El debate alrededor del Yasuní debe llevarse con altura.
El primer paso sería comprender que el ecologismo es una idea seminal del siglo
XXI, y que el ecologismo es una necesidad de los pobres, que se encuentra muy
arraigada en la vida práctica y en las representaciones de nuestra sociedad.
Fander
Falconí / El Telégrafo
La iniciativa Yasuní ITT (Y-ITT) es algo más que un
proyecto ambiental. Empuja un cambio hacia otro tipo de sociedad, con valores que van más allá de
los estrictamente monetarios.
Por su dimensión, se la propuso como un derecho de la
naturaleza, como una corresponsabilidad ecológica diferenciada, como una
necesidad ética y como un mecanismo financiero. Nos propone una identidad como
país y también una manera de comprender un ecologismo real.
Es cierto que hay un ecologismo de los ricos y una
posición neoliberal ecologista de última hora. Aquellos que ya tienen
satisfecho su bienestar material pueden darse el lujo de ser ecologistas.
Recordemos a la actriz Brigitte Bardot y su defensa a los animales, o el
activismo de Bo Derek. Le podríamos llamar el “ecologismo de más de 20
toneladas métricas de dióxido de carbono (CO2 ) por persona”, que es la emisión
de un habitante promedio del mundo rico al año.
Pero también hay un ecologismo de los pobres; aquel que
vincula la conservación ambiental con la justicia social. Este es el
“ecologismo de los de menos de dos toneladas métricas de CO2 por persona” (la
cantidad de emisión promedio al año de un habitante de los países empobrecidos).
En Ecuador, el caso Texaco-Chevron hace esta realidad aún más palpable, pues es
un juicio impulsado por comunidades empobrecidas, debido a los daños sociales y
ambientales originados por una empresa transnacional. En las enciclopedias de
temas ambientales consta ya el “ambientalismo de pobres”. También es un
concepto aceptado en la academia.
En Ecuador, la literatura, como sucede en muchas partes,
va más adelante que las ciencias sociales. La emblemática novela de Demetrio
Aguilera Malta, “Don Goyo”, señaló ya en 1930 esta realidad. Es la primera
novela ecologista de América Latina.
Demetrio Aguilera Malta merece varias líneas más.
Tradujo, hace más de 50 años, la magnífica obra de Celso Furtado -uno de los
economistas más influyentes de la historia latinoamericana-, “Formación
Económica del Brasil”, en la cual caracterizaba el proceso de industrialización
brasileño y su concentración en Sao Paulo, al igual que alertaba sobre la
tendencia a una disparidad regional de ingresos per cápita producto de este
proceso.
En la literatura ecuatoriana, aparte de “Don Goyo”, hay
muchos ejemplos en los que se refleja el tema ambiental y natural como entorno
y paisaje de las historias que se narran, comenzando por la misma “Cumandá”, de
Juan León Mera. A partir de los años 30: “A la costa”, de Luis A. Martínez;
gran parte de las obras de José de la Cuadra, que tienen de fondo el paisaje
del montuvio (con v chica); “Jaguar”, de Demetrio Aguilera Malta; “El éxodo de
Yangana”, de Luis A. Martínez; “Huacay-ñán”, de Enrique Terán; “Juyungo”, de
Adalberto Ortiz. En la época actual, hay libros de poesía como “Tatuaje de
selva”, de María Fernanda Espinosa, y novelistas como Luis Zúñiga (“Rayo”), que
recuperan el tema de la naturaleza “salvaje” y el mundo indígena amazónico.
El debate alrededor del Yasuní debe llevarse con altura.
El primer paso sería comprender que el ecologismo es una idea seminal del siglo
XXI, y que el ecologismo es una necesidad de los pobres, que se encuentra muy
arraigada en la vida práctica y en las representaciones de nuestra sociedad.
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