Con el gobierno colombiano como punta de lanza, Estados Unidos intenta fracturar el consenso progresista, nacionalista y popular latinoamericano a solo unas semanas de la V Cumbre de la Américas. Al mismo tiempo, inscribe a la región en la geopolítica de las nuevas coordenadas del terrorismo internacional, según Obama: Afganistán.
NOTA RELACIONADA: Bogotá y su visión militarista, de Matías Mongan / Agencia Periodística del Mercosur.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Las declaraciones recientes del Ministro de Defensa de Colombia, Juan Manuel Santos, frente a dos hechos puntuales, han dicho más en estos días sobre la continuidad de la política exterior de G.W. Bush en el (aparente) cambio de Barack Obama, que las ambiguas explicaciones que los nuevos funcionarios de la Secretaría de Estado esgrimen para maquillar su desconcierto –o sus maniobras furtivas- frente a una región que apuntala su independencia de la potencia del norte.
El pasado 28 de febrero, el Ministro de Defensa anunció el descubrimiento de un complejo de cavernas en el departamento del Meta, que aparentemente sería utilizado por las FARC. Santos aseguró a la agencia AFP que "esto es algo similar a lo que usan los talibanes [en Afganistán] que se meten en túneles entre la tierra y dificultan su persecución", y reivindicó el cumplimiento de la orden dada por el presidente Álvaro Uribe: "sacar a esos bandidos de sus últimas madrigueras" [y] "eso es lo que estamos haciendo". El diario El Universal de Caracas aportó lo suyo en la construcción de este giro geopolítico del relato de identidad narco-terrorista: "Las FARC, consideradas como una organización terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea, son acusadas de obtener millonarios ingresos de la producción y el tráfico de cocaína, mientras que los talibanes son señalados de estar implicados en la fabricación y comercialización de heroína”.
Un día después, el 1 de marzo, al conmemorarse el primer año de la incursión ilegal del ejército de Colombia –con apoyo del ejército de los Estados Unidos- en Sucumbíos, Ecuador, el Ministro de Defensa colombiano montó de nuevo en sus palabras desafiantes y alabó la doctrina Uribe inaugurada en aquel ataque: un calco de la doctrina de guerra preventiva de G.W. Bush, según la cual las fuerzas militares de un Estado pueden perseguir y atacar a los terroristas allí donde se encuentren.
Aún más, el Ministro aseguró que las fuerzas militares colombianas podrían incursionar en cualquier país “donde se escondan los terroristas”, justificando esta amenaza con el falaz argumento de que la doctrina Uribe “es un acto de legítima defensa y una doctrina cada vez más aceptada por la comunidad y el derecho internacional”. Las reacciones de condena a esta prepotente actitud no se han hecho esperar por parte de Ecuador y Venezuela.
Santos, hombre fuerte de la oligarquía colombiana y pieza clave del intervencionismo estadounidense en la región, reproduce en sus declaraciones la matriz ideológica del discurso bushiano y, al mismo tiempo, traslada al contexto latinoamericano las nuevas coordenadas del terrorismo internacional (Afganistán), según lo ha propuesto la actual dirección político-militar de los Estados Unidos. El enemigo ya no está en Irak, sino que ahora se oculta en las remotas y lúgubres cavernas afganas. Y también en las cavernas colombianas, o en las de cualquier país latinoamericano que, desde la perspectiva del gobierno colombiano (que en esto no difiere del enfoque estadounidense), preste ayuda a los insurgentes (o “ratas”, como gusta llamarlos el Ministro Santos). Allí hay que buscarlos. Allí hay que movilizar la inmensa y costosa maquinaria de la guerra infinita. Por lo tanto, se justifica la intervención militar en cualquier territorio que dé abrigo a los nuevos talibanes latinoamericanos.
Resulta evidente que el presidente Uribe, cada vez más agobiado por la crisis interna y por la creciente movilización de la sociedad civil, intenta establecer puentes con la Administración Obama y su reorientación de la guerra contra el terrorismo hacia Afganistán. En esa línea se inscribe “la oferta del gobierno colombiano de enviar policías a contribuir a formar la policía afgana y militares especialistas en erradicación de minas antipersonales y en erradicación de narcotráfico”, como lo explica Alejo Vargas Velázquez, profesor de la Universidad Nacional de Colombia. (“Estados Unidos, Afganistán y Colombia”, 05-03-2009, en: http://alainet.org/active/29232&lang=es ).
