sábado, 24 de agosto de 2013

Colombia: La moneda en el aire

Si el actual proceso de paz en Colombia no se maneja con la sabiduría y la audacia necesarias, podría desencadenar una oleada de violencia como la de los años cincuenta y como la de los años noventa del siglo XX.

William Ospina / El Espectador

En ambos casos un sector de la sociedad anclado en el pasado, minoritario pero poderoso y violento, eficaz en su propaganda e implacable en la ejecución de sus planes, produjo verdaderos holocaustos que se sumaron a las viejas tragedias de nuestra historia y marcaron de un modo sombrío el destino de la nación.

Cientos de miles de muertos, millones de víctimas, millones de hectáreas arrebatadas, millones de desterrados y una larga cadena de consecuencias en términos de pobreza, marginalidad, deterioro de la salud pública, delincuencia, degradación totémica y crisis de la convivencia, han sido consecuencias de esa barbarie.

Si el Gobierno está decidido a llegar a un acuerdo con la guerrilla, lo primero que debe recordar es que hace ya un cuarto de siglo cayó el muro de Berlín. El comunismo es ahora de verdad un fantasma. No hay en el horizonte contemporáneo un sistema alternativo como el que proponía el comunismo de mediados del siglo XX.

La guerrilla no parece tener la intención, y sobre todo no está en condiciones, de imponer una dictadura totalitaria: la eliminación de la propiedad privada o la instauración de un capitalismo de Estado como el de China o Corea del Norte. Tendrá, por su propio bien, que ser un socio leal en el proceso de modernización del país, y a cambio tiene derecho a exigirle a la dirigencia colombiana, siempre tan reacia a hacerle concesiones al pueblo, algunas postergadas reformas liberales.

Hay que saber que las revoluciones comunistas como la china y la cubana vienen más bien de regreso. China avanza de tal modo en la construcción de un modelo capitalista que ya es posible decir de ella lo que se decía del Japón hace décadas: que no se sabe si está en el extremo Oriente o en el extremo Occidente. Más bien está necesitando, como Estados Unidos y como Europa, una revolución ciudadana de la ecología y de la responsabilidad en el consumo.

Cuba lleva tiempo esperando que Estados Unidos levante su bloqueo implacable, para incorporarse a un modelo de intercambio que le permita salvar algunas conquistas indudables de su revolución, como el modelo educativo, el de salud pública y el de práctica deportiva, y avanzar en el mejoramiento del sistema productivo, sin entregar la isla a las depredaciones del capitalismo salvaje: nada que parezca inaceptable a la luz del presente.

En cambio sí es posible que la guerrilla y las fuerzas que se abran camino con el fin del conflicto, y en una dinámica más incluyente y democrática, pretendan avanzar hacia un modelo económico, político y social afín al de los países suramericanos. Ese espectro va desde el modelo chavista de Venezuela hasta el modelo de reformas económicas y sociales de Lula y Rousseff en Brasil, pasando por la socialdemocracia imaginativa de Mujica en Uruguay, el nacionalismo kirchnerista argentino, la modernización radical de Correa en Ecuador y el aporte de la tradición indígena a la modernización de la sociedad boliviana.

Estos experimentos podrán ser rechazados ferozmente por la intolerancia criolla, pero serán aliados indudables de un proceso de cambio en Colombia: representan una alternativa real para la integración continental y nadie puede decir, comparados con nuestros índices de violencia, marginalidad y miseria, que sean regímenes infernales, o enemigos irreductibles de la productividad y del mercado.

El gobierno de Juan Manuel Santos no representa al viejo latifundio empobrecedor que ha retrasado el avance de la sociedad colombiana durante 150 años, ni representa a los poderes que, aliados con ese latifundio, están arruinando al empresariado con su lavado de activos, cerrando la posibilidad de una economía campesina y desintegrando los últimos residuos de legalidad y de moralidad de la vieja Colombia.

Representa a un sector industrial, financiero, agrícola y de pequeños y medianos propietarios que, si corrigiera su tradicional espíritu excluyente y su sistema de privilegios, podría liderar un modelo más moderno de orden económico y social. Representa el respeto que la vieja dirigencia colombiana mostró, así fuera a menudo de manera hipócrita, por las formas de la legalidad y por los rituales de la democracia, y eso todavía le asegura cierta respetabilidad en el ámbito internacional.

Lo que Santos sabe que no puede hacer es pactar con la guerrilla para que todo siga igual. El final del conflicto y la desmovilización de los guerreros exige aprovechar la ocasión para modernizar de verdad el campo, para liberar nuevas fuerzas productivas, para ponerle condiciones al viejo latifundio, para poner en cintura a los capitales antisociales, para arrinconar al terrorismo de los traficantes mientras llega la legalización de las drogas y para propiciar un nuevo modelo de legalidad, un pacto ético y un contrato social que permitan salvar los valores civilizados ante el cinismo de la barbarie sin escrúpulos, incorporando a millones de personas a un horizonte mínimo de supervivencia, dignidad y convivencia.

Afortunadamente no hay términos medios. Apostarle a una verdadera modernización, en una gran convergencia democrática, en diálogo con el mundo, con su compañía y bajo su mirada, será una empresa histórica y evitará que fuerzas criminales traten de impedir con un baño de sangre lo que de todas maneras tiene que ocurrir.

Colombia cambiará. Lo único que no sabemos es si podrá hacerlo impidiendo el último coletazo de la barbarie, o si sólo podrá hacerlo después de que el dragón arroje sus llamas.

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