El cambio climático
impone a nuestros países una realidad implacable: la necesidad de
transformar y subvertir el modelo o estilo de maldesarrollo que impera en la
región, y cuyos desequilibrios se expresan ya en todos los ordenes de la vida
social y ambiental.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La Comisión Económica
para América Latina (CEPAL) publicó en febrero de este año un informe titulado La economía del cambio climático en América Latina y el Caribe.
Paradojas y desafíos del desarrollo sostenible, un documento que
formula fuertes críticas al estilo de desarrollo dominante en el continente, al
que caracteriza como insostenible, y lanza señales de alarma sobre distintos
escenarios de impacto inminente del cambio climático y sus fenómenos asociados,
si esa concepción del consumo de bienes y recursos, de la distribución de la
riqueza, y en general, de las relaciones entre naturaleza y sociedad, no
cambian. Lo anterior con el agravante de que sobre nuestros pueblos de América
Central pende, mortal, la paradoja del maldesarrollo
planetario: somos una de las regiones que menos contribuyen a la producción y
emisión de gases de efecto invernadero, pero, al mismo tiempo, por la acción
irracional de las economías y sistemas productivos industrializados, estamos
altamente expuestos a las consecuencias del cambio climático.
Para América Central,
el informe de CEPAL describe escenarios futuros, elaborados a partir de
proyecciones climáticas, en los que retoma las advertencias que otros
organismos internacionales –como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre
el Cambio Climático- vienen emitiendo reiteradamente a lo largo de esta década.
Por ejemplo, los impactos sociales, económicos y ambientales asociados al
aumento de la temperatura en 0,54º C en el último medio siglo, y la perspectiva
de que esta tendencia se mantenga en los próximos 100 años, hasta alcanzar un aumento
de 1,6 a 4°C en el peor de los escenarios; a los “cambios en los niveles de
precipitación de entre un -22% y un 7% hacia fines del siglo XXI” (p. 22), es
decir, períodos de sequías graves alternados con severas inundaciones en
distintas épocas del año, lo que supone que serán necesarios “procesos de
adaptación en los ciclos y las prácticas agrícolas, y en el manejo y el diseño
de las centrales hidroeléctricas” (p. 50); o a la progresiva destrucción de
ecosistemas marinos, que se evidencia en “los diversos eventos de decoloración
de los corales en la zona mesoamericana, especialmente asociados al aumento de
la temperatura y el nivel de acidificación del mar, y la pérdida de manglares”
(p. 43).
Asimismo, se anticipan
pérdidas significativas en “los rendimientos del maíz, el frijol y el arroz
podrían bajar hasta un 35%, un 43% y un 50%, respectivamente, hacia finales del
siglo”, esto en el escenario menos optimista, lo que tendría consecuencias
directas en un sector, el agropecuario, que emplea al 30% de la población ocupada:
en su mayoría, productores que “llevan adelante una agricultura de subsistencia
a escala familiar, pero quizá también repercutan en la seguridad alimentaria,
la pobreza e, incluso, en la dependencia de las importaciones de granos
básicos, que ya han aumentado en las últimas tres décadas” (p. 50). Este deterioro de las condiciones de
producción agrícola, uno de los pilares del estilo de desarrollo dominante en América
Central, provocaría a su vez una intensificación de los “procesos de
degradación y destrucción de la biodiversidad” producto del cambio de uso de
suelos y la deforestación, al punto de registrarse una reducción de al menos el
13% durante el siglo XXI; en los peores escenarios, esa pérdida alcanzaría
desde un 33% hasta un 58% de la biodiversidad regional (p. 53).
¿Qué hacer frente a
estas amenazas y desafíos? El informa de CEPAL aporta algunas alternativas (p.
55), cuya puesta en práctica en sociedades como las nuestras, atravesadas por
mil y una contradicciones, implica profundizar –cuando no radicalizar- las
acciones que ya intentan poner en marcha los países en el marco del Sistema de Integración
Centroamericana: entre otras medidas, se recomienda avanzar en el mejoramiento
de la calidad de vida de la población; la protección, conservación y
restauración efectiva de los ecosistemas; hacer más eficiente el uso del agua,
mejorar su calidad y reciclarla “en los sectores de demanda doméstica, agropecuaria,
industrial y de servicios”; “blindar la seguridad
alimentaria ante el cambio climático, particularmente los granos básicos, y
transitar hacia una agricultura más sostenible e incluyente”, lo que supone un
reto mayúsculo para países que “han experimentado una descapitalización del medio
rural y el desmantelamiento de programas de titulación de tierras, extensión,
reducción de pérdidas poscosechas, acceso a los mercados y fortalecimiento de
las capacidades” de los productores.
Como lo demuestran
estos ejercicios prospectivos, el cambio climático impone a nuestros países una
realidad implacable: la necesidad impostergable de transformar y subvertir el modelo
o estilo de maldesarrollo que impera
en la región, y cuyos desequilibrios se expresan ya en todos los ordenes de la
vida social y ambiental.
Por desgracia, y a
pesar de los discursos más o menos progresistas que se escuchan en algunos
presidentes, e inclusive de sus giros y matices antiimperialistas y
posneoliberales, ningún gobierno de América Central cuestiona ese estilo de
desarrollo depredador, ni pretende subvertir al capitalismo que lo impulsa en
su voracidad. Como bien dice el intelectual español Jorge
Riechmann, “estamos consumiendo el planeta como si no hubiera un mañana”, pero
miramos hacia otra parte, hacia el autoengaño de una pretendida humanización del sistema económico que
nos gobierna, sin reparar en el hecho, ya incuestionable, de que en nuestro
tiempo “el síntoma se llama calentamiento climático, pero la enfermedad se
llama capitalismo”.
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