Hoy, una mirada al país
desde el futuro que deseamos para nuestra gente revela ya posibilidades y
capacidades para construir una sociedad culta y democrática, mediante el
fomento de los recursos humanos y naturales que la sociedad insostenible que
tenemos ha despilfarrado por más de
cuatro siglos.
Guillermo Castro H. / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
I
La
naturaleza no es en sí misma capital natural. Su aprovechamiento por parte de
los humanos sólo ha estado dedicado a la producción de ganancias y la acumulación
de capital en un sistema histórico específico: aquel creado a lo largo de los
últimos cinco siglos, a partir del desarrollo del capitalismo como sistema de
escala planetaria, mediante la formación del primer y único mercado mundial que
ha conocido la Humanidad. En esta perspectiva, iniciativas como el Pago por
Servicios Ambientales constituyen herramientas que la sociedad capitalista
contemporánea –esto es, aquella que enfrenta hoy en la crisis ambiental las
consecuencias de sus intervenciones en los ecosistemas de ayer - utiliza para
culminar el proceso de transformar el patrimonio natural de la Humanidad en
capital natural mediante la organización de mercados de bienes y servicios
ambientales, que pasan a constituirse a su vez en un subsistema del mercado
mundial.
El
subsistema ambiental del mercado mundial, sin embargo, se distingue de todos
los demás –extractivo, agrícola, industrial, comercial y financiero - en
cuanto su función fundamental consiste en poner a la disposición de aquellos
otros condiciones que son imprescindibles para su funcionamiento. Esas condiciones de producción –para
designarlas como lo hiciera el antropólogo Karl Polanyi en su obra clásica La Gran Transformación– incluyen,
además del acceso a los elementos naturales imprescindibles para cualquier
actividad productiva – agua, aire, tierra y energía -, la producción de la
fuerza de trabajo capaz de transformar esos elementos en recursos para otras
actividades productivas, y la organización del espacio en que esas actividades
tienen lugar – esto es, la gestión integrada del ambiente y el territorio.
La
organización de los procesos necesarios para la producción de esas condiciones
de producción es una responsabilidad fundamental del Estado, y la forma en que
cada uno la ejerce expresa con especial claridad el carácter social de ese
Estado, esto es, los intereses y valores que rigen sus relaciones con su propia
sociedad. La organización de tales procesos, en efecto, abre todo un abanico de
opciones. En un extremo de ese abanico, el Estado puede asumir el monopolio de
todas las funciones relacionadas con la producción de esas condiciones y con el
acceso a las mismas de otros productores. Tal fue el caso del Estado soviético.
En el otro extremo, el Estado puede transferir la mayor parte de esas funciones
a operadores privados, reteniendo para
sí algunas tareas de regulación y control del cumplimiento de las mismas. Tal
ha sido, hasta ahora, el caso de la gestión de esos servicios en el caso de los
Estados neoliberales.
Entre
ambos extremos, naturalmente, hay múltiples combinaciones intermedias. En todas
ellas, sin embargo, el Estado conserva una función de intermediación política
entre todas las partes involucradas, la cual puede ir desde la gestión de
conflictos por vía de la negociación, hasta la represión de expresiones de
descontento asociadas a tales conflictos. Lo esencial, en todo caso, es que el
éxito o el fracaso del Estado en el cumplimiento de esa función dependerá de la
relación general de fuerzas – o debilidades – que se derive del grado de
desarrollo cultural y organizativo de cada una de las partes involucradas,
incluyendo por supuesto a las agencias gubernamentales directamente implicadas.
Dado que todos estos elementos son el producto de complejos procesos de formación
y transformación a lo largo del tiempo, su análisis en perspectiva histórica
puede aportar valiosos elementos de juicio respecto a la viabilidad y la
eficacia de las diversas opciones para la creación de mercados de bienes y
servicios ambientales en nuestros países.
