Hugo Chávez fue y es el
abrecaminos, aquel que en medio de la oscuridad de la incertidumbre prende la
tea y tiene la corajuda audacia y el liderazgo moral, intelectual y personal de
ponerse en marcha cuando aún nadie se atreve y nos abre camino al andar. Lo que
venga después corre por nuestra cuenta.
Nils Castro / ALAI
Chávez somos todos |
Poco después de salir de
prisión Hugo Chávez estuvo en Panamá. Acompañado de un pequeño grupo de
profesores de la Universidad Central de Venezuela, fue en busca del eco de Omar
Torrijos. Los visité en el hotel Soloy y en la penumbra de la salita sus ojos reflejaban
la escasa luz como un haz de lagunas. Sin que nada lo pidiera, casi toda esa
charla de caribeños fluyó en voz sosegada, como esperando que de pronto el
General pudiera intervenir en la conversación. Pero como al día siguiente yo me
iba del país –me designaron embajador en México– esa tarde había que hablarlo
todo de una sola sentada.
Entender la naturaleza de
este recuerdo exige situarse en época. Aquello sucedió a finales del 1994: aún
no se había asentado la polvareda del derrumbe de la Unión Soviética, el
neoliberalismo había llegaba a su apogeo y en Venezuela la democracia de Punto
Fijo se había agotado y traicionaba sus pasadas expectativas. Por eso dos años
antes el visitante la había retado.
En aquel tiempo el Chávez
que los latinoamericanos conocían no era el que hoy recordamos. Los medios de
entonces lo identificaban como un teniente coronel de paracaidistas que
inesperadamente intentó derrocar a Carlos Andrés Pérez, y al que luego el
presidente Rafael Caldera indultó. Para los civilistas más obsesivos ‑‑que en las izquierdas
sudamericanas abundaban– era otro golpista más. Sin embargo, durante aquel
episodio, muchos venezolanos sintieron que bajo la superficie había algo más y,
en Panamá, quienes algo habíamos aprendido de Torrijos, asimismo lo pudimos
olfatear.
Permítanme una breve
digresión. Omar preveía que Centroamérica estaba por desagarrarse en guerras
civiles que ni el imperialismo y las oligarquías, ni los revolucionarios,
podrían vencer. Como en Colombia, se avecinaba un interminable y sangriento
empate militar. Por consiguiente, se necesitaba buscar alternativas para negociar
soluciones políticas que incluyeran importantes reformas estructurales, para
lograr una paz duradera con desarrollo social. Esto implicaba trabajar con los
líderes civiles y militares que, a uno y otro lado de la barrera, estuvieran
dispuestos a hacerlo. Esa visión suya fue correcta pero solo dio frutos después
de su misteriosa muerte.
Tal intento conllevó,
entre otras cosas, conocer los ejércitos de la región y sus liderazgos, y no
solo a los centroamericanos. En unos sitios una experiencia transformadora era
posible con participación militar, como en los años 70 se pudo ver en Perú y
Bolivia, donde en las fuerzas armadas había una oficialidad que conservaba su
origen popular. En Centroamérica vimos fugaces resquicios en El Salvador y
Honduras. En otros países, ya fuera por causas sociales o por fanatización
doctrinal, eso era impensable. En Guatemala, que en otros tiempos había dado un
coronel Jacobo Árbenz y a los tenientes Turcios Lima y Yon Sosa, toda opción de
paz había sido extirpada. Al contrario, Venezuela más de una vez dio señales
alentadoras, como en su día lo demostraron los militares que se
insurreccionaron en Carúpano y Puerto Cabello. Sin embargo, en aquellos años
Hugo Chávez era apenas un muchacho idealista que quería ser pelotero.
Eso dejó un aprendizaje
que, ya sin Torrijos, con los años tomaría cauces políticos y diplomáticos,
como el del Grupo de Contadora. Fue así que bastantes años después, en 1989,
fui parte de la pequeña delegación presidencial panameña a la segunda toma de posesión
de Carlos Andrés Pérez. Entre sus integrantes iba también un oficial que había
trabajado con Omar y tenía amigos venezolanos de su mismo rango –mayores y
tenientes coroneles–, con los cuales alguna noche fuimos ex oficio a tomarnos
un par de copas, con las sinceridades que eso al cabo propicia.
