El Mercosur transitó múltiples crisis y etapas desde su
puesta en marcha. Instrumentado como parte de una inserción internacional
neoliberal, fue luego un instrumento para resistir al ALCA. Hoy se enfrenta a
diversos desafíos: suspensión de Paraguay, pujas comerciales, acuerdo de libre
comercio con la Unión Europea y presión de la Alianza del Pacífico.
Leandro
Morgenfeld* / Marcha (Argentina)
Los presidentes y presidentas del Mercorsur en la cumbre de Montevideo, el pasado mes de julio. |
Tras dos
décadas de existencia, y múltiples idas y vueltas, el Mercado Común del Sur
(Mercosur) está en un momento clave. Muestra un nuevo impulso -sumó a Venezuela;
Bolivia y Ecuador quieren convertirse en miembros plenos; cuestionó el
espionaje de Estados Unidos-, pero a la vez persisten las debilitades -todavía
no resolvió la reincorporación de Paraguay; Uruguay amenaza con aproximarse a
Washington; se mantienen las diferencias comerciales entre Argentina y Brasil y
las posturas divergentes respecto al postergado acuerdo de libre comercio con
la Unión Europea-. Siendo el mayor proyecto de asociación económica de la
región -en tanto la UNASUR y la CELAC son más bien instancias de articulación
política-, no termina de resolver sus contradicciones históricas y se ve
amenazado por las fuerzas centrífugas que siempre dificultaron su
profundización y ampliación.
Su origen
se remonta a los años posdictatoriales. Desde la aproximación entre el
presidente argentino Alfonsín y el brasileño Sarney, se reflotaron los viejos
anhelos sudamericanos de integración y se firmó, en noviembre de 1985, la
“Declaración de Iguazú”, que sería la piedra fundamental del Mercosur. Luego se
avanzó a través de distintos acuerdos hasta que, en 1991, los mandatarios de
Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay firmaron el Tratado de Asunción.
A pesar de
su potencialidad, varios fueron los obstáculos que impidieron la profundización
de la integración vía MERCOSUR: la vulnerabilidad externa de Brasil y Argentina
(ambas naciones fuertemente endeudadas y sometidas a constantes incursiones por
parte de los fondos especulativos volátiles), las disputas comerciales (en
distintos rubros como automotores, “línea blanca”, textiles, arroz, etc.), la
política exterior impulsada por el gobierno de Menem, que dejaba en segundo
lugar la integración latinoamericana, y una concepción estrechamente
comercialista y al servicio de las multinacionales, sin una perspectiva
siquiera más amplia del desarrollo en el mediano y largo plazo. Implantado en
la década del ´90, cuando predominaba el Consenso de Washington, se
enmarcó en el “realismo periférico” y el “regionalismo abierto” y fue presa de
las concepciones neoliberales imperantes.
La teoría
que sustentó el Mercosur fue de carácter estrictamente comercialista, como mero
trampolín para la apertura de una economía exodirigida -focalizada en la
producción de commodities para el mercado externo-, en función de los
intereses de las fracciones más concentradas de las burguesías locales que
abandonaron el viejo modelo de sustitución de importaciones.
Aún en el
nuevo contexto latinoamericano del siglo XXI, el Mercosur no logró cambiar las
bases sobre las que se construyó, ni superar los límites y debilidades
iniciales, por lo cual permanentemente se ve sometido a crisis entre sus socios
mayores, y también a amenazas de sus socios menores de abandonar el bloque.
Esta
realidad muestra las dificultades para establecer un “Mercosur social”,
promovido por algunas organizaciones populares que entienden que ese bloque
puede constituirse en una plataforma para revertir las políticas neoliberales
de las últimas décadas.
Pese a
haber incorporado nuevos actores a través del Foro Consultivo Económico y
Social (FCES) y la Comisión Parlamentaria Conjunta (CPC) -antecedente del
actual Parlamento del Mercosur-, este bloque no tiene legitimidad social y su
desarrollo no implicaría una mejora de las condiciones para avanzar en
políticas anti-imperialistas, y mucho menos anti-capitalistas. Ni el
relanzamiento que plantearon Lula y Kirchner en 2003, tras firmar el
"Consenso de Buenos Aires", ni la reciente integración de Venezuela
-que sólo pudo materializarse a partir de la suspensión de Paraguay, cuyo
Senado se oponía-, significaron una reversión clara de las tendencias
descritas.
El proceso
del Mercosur muestra las limitaciones de una concepción de la integración
exclusivamente comercialista y al servicio de los capitales más concentrados de
la región. Tampoco logró atemperar las profundas asimetrías entre sus países
miembros. Sin embargo, fue una herramienta para derrotar el proyecto del ALCA
y, con la incorporación de Venezuela en 2012, podría tener un rol distinto en
la región. Tuvo una posición contundente al suspender a Paraguay, tras el golpe
parlamentario que destituyó a Lugo, y operó en los hechos como un freno a las
tendencias de ciertos sectores que en Paraguay y Uruguay alentaban un Tratado
de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos.
El proceso
de asociación vía Mercosur debe enfrentar no sólo las presiones balcanizadoras
de las potencias (Estados Unidos alienta los TLC bilaterales y también la
Alianza del Pacífico), sino también las posiciones aperturistas de parte de las
clases dominantes locales.
En Brasil,
por ejemplo, la caída del superávit comercial en 2013 llevó a los sectores
liberales a insistir en la idea de abandonar la asociación con Argentina y
negociar en soledad un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea. Tabaré
Vázquez, precandidato a la presidencia del Frente Amplio uruguayo, volvió a
manifestarse recientemente a favor de un acercamiento a Washington. El nuevo
gobierno colorado en Paraguay incluso puso en duda si va a reincorporarse al
bloque y pretendió imponerle condiciones (en la reciente cumbre de Montevideo
pretendió que Venezuela no asumiera la presidencia del bloque).
En los
últimos años, el Mercosur se vio jalonado por diversas crisis. Para superarlas,
es preciso reconfigurar la lógica anterior en la que prima una visión de la
integración limitada a los acuerdos comerciales (que tambalean cada vez que se
produce un desbalance sectorial) y orientada por las multinacionales instaladas
en la región. Argentina debería sentarse a coordinar con su poderoso vecino
políticas económicas, que incluyan incentivos a la producción local y
establezcan un horizonte de desarrollo más amplio, y no limitar las
negociaciones y las discusiones bilaterales a las disputas por “heladeras,
zapatos y lavarropas”.
Enfrentar
las tendencias a establecer acuerdos en función de los intereses de los
capitales más concentrados de las grandes potencias requiere desplegar una
estrategia que tenga como norte la consolidación de una unión latinoamericana
que exceda los acuerdos meramente comerciales y los proyectos enarbolados por
las burguesías locales. La CELAC y el ALBA -impulsada no sólo por los gobiernos
bolivarianos sino por movimientos sociales de toda la región-, aún con un
desarrollo incipiente y con tensiones internas, podrían ser un ámbito adecuado
para avanzar en una integración más amplia que la contenida en el Mercosur.
* Docente UBA. Investigador del CONICET.
Autor de Vecinos en conflicto. Argentina y Estados Unidos en las conferencias
panamericanas (Ed. Continente, 2011), de Relaciones peligrosas. Argentina y
Estados Unidos (Capital Intelectual, 2012) y del blog www.vecinosenconflicto.blogspot.com
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