II
Aquí
conviene empezar con una precisión. Mientras en el resto de Occidente las
abreviaturas AC y DC sirven para ordenar el tiempo en un antes y un después del
nacimiento de Cristo, entre nosotros sirven además
para ordenar nuestra propia historia en sus dos momentos fundamentales: antes y
después de la Conquista europea. Así, la extraordinaria complejidad
ecosistémica, social y cultural de América Latina tiene su origen en el período
1500 – 1550, cuando la región se vio incorporada - mediante la violencia
ejercida por los últimos grandes enclaves de poder feudal en Europa -, al
proceso de formación del moderno sistema mundial, como proveedora de alimentos
y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa modalidad de
inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que opera con
tiempos y modalidades distintas en tres sub regiones diferentes – que a menudo
se sobreimponen a las estructuras político – administrativas de los Estados de
la región - , y en todos los planos de la interacción entre los sistemas
sociales y naturales presentes en cada una de ellas.
Las subregiones a que
hacemos referencia se despliegan entre los siglos XVI y XIX, de acuerdo a la
forma fundamental de organización de las interacciones entre los sistemas
sociales y naturales en el espacio americano. Una se articula a partir del
trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no exclusivamente – a actividades
de plantación. Otra se constituye a partir de distintas modalidades de trabajo
servil – desde la encomienda al peonaje -, destinado sobre todo a la producción
de alimentos y a la explotación minera. Y otra más toma forma a partir de una amplia modalidad de actividades de
subsistencia en los inmensos espacios de la región que escapan a la articulación
directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado, como
la Amazonía, la Orinoquia y el litoral Caribe mesoamericano.
La primera de esas
regiones tiene, así, un claro carácter afroamericano, asociado con frecuencia a
una gran debilidad organizativa de los sectores más pobres. La segunda tiene un
carácter indoamericano, en el que persisten a menudo importantes tradiciones de
organización campesina y comunitaria. La última, de carácter indígena y
mestizo, sin tradiciones relevantes de producción para un mercado que en el
mejor de los casos sólo ha tenido una importancia complementaria, nunca
central, en sus actividades económicas y sociales, pasó a constituirse así en
una frontera interior de recursos sometida a una constante presión por parte de
las otras dos.
Esas regiones,
ciertamente, constituyen una realidad en constante transformación. Así, el
tránsito del siglo XIX al XX es testigo de la formación de mercados de trabajo
y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de
territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para crear las premisas indispensables a la
apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de
economías de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los
ciclos posteriores – populista, desarrollista y neoliberal – marcarán el camino
hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
Hoy, asistimos a lo que
bien podría ser la incorporación de las últimas fronteras de recursos a la
economía global. Esto explica la creciente importancia que adquieren en
nuestras sociedades los conflictos de origen ambiental – esto es, aquellos que
surgen del interés de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de
los ecosistemas que comparten –. Y esto
hace necesario, también, entender que esos conflictos no se reducen al
enfrentamiento entre ricos y pobres, mestizos e indígenas, grupos rurales y
urbanos, o capitalistas nacionales y extranjeros, sino que expresan todo eso y
mucho más.
La transformación de
las fronteras de exclusión de anteayer en las últimas fronteras de recursos de
hoy, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos de
infraestructura, no es tanto el resultado del desarrollo interno de nuestras
propias sociedades sino, y sobre todo, del fomento de procesos de producción de
condiciones de producción de alcance global con apoyo técnico, financiero y
político de instituciones financieras internacionales. Dicho proceso – que
incluye la formación de una fracción “verde” del capital transnacional y
nacional – opera a menudo en contradicción, y a veces en conflicto, con las
fracciones extractiva, agraria, industrial y financiera, más tradicionales en
nuestros países.