Sin duda, la guerra contra el terrorismo, como concepto maleable y re-significado en múltiples contextos geopolíticos, ocupará un lugar esencial en la política exterior de Estados Unidos en los próximos años, y el gobierno Uribe, con la capacidad institucional y logística desarrollada con el Plan Colombia I y II, y el Plan Patriota, se presenta como un aliado de excepción. Aquí, de nuevo, la herencia de Bush pervive en Obama y su gabinete político y militar.
Colombia podría convertirse en el eje desde el cual Obama y Hillary Clinton articularían lo que ya se perfila como una política de doble cara para América Latina: esa que, por un lado, felicita los procesos de consulta popular en Bolivia y Venezuela; y por el otro, acusa a los gobiernos de ambos países, los talibanes latinoamericanos, de “traficar temor”, de no contribuir al combate del narcotráfico y de violar los derechos humanos. Una política exterior que no le perdona al pueblo ecuatoriano su arrebato de soberanía, al aprobar la prohibición constitucional de instalar bases militares extranjeras en su territorio.
Tal es el escenario que Uribe y Santos intentan aprovechar con su ofensiva retórica e ideológica, y con el ofrecimiento de capacitación a la policía afgana (la oferta no incluye, todavía, cursos sobre desaparición de falsos positivos).
Un dato más: estas disputas se reactivan a solo unas semanas de la V Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago, primer encuentro de Obama con los presidentes de América Latina. ¿Intenta Estados Unidos, a través de su aliado subimperial, fracturar el consenso progresista, nacionalista y popular latinoamericano, y debilitar con ello los focos de la resistencia social y de producción de alternativas posneoliberales en la región? La hipótesis no es descabellada.
En momentos en que Estados Unidos carece de la fuerza diplomática para impulsar la reconstitución de su proyecto hegemónico en las Américas –que en definitiva es el proyecto de Obama-, la alternativa de la fragmentación regional, la deslegitimación de los interlocutores latinoamericanos (como Venezuela, Bolivia o Ecuador) y la exacerbación de los conflictos bilaterales se presenta como una valiosa herramienta de Washington para lo único que puede aspirar en estos momentos en América Latina: ganar tiempo y espacios con gestos de fuerza imperial, pero vacíos de sentido de unidad continental.
Sobre este tema me referiré en un próximo artículo.
El pasado 28 de febrero, el Ministro de Defensa anunció el descubrimiento de un complejo de cavernas en el departamento del Meta, que aparentemente sería utilizado por las FARC. Santos aseguró a la agencia AFP que "esto es algo similar a lo que usan los talibanes [en Afganistán] que se meten en túneles entre la tierra y dificultan su persecución", y reivindicó el cumplimiento de la orden dada por el presidente Álvaro Uribe: "sacar a esos bandidos de sus últimas madrigueras" [y] "eso es lo que estamos haciendo". El diario El Universal de Caracas aportó lo suyo en la construcción de este giro geopolítico del relato de identidad narco-terrorista: "Las FARC, consideradas como una organización terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea, son acusadas de obtener millonarios ingresos de la producción y el tráfico de cocaína, mientras que los talibanes son señalados de estar implicados en la fabricación y comercialización de heroína”.
Un día después, el 1 de marzo, al conmemorarse el primer año de la incursión ilegal del ejército de Colombia –con apoyo del ejército de los Estados Unidos- en Sucumbíos, Ecuador, el Ministro de Defensa colombiano montó de nuevo en sus palabras desafiantes y alabó la doctrina Uribe inaugurada en aquel ataque: un calco de la doctrina de guerra preventiva de G.W. Bush, según la cual las fuerzas militares de un Estado pueden perseguir y atacar a los terroristas allí donde se encuentren.
Aún más, el Ministro aseguró que las fuerzas militares colombianas podrían incursionar en cualquier país “donde se escondan los terroristas”, justificando esta amenaza con el falaz argumento de que la doctrina Uribe “es un acto de legítima defensa y una doctrina cada vez más aceptada por la comunidad y el derecho internacional”. Las reacciones de condena a esta prepotente actitud no se han hecho esperar por parte de Ecuador y Venezuela.
