Un siglo atrás, el sueño argentino de ser una potencia mundial estaba en su apogeo. Hoy el clima es muy distinto, demasiadas frustraciones, una larga y paulatina decadencia, dictaduras, miles de muertos, derrotas militares y corrupción hicieron añicos el sueño argentino. ¿Cómo pudo una nación que prometía ser tan gloriosa llegar a esto?
Sergio Wischñevsky * / Página12
Los preparativos para el Bicentenario ya están en marcha. No tienen, claro está, la magnitud ni las pretensiones de los festejos del Centenario. Un siglo atrás, el sueño argentino de ser una potencia mundial estaba en su apogeo, la gloria se vislumbraba hacia el futuro y la historia de esa gran nación se narraba plagada de héroes claros y decididos.
Hoy el clima es muy distinto, demasiadas frustraciones, una larga y paulatina decadencia, dictaduras, miles de muertos, derrotas militares y corrupción hicieron añicos el sueño argentino. Entonces el porvenir se tornó sombrío, sin sueños colectivos, cada uno apostando a la salvación individual o a lo sumo sectorial. ¿Cómo pudo una nación que prometía ser tan gloriosa llegar a esto? Lo sombrío se adueñó también del pasado y aparecieron los refutadores de mitos, los buscadores de miserias en los héroes, las explicaciones esencialistas. Y se fundaron nuevos mitos.
La llamada historia oficial ya no es tal. Nadie la sostiene. Ni siquiera es parte de los nuevos manuales escolares. Sin embargo, hay que reconocer que perdura en el sentido común general. Y su presencia es fuerte, aunque más no sea, para ser objeto de fuertes críticas. Podríamos decir que su creador fue Bartolomé Mitre, que eligió contar una historia que erigía próceres y villanos, pero que intentaba dar un sentido único al torrente de acontecimientos que se sucedieron desde mayo de 1810. Como bien definió Eric Hobsbawm, se trataba de inventar una tradición unificadora para una sociedad en plena formación y atravesada por múltiples contradicciones.
La historiografía argentina contemporánea parece circular básicamente por dos carriles: la historia académica y la historia de divulgación, por llamarla de alguna manera.
Los esfuerzos académicos florecen en múltiples investigaciones en todo el país, que con gran rigor y disímil calidad han logrado avanzar en muchos conocimientos. Pero esto se ha desarrollado de manera muy fragmentaria y no han conseguido, ni se lo han propuesto, poner esos conocimientos al servicio de un debate social intra y extraacadémico que nos ayude a interrogar sobre qué tipo de sociedad somos.
Este vacío lo han llenado historiadores que han tenido el enorme mérito de lograr un creciente interés por la historia armando un relato seductor con el recurso de relacionar los hechos históricos con temas de actualidad, convirtiendo a la historia argentina en una pelea de los malos de siempre contra los buenos. El máximo exponente de esta modalidad es Felipe Pigna. Sin embargo, el problema es que a pesar de la supuesta intención de disolver mitos, se cae en la vieja trampa del nacionalismo esencialista y se afirma hasta el cansancio que los argentinos fuimos siempre iguales, hay corruptos desde nuestros orígenes, vendepatrias, etc. Como si los motivos de nuestro fracaso lo lleváramos en el ADN nacional.
La idea de Nación fue concebida en sus orígenes, en la época de la Revolución Francesa, con un sentido inclusivo, pertenecían a ella todos aquellos dispuestos a luchar por la libertad. Luego el sentido del nacionalismo devino excluyente, si se era francés no se podía ser alemán, llegando al extremo nazi que igualó la nacionalidad con la raza. Pero en el fondo, todos los nacionalismos surgidos en el siglo XIX y principios del XX manejaban una concepción esencialista de lo nacional, se hablaba del ser nacional, de lo argentino, características que tendríamos, que adquirimos, por el solo hecho de ser argentinos.
Pero ¿qué es una nacionalidad? El historiador inglés Benedict Anderson lo define como una “comunidad imaginada”, de la que podemos sentirnos parte a pesar de que nunca conoceremos a la inmensa mayoría de sus integrantes.
Esta definición evidentemente se aleja de la idea de una esencia y hace hincapié en el hecho de que una nacionalidad no es un fenómeno natural ni eterno ni racial, sino que es una construcción social. Esta conclusión no está exenta de consecuencias. Si lo nacional es una invención, con toda una mitología que la sostiene, armada desde la escuela, los museos, los nombres de las calles, los monumentos y un relato histórico acorde, hay quien asocia invención con falsedad y da por tierra con el nacionalismo, que entró en un verdadero desprestigio después de la última dictadura. Pero invención también refiere la idea de creación. Una comunidad imaginada, así como fue la nación, podría ser otra, tal vez más abarcativa con nuestros vecinos, no exenta de tensiones, pero con mecanismos más democráticos para resolverlas, el peso habría que ponerlo en la palabra comunidad, que es el sentido de pertenencia que más se ha desarticulado y que más solos nos ha dejado a los individuos y, por lo tanto, más vulnerables. El Bicentenario más que un recordatorio de nuestra esencia podría ser una oportunidad para pensar cómo nos queremos imaginar como sociedad. Y animarnos.
