sábado, 9 de mayo de 2015

América Central ante el desafío del cambio climático

El cambio climático impone a nuestros países una realidad implacable: la necesidad de transformar y subvertir el modelo o estilo de maldesarrollo que impera en la región, y cuyos desequilibrios se expresan ya en todos los ordenes de la vida social y ambiental.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) publicó en febrero de este año un informe titulado La economía del cambio climático en América Latina y el Caribe. Paradojas y desafíos del desarrollo sostenible, un documento que formula fuertes críticas al estilo de desarrollo dominante en el continente, al que caracteriza como insostenible, y lanza señales de alarma sobre distintos escenarios de impacto inminente del cambio climático y sus fenómenos asociados, si esa concepción del consumo de bienes y recursos, de la distribución de la riqueza, y en general, de las relaciones entre naturaleza y sociedad, no cambian. Lo anterior con el agravante de que sobre nuestros pueblos de América Central pende, mortal, la paradoja del maldesarrollo planetario: somos una de las regiones que menos contribuyen a la producción y emisión de gases de efecto invernadero, pero, al mismo tiempo, por la acción irracional de las economías y sistemas productivos industrializados, estamos altamente expuestos a las consecuencias del cambio climático.

Para América Central, el informe de CEPAL describe escenarios futuros, elaborados a partir de proyecciones climáticas, en los que retoma las advertencias que otros organismos internacionales –como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático- vienen emitiendo reiteradamente a lo largo de esta década. Por ejemplo, los impactos sociales, económicos y ambientales asociados al aumento de la temperatura en 0,54º C en el último medio siglo, y la perspectiva de que esta tendencia se mantenga en los próximos 100 años, hasta alcanzar un aumento de 1,6 a 4°C en el peor de los escenarios; a los “cambios en los niveles de precipitación de entre un -22% y un 7% hacia fines del siglo XXI” (p. 22), es decir, períodos de sequías graves alternados con severas inundaciones en distintas épocas del año, lo que supone que serán necesarios “procesos de adaptación en los ciclos y las prácticas agrícolas, y en el manejo y el diseño de las centrales hidroeléctricas” (p. 50); o a la progresiva destrucción de ecosistemas marinos, que se evidencia en “los diversos eventos de decoloración de los corales en la zona mesoamericana, especialmente asociados al aumento de la temperatura y el nivel de acidificación del mar, y la pérdida de manglares” (p. 43).

Asimismo, se anticipan pérdidas significativas en “los rendimientos del maíz, el frijol y el arroz podrían bajar hasta un 35%, un 43% y un 50%, respectivamente, hacia finales del siglo”, esto en el escenario menos optimista, lo que tendría consecuencias directas en un sector, el agropecuario, que emplea al 30% de la población ocupada: en su mayoría, productores que “llevan adelante una agricultura de subsistencia a escala familiar, pero quizá también repercutan en la seguridad alimentaria, la pobreza e, incluso, en la dependencia de las importaciones de granos básicos, que ya han aumentado en las últimas tres décadas” (p. 50).  Este deterioro de las condiciones de producción agrícola, uno de los pilares del estilo de desarrollo dominante en América Central, provocaría a su vez una intensificación de los “procesos de degradación y destrucción de la biodiversidad” producto del cambio de uso de suelos y la deforestación, al punto de registrarse una reducción de al menos el 13% durante el siglo XXI; en los peores escenarios, esa pérdida alcanzaría desde un 33% hasta un 58% de la biodiversidad regional (p. 53).

¿Qué hacer frente a estas amenazas y desafíos? El informa de CEPAL aporta algunas alternativas (p. 55), cuya puesta en práctica en sociedades como las nuestras, atravesadas por mil y una contradicciones, implica profundizar –cuando no radicalizar- las acciones que ya intentan poner en marcha los países en el marco del Sistema de Integración Centroamericana: entre otras medidas, se recomienda avanzar en el mejoramiento de la calidad de vida de la población; la protección, conservación y restauración efectiva de los ecosistemas; hacer más eficiente el uso del agua, mejorar su calidad y reciclarla “en los sectores de demanda doméstica, agropecuaria, industrial y de servicios”; “blindar la  seguridad alimentaria ante el cambio climático, particularmente los granos básicos, y transitar hacia una agricultura más sostenible e incluyente”, lo que supone un reto mayúsculo para países que “han experimentado una descapitalización del medio rural y el desmantelamiento de programas de titulación de tierras, extensión, reducción de pérdidas poscosechas, acceso a los mercados y fortalecimiento de las capacidades” de los productores.

Como lo demuestran estos ejercicios prospectivos, el cambio climático impone a nuestros países una realidad implacable: la necesidad impostergable de transformar y subvertir el modelo o estilo de maldesarrollo que impera en la región, y cuyos desequilibrios se expresan ya en todos los ordenes de la vida social y ambiental.

Por desgracia, y a pesar de los discursos más o menos progresistas que se escuchan en algunos presidentes, e inclusive de sus giros y matices antiimperialistas y posneoliberales, ningún gobierno de América Central cuestiona ese estilo de desarrollo depredador, ni pretende subvertir al capitalismo que lo impulsa en su voracidad. Como bien dice el intelectual español Jorge Riechmann, “estamos consumiendo el planeta como si no hubiera un mañana”, pero miramos hacia otra parte, hacia el autoengaño de una pretendida humanización del sistema económico que nos gobierna, sin reparar en el hecho, ya incuestionable, de que en nuestro tiempo “el síntoma se llama calentamiento climático, pero la enfermedad se llama capitalismo”.

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