III
El panorama descrito se
expresa con especial claridad en el caso de Panamá. Aquí, a lo largo de diez
mil años, la gestión del ambiente y el territorio ha concedido una importancia
de primer orden al tránsito interoceánico como elemento articulador de la
actividad humana en el Istmo. Así, en el momento de la Conquista europea el
territorio panameño estaba organizado en cacicazgos asociados al control de
corredores interoceánicos de orientación Sur – Norte. Esos corredores definían
territorios estrcuturados a lo largo de grandes cuencas – como las de los ríos
Santa María, Coclé, Bayano y el sistema Chucunaque – Tuira - que facilitaban en
su parte alta el tránsito interoceánico, y ofrecían tanto el acceso tanto a una
multiplicidad de ecosistemas y recursos - desde los manglares de las zonas de
grandes mareas del Pacífico, hasta el bosque tropical húmedo y los yacimientos
de oro aluvial del Atlántico -, como a rutas de intercambio comercial entre los
mundos chibcha y maya, por las que circulaba una abundante riqueza.
Tras la Conquista, en
cambio, fue establecido un eje central de organización orientado en dirección
Este – Oeste, a partir de un corredor agroganadero a lo largo de las sabanas
antrópicas ya existentes entre Chepo y Natá, con prolongaciones posteriores en
dirección a la Península de Azuero y a Centroamérica, en la región Sur –
Occidental del país. Al propio tiempo, el establecimiento del monopolio del
tránsito por el valle del Chagres llevó a la clausura de las demás rutas
anteriormente en uso, y a la creación de una extensa frontera interior que
segregó la mayor parte del litoral Atlántico y del Darién del territorio
considerado “útil” en el nuevo ordenamiento creado por la Conquista. Esa
utilidad, por otra parte, era percibida a partir de una nueva cultura de la
naturaleza, que privilegiaba la sabana ganadera por sobre el manglar y el
bosque húmedo, promovía la explotación extensiva de un número mucho más
reducido de recursos específicos por sobre el manejo de ecosistemas complejos,
y valoraba esos recursos por su demanda en la zona de tránsito y en el mercado
exterior.
El principal centro de
población pasó a estar ubicado en la zona articulada por la ciudad de Panamá,
conectada al Este y el Oeste con su nuevo hinterland. La población indígena que
sobrevivió a la Conquista o que migró al Istmo después fue desplazada a tierras
marginales, o contenida más allá de la frontera interior, y la fuerza de
trabajo fundamental pasó a estar constituida por esclavos africanos, primero, y
por sus descendientes y la población mestiza del siglo XVIII en adelante. De
este modo, el contraste contemporáneo entre los paisajes sociales y naturales
del corredor interoceánico y los del interior del país no se debe a que haya en
el Istmo varios países en uno. Se trata, por el contrario, de la expresión
territorial de una de una misma sociedad integrada por grupos sociales que
organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una estructura de
poder tan contradictoria y conflictiva como para generar y sostener el proceso
de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental que hoy
conoce el país. Estamos, en suma, ante
un extraordinario ejemplo de una estructura que genera procesos de larga
duración.
Para comienzos del
siglo XXI, sin embargo, la creciente escasez relativa de tierra y agua en
Panamá genera tensiones sociales que tienden a encarecer los costos económicos,
sociales, políticos y ambientales de la actividad de tránsito, bloquean el
fomento de nuevas ventajas competitivas, e impiden un aprovechamiento integral
y sostenido de los recursos humanos y naturales del país. En ese marco, la
operación sostenida del Canal demanda hoy el desarrollo sostenible del país. Y
esto, a su vez, supone la necesidad de encarar las dificultades inherentes al
hecho de
que solo puede ser sostenible una sociedad democrática; que solo puede ser
democrática una sociedad culta, y que solo puede llegar a ser plenamente culta
y democrática una sociedad que sea a la vez próspera y equitativa.
Hoy, una mirada al país
desde el futuro que deseamos para nuestra gente revela ya posibilidades y
capacidades para construir una sociedad así mediante el fomento de los recursos
humanos y naturales que la sociedad insostenible que tenemos ha despilfarrado por más de cuatro siglos.
Nuestra propia gente, el agua y la biodiversidad de los ecosistemas que
garantizan su presencia en el Istmo son los principales recursos de Panamá. Y
la unidad fundamental de interacción de esos recursos está constituida por cada
una de las 52 cuencas hidrográficas que organizan desde sí mismo el territorio
de la nación.