Santos, hombre fuerte de la oligarquía colombiana y pieza clave del intervencionismo estadounidense en la región, reproduce en sus declaraciones la matriz ideológica del discurso bushiano y, al mismo tiempo, traslada al contexto latinoamericano las nuevas coordenadas del terrorismo internacional (Afganistán), según lo ha propuesto la actual dirección político-militar de los Estados Unidos. El enemigo ya no está en Irak, sino que ahora se oculta en las remotas y lúgubres cavernas afganas. Y también en las cavernas colombianas, o en las de cualquier país latinoamericano que, desde la perspectiva del gobierno colombiano (que en esto no difiere del enfoque estadounidense), preste ayuda a los insurgentes (o “ratas”, como gusta llamarlos el Ministro Santos). Allí hay que buscarlos. Allí hay que movilizar la inmensa y costosa maquinaria de la guerra infinita. Por lo tanto, se justifica la intervención militar en cualquier territorio que dé abrigo a los nuevos talibanes latinoamericanos.
Resulta evidente que el presidente Uribe, cada vez más agobiado por la crisis interna y por la creciente movilización de la sociedad civil, intenta establecer puentes con la Administración Obama y su reorientación de la guerra contra el terrorismo hacia Afganistán. En esa línea se inscribe “la oferta del gobierno colombiano de enviar policías a contribuir a formar la policía afgana y militares especialistas en erradicación de minas antipersonales y en erradicación de narcotráfico”, como lo explica Alejo Vargas Velázquez, profesor de la Universidad Nacional de Colombia. (“Estados Unidos, Afganistán y Colombia”, 05-03-2009, en: http://alainet.org/active/29232&lang=es ).
Sin duda, la guerra contra el terrorismo, como concepto maleable y re-significado en múltiples contextos geopolíticos, ocupará un lugar esencial en la política exterior de Estados Unidos en los próximos años, y el gobierno Uribe, con la capacidad institucional y logística desarrollada con el Plan Colombia I y II, y el Plan Patriota, se presenta como un aliado de excepción. Aquí, de nuevo, la herencia de Bush pervive en Obama y su gabinete político y militar.
Colombia podría convertirse en el eje desde el cual Obama y Hillary Clinton articularían lo que ya se perfila como una política de doble cara para América Latina: esa que, por un lado, felicita los procesos de consulta popular en Bolivia y Venezuela; y por el otro, acusa a los gobiernos de ambos países, los talibanes latinoamericanos, de “traficar temor”, de no contribuir al combate del narcotráfico y de violar los derechos humanos. Una política exterior que no le perdona al pueblo ecuatoriano su arrebato de soberanía, al aprobar la prohibición constitucional de instalar bases militares extranjeras en su territorio.
Tal es el escenario que Uribe y Santos intentan aprovechar con su ofensiva retórica e ideológica, y con el ofrecimiento de capacitación a la policía afgana (la oferta no incluye, todavía, cursos sobre desaparición de falsos positivos).
Un dato más: estas disputas se reactivan a solo unas semanas de la V Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago, primer encuentro de Obama con los presidentes de América Latina. ¿Intenta Estados Unidos, a través de su aliado subimperial, fracturar el consenso progresista, nacionalista y popular latinoamericano, y debilitar con ello los focos de la resistencia social y de producción de alternativas posneoliberales en la región? La hipótesis no es descabellada.
En momentos en que Estados Unidos carece de la fuerza diplomática para impulsar la reconstitución de su proyecto hegemónico en las Américas –que en definitiva es el proyecto de Obama-, la alternativa de la fragmentación regional, la deslegitimación de los interlocutores latinoamericanos (como Venezuela, Bolivia o Ecuador) y la exacerbación de los conflictos bilaterales se presenta como una valiosa herramienta de Washington para lo único que puede aspirar en estos momentos en América Latina: ganar tiempo y espacios con gestos de fuerza imperial, pero vacíos de sentido de unidad continental.
Sobre este tema me referiré en un próximo artículo.
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