En el caso de las revoluciones pacíficas, como la que
hoy vivimos en Ecuador, resulta
indispensable crear un mecanismo democrático para asegurar su pervivencia. Y
ese mecanismo es la posibilidad de la reelección presidencial indefinida.
Usándolo, el pueblo soberano podrá sostener el proceso de cambios en marcha o
poner fin a esta experiencia en el momento en que lo desee.
Jorge Núñez
Sánchez / El Telégrafo (Ecuador)
Ha vuelto a la palestra política el tema de la
reelección indefinida, que es apasionante y concita el interés general de la
ciudadanía. No es mi intención analizar el cómo y por qué se ha retomado este
debate, sino enfocar directamente el asunto desde la teoría política.
En los sistemas democráticos, la regla básica es que el
poder surge de la voluntad popular, expresada por medio de elecciones
periódicas. Así, es el pueblo quien elige a sus gobernantes, representantes o
administradores seccionales, para que gobiernen o actúen durante un período
determinado.
Además de poner límite temporal al ejercicio de las
funciones públicas, la existencia de períodos fijos para los cargos de elección
popular garantiza la alternabilidad en el poder, al permitir que nuevas gentes
participen en el gobierno de un país o localidad. Mas nada impide, según la
teoría, que un pueblo elija una y otra vez a un mandatario o representante al
que reconoce méritos.
El asunto de la reelección también tiene opositores
teóricos y prácticos. Desde la teoría se considera que esto afecta la
separación de poderes y, ya en el plano práctico, hay aspirantes a la función
que buscan imponer límites a esa forma de continuidad en el mando.
Esto ha determinado que unos pocos países prohíban
absolutamente la reelección presidencial, que varios otros la permitan, pero no
de forma inmediata, que muchos otros la permitan de modo inmediato, pero no de
manera indefinida (Alemania, Argentina, Brasil, EE.UU., Rusia, Portugal) y que
algunos permitan la reelección presidencial indefinida, entre ellos España,
Finlandia, Francia, Suiza y Venezuela.
Empero, más allá de la teoría, hay realidades que
imponen cambios en los usos políticos y aun en los sistemas constitucionales.
Tal fue el caso de Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos, que fue electo
presidente por cuatro ocasiones (1932, 1936, 1940 y 1944).
La clave de ese fenómeno estuvo en que su país, golpeado
por la gran recesión de los años treinta, logró salir adelante gracias a su
política desarrollista (New Deal), que implicó una gran inversión pública en
carreteras, hidroeléctricas, escuelas, mejoramiento agrícola y planes de
modernización de las regiones pobres, como el Valle del Tennessee. Se trató,
según sus propias palabras, de “una revolución pacífica, llevada a cabo sin
violencia y sin el derrumbe del imperio de la ley”.
El caso de Roosevelt es un buen ejemplo de reelección
prácticamente indefinida, pues duró hasta la muerte del líder en 1945. Pero
demuestra algo más, que es la necesidad que existe de dar continuidad a un
proceso de cambio, mediante la posibilidad de reelección de la figura que lo
encarna y lidera.
Parafraseando al politólogo argentino Ernesto Laclau, no
se trata de eternizar a alguien en el mando, pero sí de darle oportunidad al
pueblo para que culmine un importante proceso de cambios, por este medio
absolutamente democrático.
Han existido revoluciones armadas que, para consolidarse
y desarrollar sus objetivos, han creado sistemas de gobierno de largo aliento.
En el caso de las revoluciones pacíficas, como la que hoy vivimos en Ecuador, resulta indispensable crear un
mecanismo democrático para asegurar su pervivencia. Y ese mecanismo es la
posibilidad de la reelección presidencial indefinida. Usándolo, el pueblo
soberano podrá sostener el proceso de cambios en marcha o poner fin a esta
experiencia en el momento en que lo desee.
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