La derecha performática y disparatada puede existir y prosperar porque hay amplios grupos poblacionales cansados de la política, que no ven en ella el canal para resolver sus acuciantes problemas cotidianos, y se decantan por los que, como ellos, apuestan por echarlo todo por la borda haciendo borrón y cuenta nueva.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Esto viene ocurriendo de forma clara y evidente desde la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos. La impronta de Trump en la política mundial ha sido vasta, aunque no fue más que la concreción de una tendencia que venía creciendo larvadamente en todo el mundo y que, como ocurre con frecuencia en nuestros tiempos, se expresó nítidamente y de forma contundente en Estados Unidos.
Luego, ha habido variantes del modelo Trump, unas más estrambóticas que otras, dependiendo del lugar y en el contexto en el que se expresen, pero ya es evidente que constituyen expresiones propias de la política contemporánea. En América Latina, las hay estridentes, expresadas en los casos de Jair Bolsonaro en Brasil o el de Javier Milei en Argentina, y otras menos aspaventosas, como la del presidente de Costa Rica, Rodrigo Chaves.
Esta nueva derecha no abandona su credo neoliberal, todo lo contrario, lo profundiza y asume una agenda cultural según la cual quedarían como los campeones guardianes de la moral tradicional. Se oponen al matrimonio igualitario, al aborto, a lo que catalogan como la «ideología de género», y consideran un cuento chino el calentamiento global. Piensan que todo eso forma parte de lo que llaman «marxismo cultural», que los más sofisticados de ellos creen que son derivaciones contemporáneas del pensamiento de Gramsci, es decir -y utilizando nosotros mismos la terminología gramsciana- un aggiornamento de las ideas comunistas.
En su momento, Donald Trump provocó un impacto incluso desconcertante por las cosas que decía y proponía. Trump proviene de la tradición del espectáculo televisivo estadounidense, que vive del rating y, por lo tanto, está acostumbrado a crear situaciones impactantes que golpean al espectador, y ese modus operandi lo trasladó la política, acentuando su carácter de show preocupado en llamar la atención y despertar adhesiones emotivas con altas dosis de irracionalidad.
Un show es lo que montó en las elecciones argentinas Javier Milei, que incluye desde su estrambótico atuendo hasta los símbolos que enarbola, como la motosierra con la que representa la poda que hará del aparato gubernamental y las cabezas que cortará. El carácter de show y, por lo tanto, de impostura, quedó patente cuando, inmediatamente después de la primera vuelta de las elecciones, habiendo salido elegido para participar en el balotaje, su necesidad de buscar aliados en una derecha más moderada que la suya lo llevó a cambiar su actitud histriónica.
Claro que se trata solamente de una puesta en escena, porque quienes se autocatalogan como outsiders no son más que parte de una mascarada que vende más de lo mismo y que más bien profundiza las negativas condiciones creadas desde hace más de cuarenta años por el modelo neoliberal.
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