Si el actual proceso de
paz en Colombia no se maneja con la sabiduría y la audacia necesarias, podría
desencadenar una oleada de violencia como la de los años cincuenta y como la de
los años noventa del siglo XX.
William Ospina / El Espectador
En ambos casos un sector de la sociedad anclado en el pasado,
minoritario pero poderoso y violento, eficaz en su propaganda e implacable en
la ejecución de sus planes, produjo verdaderos holocaustos que se sumaron a las
viejas tragedias de nuestra historia y marcaron de un modo sombrío el destino
de la nación.
Cientos de miles de muertos, millones de víctimas, millones de hectáreas
arrebatadas, millones de desterrados y una larga cadena de consecuencias en
términos de pobreza, marginalidad, deterioro de la salud pública, delincuencia,
degradación totémica y crisis de la convivencia, han sido consecuencias de esa
barbarie.
Si el Gobierno está decidido a llegar a un acuerdo con la guerrilla, lo
primero que debe recordar es que hace ya un cuarto de siglo cayó el muro de
Berlín. El comunismo es ahora de verdad un fantasma. No hay en el horizonte
contemporáneo un sistema alternativo como el que proponía el comunismo de
mediados del siglo XX.
La guerrilla no parece tener la intención, y sobre todo no está en
condiciones, de imponer una dictadura totalitaria: la eliminación de la
propiedad privada o la instauración de un capitalismo de Estado como el de
China o Corea del Norte. Tendrá, por su propio bien, que ser un socio leal en
el proceso de modernización del país, y a cambio tiene derecho a exigirle a la
dirigencia colombiana, siempre tan reacia a hacerle concesiones al pueblo,
algunas postergadas reformas liberales.
Hay que saber que las revoluciones comunistas como la china y la cubana
vienen más bien de regreso. China avanza de tal modo en la construcción de un
modelo capitalista que ya es posible decir de ella lo que se decía del Japón
hace décadas: que no se sabe si está en el extremo Oriente o en el extremo
Occidente. Más bien está necesitando, como Estados Unidos y como Europa, una
revolución ciudadana de la ecología y de la responsabilidad en el consumo.
Cuba lleva tiempo esperando que Estados Unidos levante su bloqueo
implacable, para incorporarse a un modelo de intercambio que le permita salvar
algunas conquistas indudables de su revolución, como el modelo educativo, el de
salud pública y el de práctica deportiva, y avanzar en el mejoramiento del
sistema productivo, sin entregar la isla a las depredaciones del capitalismo
salvaje: nada que parezca inaceptable a la luz del presente.
En cambio sí es posible que la guerrilla y las fuerzas que se abran
camino con el fin del conflicto, y en una dinámica más incluyente y
democrática, pretendan avanzar hacia un modelo económico, político y social
afín al de los países suramericanos. Ese espectro va desde el modelo chavista
de Venezuela hasta el modelo de reformas económicas y sociales de Lula y
Rousseff en Brasil, pasando por la socialdemocracia imaginativa de Mujica en
Uruguay, el nacionalismo kirchnerista argentino, la modernización radical de
Correa en Ecuador y el aporte de la tradición indígena a la modernización de la
sociedad boliviana.
Estos experimentos podrán ser rechazados ferozmente por la intolerancia
criolla, pero serán aliados indudables de un proceso de cambio en Colombia:
representan una alternativa real para la integración continental y nadie puede
decir, comparados con nuestros índices de violencia, marginalidad y miseria,
que sean regímenes infernales, o enemigos irreductibles de la productividad y
del mercado.
El gobierno de Juan Manuel Santos no representa al viejo latifundio
empobrecedor que ha retrasado el avance de la sociedad colombiana durante 150
años, ni representa a los poderes que, aliados con ese latifundio, están
arruinando al empresariado con su lavado de activos, cerrando la posibilidad de
una economía campesina y desintegrando los últimos residuos de legalidad y de
moralidad de la vieja Colombia.
Representa a un sector industrial, financiero, agrícola y de pequeños y
medianos propietarios que, si corrigiera su tradicional espíritu excluyente y
su sistema de privilegios, podría liderar un modelo más moderno de orden
económico y social. Representa el respeto que la vieja dirigencia colombiana
mostró, así fuera a menudo de manera hipócrita, por las formas de la legalidad
y por los rituales de la democracia, y eso todavía le asegura cierta
respetabilidad en el ámbito internacional.
Lo que Santos sabe que no puede hacer es pactar con la guerrilla para
que todo siga igual. El final del conflicto y la desmovilización de los
guerreros exige aprovechar la ocasión para modernizar de verdad el campo, para
liberar nuevas fuerzas productivas, para ponerle condiciones al viejo
latifundio, para poner en cintura a los capitales antisociales, para arrinconar
al terrorismo de los traficantes mientras llega la legalización de las drogas y
para propiciar un nuevo modelo de legalidad, un pacto ético y un contrato
social que permitan salvar los valores civilizados ante el cinismo de la
barbarie sin escrúpulos, incorporando a millones de personas a un horizonte
mínimo de supervivencia, dignidad y convivencia.
Afortunadamente no hay términos medios. Apostarle a una verdadera
modernización, en una gran convergencia democrática, en diálogo con el mundo,
con su compañía y bajo su mirada, será una empresa histórica y evitará que
fuerzas criminales traten de impedir con un baño de sangre lo que de todas
maneras tiene que ocurrir.
Colombia cambiará. Lo único que no sabemos es si podrá hacerlo
impidiendo el último coletazo de la barbarie, o si sólo podrá hacerlo después
de que el dragón arroje sus llamas.
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