacar a la población. Si se pierde el pueblo, se pierde la guerra.
En síntesis, hay que afinar el proyecto, revisar inconsistencias, agilizar decisiones y políticas. El presidente y sus funcionarios deben evitar declaraciones ambiguas, inconvenientes. La fuerza pública debe continuar la defensa del territorio nacional, con la prioridad de proteger a las comunidades. La paz total es el único camino.
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