A lo largo de una charla
de múltiples temas, más como hijos de la clase media mestiza que como
militares, sus confidencias no dejaron dudas: era grande la decepción con el
sistema político imperante, mucho el disgusto social acumulado y nadie se hacía
ilusiones con la vuelta al gobierno del partido supuestamente socialdemócrata.
La suerte del país no se podía arreglar con los políticos ni la política
existentes, en los que ya nadie creía, y sólo un remezón que los remplazara
podía restaurar esperanzas. Al día siguiente, en el vuelo de regreso le comenté
al presidente Solís Palma que difícilmente su amigo Carlos Andrés concluiría el
mandato. Y eso que el nuevo gobierno aún no había iniciado su sorpresivo viraje
neoliberal ni provocado el Caracazo.
Así pues, cuando tres
años más tarde el joven Chávez intentó el golpe aquello no me pareció un rayo
en cielo azul. Si algo me sorprendió no fue la asonada sino su falta de éxito.
A la vez, tampoco era una incógnita la intención sociopolítica de quienes la
intentaron. Si hubo un dicho que su pueblo recordó fue aquel “por ahora” que en
la intimidad de muchos dejó una lucecita encendida.
En consecuencia, ir a
aquella cita en el Soloy me pareció importante, aun sin saber qué tanto le
interesaría a Chávez lo que yo pudiera decir. No obstante, ignoraba que hacía
algún tiempo alguien le había dado un librito de doctrina cívica que antes de
la invasión norteamericana a Panamá yo había escrito para los jóvenes oficiales
panameños. Según aquel texto, nuestra Guardia Nacional ‑‑para ese entonces
rebautizada como Fuerzas de Defensa– debía vivir en el seno del pueblo Como el
pez en el agua y poner sus capacidades y recursos al servicio de la soberanía y
el desarrollo nacionales, en asociación con el pueblo organizado, con todo lo
que eso implicaba. Durante la plática Chávez mencionó esas líneas pero yo lo
entendí como simple cortesía. Y demoré unos años en enterarme de que había algo
más.
Naturalmente en esos días
él tuvo varios otros interlocutores en Panamá, pero eso ya no lo vi. Poco
después continuó viaje a Cuba adonde lo atendió personalmente Fidel Castro,
quien sin duda tenía a mano la bola de cristal con la que se avizora el futuro
o era muy perspicaz. En Panamá, que yo sepa, faltando Omar ningún funcionario
de alto rango se interesó en conocer al viajero.
Pocos años más tarde,
siendo ya presidente, Hugo Chávez hizo una visita oficial a México. En la
embajada venezolana, parado en la fila para el saludo protocolar extendí la
mano con timidez, sin saber si me reconocería. Memoria de elefante, se detuvo,
hizo un breve saludo militar y dijo con fuerza: ¡Como pez en el agua!
Pero la verdad es que
luego del día cuando lo conocí en el hotel Soloy, me debí ocupar de mis nuevas
tareas y no estuve al tanto de sus actividades en Cuba. Sin embargo, importa
recordar que en ninguno de los dos países que Chávez esa vez visitó dijo tener
un proyecto socialista y, ni siquiera, que tuviera intención de emprender una
revolución democrática. Sus ideas de aquellos días se plasmaron en la
conferencia que él pronunció en el Aula Magna de la Universidad de la Habana.
Allí señaló la necesidad de recuperar la autodeterminación y soberanía de su
patria, la de renovar la democracia venezolana haciéndola más popular y
participativa, y exaltó el ideal bolivariano y martiano de la unidad de las
naciones de América Latina como requisito para que nuestra región pudiera darse
un desarrollo independiente.
