El espionaje exacerba la guerra de clases entre una minoría de
monopolistas del conocimiento y el inmenso proletariado seudoinformado, la
guerra entre imperios superinformados y países subinformados. La concentración
de información replica exactamente la de capital.
Luis Britto García / ALAI
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En su antiutopía Nosotros,
Evgeny Zamiatin imagina un mundo de rascacielos con paredes, techos y pisos de
cristal, donde ningún acto pasa desapercibido para los demás. En 1984, de
George Orwell, ubicuas pantallas de televisión inapagables nos espían. El
utilitarista liberal Jeremy Bentham hizo construir el Panoptikon, cárcel
aterradora en la cual todas las celdas pueden ser vigiladas por un solo guardia
desde un punto de vista privilegiado. Somos reclusos de esas pesadillas:
ninguno de nuestros actos puede ser ya ocultado ante observadores que nos
escrutan detrás de espejos impenetrables. Saber es poder. Los espías conocen
todo de nuestras llamadas telefónicas, correos, ingresos, gastos, hábitos de
consumo, ideas, enfermedades, relaciones, ubicación. Micrófonos ultrasensibles
podrían captar el monólogo interior que vocalizamos incluso cuando no hablamos,
vale decir, nuestro pensamiento. Analizadores del ritmo cardíaco, del lenguaje
corporal y de la expresión podrían acceder incluso a aquello de lo que no somos
conscientes. Este flujo de información es unilateral. Espiar es poder. La
guerra contra el terrorismo nos ha llevado al terror total.
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Desde el siglo XIX, todas las legislaciones garantizan la
inviolabilidad de la correspondencia. En la actualidad, gobiernos y empresas no
sólo se atribuyen el derecho de conocer el contenido de los mensajes que cursan
o interceptan: también el de utilizar, publicar y registrar los datos
obtenidos. Facebook y otras redes sociales pretenden tener la propiedad
intelectual de cuanto circula por ellas. Es como si los transportistas se
declararan dueñas de toda la mercancía que mueven. En su carrera por confiscar
los medios de producción, el capitalismo confisca la información.
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¿Para qué se aplica este control? Un manejo tan total o totalitario de
la información permitiría erradicar el crimen organizado, el mercadeo de
productos dañinos para la salud, el tráfico de armas, la corrupción política,
los delitos bancarios, la evasión tributaria, el tráfico de personas, la
explotación laboral, el lavado de capitales, los paraísos fiscales, el
monopolio de los alimentos, los falsos pretextos para las guerras, tales como
la imaginaria construcción de armas de destrucción masiva. Si tales lacras
persisten, es porque el espionaje no las impide: las posibilita y asegura su
impunidad. Por eso las inhumanas persecuciones contra Assange, contra Snowden,
contra todos los que rompen aunque sea incidentalmente el monopolio del
misterio. El espionaje no viola el secreto: lo crea. Todos los que armaron
sistemas de espionaje terminaron siendo sus prisioneros. Tras el cristal
impenetrable, presidentes, financistas, sicarios son más espiados que nosotros
por amos que permanecen en la tiniebla.
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El temor de revelar miserias domésticas llevó a la burguesía a valorar
la privacidad. El miedo a la policía indujo a los revolucionarios a no revelar
ni a palos sus contactos. Hoy en día nada se recata. Todos aspiran al cuarto de
hora de celebridad que prometió Andy Warhol. El presidente Obama recomendó a
los jóvenes cautela con lo que colgaban en sus redes sociales. Pero ¿qué revela
este ubicuo fisgoneo? Abrir páginas web es acceder a vitrinas impúdicas donde
los usuarios exhiben desde pertenencias hasta perversiones. Una mirada crítica
revela que el retrato del usuario es fotoshop, que sus supuestas posesiones son
corta y pega, que su lista de amigos consta de centenares de personas que no lo
conocen. El narcisismo digital infla los archivos de los espías con terabytes
de propiedades y relaciones inexistentes. No estamos lejos del mundo ficticio
anunciado en The Matrix. Como sus víctimas, los espías informáticos viven en un
universo ilusorio.
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En pasados tiempos turbulentos debí entrar en la clandestinidad. Desde
hoy, debe hacerlo toda la humanidad. Ello requeriría prudencia elemental. Usar
con limitación extrema los medios de comunicación. Disfrazar lo que por ellos
se comunica. Saber que siempre podemos estar ante un espía, un micrófono o una
cámara ¿O por el contrario, debemos actuar con el total desenfado de quien nada
tiene que ocultar? Una encuesta demostró que 67% de los estadounidenses
aprueban que Snowden haya revelado información secreta del gobierno de Estados
Unidos. También confirma que esa mayoría no aprueba el secreto, ni el contenido
de la información. Son los espías y sus sicarios los inconstitucionales, los
ilegales, los antidemocráticos, los secretos. Su poder consiste en obligar a
ocultarnos. Que se escondan ellos.
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Si conozco las cartas de mis oponentes y ellos ignoran las mías puedo
barrerlos. El acceso privilegiado a la información es el principal medio de
producción. Rotschild multiplicó su fortuna con un sistema privado de correos
que le permitió conocer antes que todos en Inglaterra la derrota de Napoleón en
Waterloo. Como el capital y el poder, la información tiende a concentrarse en
pocas manos. Si el poder corrompe, la información absoluta corrompe
absolutamente. Las empresas de Estados Unidos ganaron sistemáticamente a las
europeas en todas las licitaciones conociendo de antemano sus cotizaciones
gracias al sistema de espionaje de Internet llamado Echelon. El espionaje
exacerba la guerra de clases entre una minoría de monopolistas del conocimiento
y el inmenso proletariado seudoinformado, la guerra entre imperios superinformados
y países subinformados. La concentración de información replica exactamente la
de capital. ¿Llegará el momento en que las inmensas mayorías de desinformados
expropien a la ínfima minoría de informados? El acceso a la información es
revolucionario.
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