Hoy el clima es muy distinto, demasiadas frustraciones, una larga y paulatina decadencia, dictaduras, miles de muertos, derrotas militares y corrupción hicieron añicos el sueño argentino. Entonces el porvenir se tornó sombrío, sin sueños colectivos, cada uno apostando a la salvación individual o a lo sumo sectorial. ¿Cómo pudo una nación que prometía ser tan gloriosa llegar a esto? Lo sombrío se adueñó también del pasado y aparecieron los refutadores de mitos, los buscadores de miserias en los héroes, las explicaciones esencialistas. Y se fundaron nuevos mitos.
La llamada historia oficial ya no es tal. Nadie la sostiene. Ni siquiera es parte de los nuevos manuales escolares. Sin embargo, hay que reconocer que perdura en el sentido común general. Y su presencia es fuerte, aunque más no sea, para ser objeto de fuertes críticas. Podríamos decir que su creador fue Bartolomé Mitre, que eligió contar una historia que erigía próceres y villanos, pero que intentaba dar un sentido único al torrente de acontecimientos que se sucedieron desde mayo de 1810. Como bien definió Eric Hobsbawm, se trataba de inventar una tradición unificadora para una sociedad en plena formación y atravesada por múltiples contradicciones.
La historiografía argentina contemporánea parece circular básicamente por dos carriles: la historia académica y la historia de divulgación, por llamarla de alguna manera.
Los esfuerzos académicos florecen en múltiples investigaciones en todo el país, que con gran rigor y disímil calidad han logrado avanzar en muchos conocimientos. Pero esto se ha desarrollado de manera muy fragmentaria y no han conseguido, ni se lo han propuesto, poner esos conocimientos al servicio de un debate social intra y extraacadémico que nos ayude a interrogar sobre qué tipo de sociedad somos.
Este vacío lo han llenado historiadores que han tenido el enorme mérito de lograr un creciente interés por la historia armando un relato seductor con el recurso de relacionar los hechos históricos con temas de actualidad, convirtiendo a la historia argentina en una pelea de los malos de siempre contra los buenos. El máximo exponente de esta modalidad es Felipe Pigna. Sin embargo, el problema es que a pesar de la supuesta intención de disolver mitos, se cae en la vieja trampa del nacionalismo esencialista y se afirma hasta el cansancio que los argentinos fuimos siempre iguales, hay corruptos desde nuestros orígenes, vendepatrias, etc. Como si los motivos de nuestro fracaso lo lleváramos en el ADN nacional.
La idea de Nación fue concebida en sus orígenes, en la época de la Revolución Francesa, con un sentido inclusivo, pertenecían a ella todos aquellos dispuestos a luchar por la libertad. Luego el sentido del nacionalismo devino excluyente, si se era francés no se podía ser alemán, llegando al extremo nazi que igualó la nacionalidad con la raza. Pero en el fondo, todos los nacionalismos surgidos en el siglo XIX y principios del XX manejaban una concepción esencialista de lo nacional, se hablaba del ser nacional, de lo argentino, características que tendríamos, que adquirimos, por el solo hecho de ser argentinos.
Pero ¿qué es una nacionalidad? El historiador inglés Benedict Anderson lo define como una “comunidad imaginada”, de la que podemos sentirnos parte a pesar de que nunca conoceremos a la inmensa mayoría de sus integrantes.
Esta definición evidentemente se aleja de la idea de una esencia y hace hincapié en el hecho de que una nacionalidad no es un fenómeno natural ni eterno ni racial, sino que es una construcción social. Esta conclusión no está exenta de consecuencias. Si lo nacional es una invención, con toda una mitología que la sostiene, armada desde la escuela, los museos, los nombres de las calles, los monumentos y un relato histórico acorde, hay quien asocia invención con falsedad y da por tierra con el nacionalismo, que entró en un verdadero desprestigio después de la última dictadura. Pero invención también refiere la idea de creación. Una comunidad imaginada, así como fue la nación, podría ser otra, tal vez más abarcativa con nuestros vecinos, no exenta de tensiones, pero con mecanismos más democráticos para resolverlas, el peso habría que ponerlo en la palabra comunidad, que es el sentido de pertenencia que más se ha desarticulado y que más solos nos ha dejado a los individuos y, por lo tanto, más vulnerables. El Bicentenario más que un recordatorio de nuestra esencia podría ser una oportunidad para pensar cómo nos queremos imaginar como sociedad. Y animarnos.
* Profesor de historia.
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