En privado, tampoco en
Panamá había dicho más, pues de Torrijos lo que encomió fue su tenaz empeño y
habilidad para recuperar la soberanía nacional y para impulsar la justicia
social, sin atribuirle más calificativos políticos. Fue largos años después, ya
fallecido Chávez, que leí su conferencia del Alma Mater habanera y por poco la
sorpresa me tumba la quijada al percatarme de que allá él había citado a Como
pez en el agua. No obstante, en las difíciles circunstancias en que ese librito
se publicó en 1989, yo evité excederme intercalándole cualquier sugerencia
socialista, que lo hubiera dañando excediendo sus objetivos.
En el 94, también Chávez
lo evitaba. Cuando cuatro años más tarde ganó las elecciones su promesa central
fue la de convocar una Asamblea Constituyente para refundar la república
democráticamente y derrotar los flagelos de la pobreza y la exclusión social.
La alternativa bolivariana para esa refundación implicaba desde luego una
intención progresista y, en eso, él no iba mucho más allá del Omar Torrijos de
los mejores momentos del proceso revolucionario panameño[1].
Vale recordar que tampoco
Fidel Castro adelantó vísperas en La historia me absolverá, ni en la Sierra, ni
en los dos años primeros años de la revolución. Antes el proceso debía
desarrollar su natural maduración, dejar que las lógicas del subdesarrollo
capitalista y el imperialismo enseñen su propia naturaleza hostil a los
progresos sociales y morales. Fidel anunció el propósito socialista en la
inminencia del ataque de Playa Girón, con lo cual el pueblo cubano, que ya
había hecho suyos esos progresos, no solo luchó contra el invasor sino por el
socialismo, aún sin saber cómo este sería.
Es solo después del golpe
reaccionario del 2002 y del artero golpe petrolero, en los que las derechas y
el imperialismo exhibieron sus entrañas e intenciones, que Hugo Chávez le
atribuyó vocación socialista al proceso revolucionario bolivariano. Así que, de
similar forma, en las siguientes elecciones –celebradas en el 2006– las
mayorías populares ya no solo votaron por él, sino que eligieron la opción
socialista.
Por supuesto, los
períodos que antecedieron a esos procesos de definición fueron de intenso cuestionamiento
y renovación de la cultura política existente, de un debate ideológico masivo
del que también él aprendió. Esto es, el nuevo modelo cristaliza después de que
la cultura política popular ya está en condiciones de asumirlo, a través de un
desarrollo que él compartió. En el caso venezolano, ese debate le dio forma a
su propia concepción del socialismo a través de la discusión pública del “Nuevo
mapa estratégico” del año 2004, que decidió que el socialismo venezolano
debería ser democrático, pluripartidista y apropiado a las nuevas
circunstancias del siglo XXI. Y luego de que la mayoría ciudadana votó por esa
opción reeligiendo a Chávez en el 2006, la Asamblea Nacional debatió y aprobó
como ley el Primer Plan Socialista de la Nación 2007‑2013, que desarrolló sus objetivos generales: nueva ética, suprema
felicidad social, democracia protagónica revolucionaria y modelo productivo
socialista.
Ahora bien, si nos
ubicamos en la situación anterior a todas esas definiciones, no extraña que un
analista tan sagaz como Tarik Alí en ese entonces lo caracterizara como un
“socialdemócrata radical”, calificación que más tarde él mismo cambiaría por la
de “socialista demócrata”. A su ver, era un dirigente que iba más allá de donde
aspira ir un socialdemócrata europeo, pero sin llegar a tanto como un
revolucionario socialista. En otras palabras, se trataba de un líder que el
analista anglopaquistaní no tenía cómo catalogar, dado que en el léxico de los
politólogos europeos la categoría que Chávez inauguraba, y la palabra con la
cual designarlo, aún no existen.
Es decir, él representaba
un fenómeno nuevo, inédito. Para salir del paso algún periodismo de mala muerte
lo llamó “populista” y ahora se apela a calificarlo asignándole un nuevo uso a
la palabra “progresista”, no porque esta sea apropiada sino porque pareciendo
menos dudosa es igualmente imprecisa. Se le puede dar el significado y uso que
se quiera, lo que sin embargo sirve para nombrar a la persona y al proceso pero
no para explicarlos.