La resistencia al cambio, en este plano, hunde sus raíces tanto en las
estructuras de relación con la naturaleza gestadas por la orgaización del
tránsito interoceánico vigente desde el siglo XVI, y sustentadas por las
estructuras de gestión pública asociadas a esa relación. Así, por ejemplo, la estructura político –
administrativa vigente en el país da lugar a que en la Cuenca del Canal – la de
más urgente necesidad de una gestión territorial y ambiental integrada -
coincidan 3 provincias (Coclé, Panamá y Colón), una decena de Distritos y unos
48 Corregimientos. Y a ello se agrega que todos los Distritos y corregimientos
ubicados en el perímetro de la Cuenca incluyan territorio situado fuera de
ésta. Las dificultades que esto supone son fáciles de imaginar.
Todo esto nos dice que
ha llegado ya la hora de empezar a discutir la transformación del Estado
panameño, para ponerlo en condiciones de contribuir realmente a la
transformación de la sociedad a la que debe servir. Si quiere ser eficaz, esa
transformación deberá encarar las afinidades y contradicciones entre las
estructuras naturales del país y la de las regiones geo económicas presentes en
el territorio nacional. Y esto, en lo más esencial, supone que ambas
estructuras – las naturales y las históricas – pueden converger o divergir en
el proceso de reordenamiento del territorio para su gestión integrada, pero que
en última instancia serán las naturales las que predominen. El país que emerja
de una transformación semejante será sin duda muy distinto al que nos legara la
Conquista, pero sin duda será también mucho más semejante a sí mismo y mucho
más capaz, por eso, de conocerse, ejercerse y crecer desde sí.
Es
bajo esa luz que cabe considerar el papel que viene desempeñando el Estado
panameños en la gestión del proceso de organización del mercado de bienes y
servicios ambientales en nuestro país. Aquí no sólo se trata de que el Estado
apenas ha iniciado el esfuerzo de deslinde de la trama –cada vez más
complicada– de sus propias estructuras de administración en la materia,
incluyendo la creación de las capacidades técnicas y culturales necesarias para
una gestión integrada del territorio y el ambiente. Se trata, sobre todo, de
que esas tareas son más importantes y complejas que nunca, dado el hecho de que
las principales áreas de provisión de los servicios ambientales de los que
depende la sostenibilidad del desarrollo en Panamá se ubican en las regiones de
menor nivel de desarrollo del país, en las que la pobreza afecta a entre el 60
y el 90 por ciento de la población, y coinciden los más altos niveles de
incultura con los más bajos niveles de organización social.
Precisamente por esto,
la comprensión de los riesgos y las oportunidades que se abren ante nosotros en
esta circunstancia exige pasar de un enfoque estructural, referido a modelos de
gestión más o menos bien definidos a priori, a otro de carácter sistémico,
referido a relaciones de interdependencia entre factores múltiples en cambio
constante, en el análisis de los problemas ambientales. Y dado que toda nuestra
educación ha tendido a formarnos en torno a una concepción estructural y
funcionalista de la realidad, el hecho de reconocer y enfrentar esta necesidad
representa ya un importante logro cultural y político. Cultural, porque
dispondremos de mejores respuestas en la medida en que seamos capaces de
producir mejores preguntas. Y político, porque empezamos a entender que si
queremos un ambiente distinto necesitamos crear una sociedad diferente.
En política, a
fin de cuentas, sólo podemos escoger entre inconvenientes. En este caso, se
trata de optar entre los problemas que origina la ausencia de un mercado de
bienes y servicios ambientales bien regulado y equitativo, y los que
inevitablemente acarreará la organización de ese mercado. A fin de cuentas, la
libertad consiste en poder decidir con qué problemas queremos vivir, y con
cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a las consecuencias de
lo que decidamos al respecto.
Fundación Ciudad del Saber, Panamá
Julio 2008 – agosto 2013
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