No obstante, lo que Tarik
Alí sí destacó con acierto es que ese fenómeno inédito, que sobrepasa las
adocenadas terminologías tradicionales, surgió en “un momento en que el mundo
se había quedado callado, cuando el centro derecha y la centro izquierda tenían
que batallar mucho para encontrar algunas diferencias” entre sí[2].
Esto es, irrumpió en un mundo todavía atontado por la confusión ideológica,
moral y material dejada por el caos de la “caída del muro” y el apogeo
neoliberal.
Y que al irrumpir
demostró que ese mundo no era tan monolítico como simulaba sino que ya estaba
rajado por dentro, ayudándonos a los demás a salir del impase en el que la
ofensiva neoconservadora nos había enredado. Al decirlo me refiero sobre todo a
los dirigentes de partidos y a los académicos del tema político, porque para
los líderes de las protestas sociales alzadas contra los efectos del tsunami
neoliberal, rebelarse contra el sistema ya no solo era necesario sino factible.
Tampoco para ellos la llegada del chavismo al gobierno, y su capacidad para
desafiar al imperialismo y a las derechas y sobrevivir, fue un rayo en cielo
tranquilo. Desde los días del Caracazo ellos venían desbrozando el camino.
No se trataba apenas de
la visionaria audacia de un dirigente excepcional, sino de un cambio de época y
la necesidad de darle forma y proyecto a lo que empezaba a emerger. El mismo
Chávez en más de un momento observó que en su país el siglo XXI se había
desatado antes de que el XX concluyera. El Caracazo, como expresión de las
rebeliones que vendrían a marcarle un ¡basta ya! a las irresponsabilidades
neoliberales se adelantó 11 años al fin de siglo; la primera victoria electoral
del chavismo, 2 años. Esto es, se anticiparon a las sublevaciones de otras
ciudades sudamericanas, así como a las primeras victorias electorales de
presidentes de izquierda y gobiernos “progresistas” en varios países del
Continente.
Como siempre, quien sale
por delante –el que va en la punta de vanguardia– lo hace porque un pueblo le
ofreció el reto y la oportunidad, y es a quien le toca enfrentar los riesgos,
aciertos y errores de las primeras innovaciones y pruebas, como también los
primeros contragolpes de la reacción. Luego otros podrán hacerlo como Chávez y
sus compañeros, o de otros modos mejores o peores según sus respectivas
posibilidades nacionales, pero siempre con la ventaja de hacerlo tras las
vicisitudes y consecuencias ya vividas y legadas por él. Y en los espacios que
él despejó.
Ciertamente, todavía
falta la palabra con la cual designar este fenómeno de nuevo tipo que está
tomando cuerpo en no pocos países de nuestra América, pero no hay duda de que
el fenómeno existe, crece y aprende. Los venezolanos que le dan cuerpo se
ahorran el problema diciéndose chavistas y llamándolo bolivariano. Pero lo más
importante no es el bautismo sino el buen parto y robustecimiento de esta
criatura creativa.
Y en cuanto a la persona
histórica de Hugo Chávez, en la cultura afrocubana (y supongo que en la
brasileña) existe el orishá o deidad que mejor le pude dar nombre: Chávez fue y
es el abrecaminos, aquel que en medio de la oscuridad de la incertidumbre
prende la tea y tiene la corajuda audacia y el liderazgo moral, intelectual y
personal de ponerse en marcha cuando aún nadie se atreve y nos abre camino al
andar. Lo que venga después corre por nuestra cuenta.
NOTAS
[1] Más radical era el
proyecto del Plan Inca del general José Velasco Alvarado y el proceso
revolucionario peruano. Pero Chávez, como en su tiempo Torrijos, prefirió optar
por impulsar el proceso progresista por medios democráticos civiles, y
destetarlo de los cuarteles, lo que implicaba crear un partido popular capaz de
derrotar en elecciones libres a los partidos conservadores. Método que sería
más fatigoso pero que se nutriría de mayores raíces y sustentación social.
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