Hoy, como estigma de nuestros ires y venires, el petróleo se instala una
vez más en la palestra de los debates públicos en América Latina: en México,
con la llamada “propuesta de reforma energética” impulsada por el gobierno de
Enrique Peña Nieto; y en Ecuador, con la decisión del presidente Rafael Correa
de suspender la iniciativa Yasuní-ITT, que pretendía dejar
el petróleo en tierra en esa reserva ecológica.
Entre el oro negro y el oro verde: un dilema para el futuro de nuestra América. |
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
La del petróleo en América Latina es una historia de traiciones y
tragedias, interrumpida solo por algunos breves episodios donde el heroísmo
revolucionario y las luchas populares por la autodeterminación y la soberanía
han sabido reclamar su lugar en medio de tantas páginas de despojo, explotación
y guerras fratricidas orquestadas por las compañías transnacionales. Y todo
esto con el telón de fondo de unas oligarquías que, en los países productores,
tradicionalmente se regodearon en el poder, el exotismo saudita y el consumo
suntuario que proveían los petrodólares,
mientras la pobreza y la desigualdad sempiternas agudizaban las contradicciones
sociales.
El oro negro del
(mal)desarrollo capitalista, combustible
de la máquina imperialista en el planeta, entreteje buena parte del devenir político
y económico latinoamericano desde las primeras décadas del siglo XX y hasta el
presente, de la mano de la expansión de los monopolios estadounidenses por el
continente, especialmente la Standard Oil –propiedad del poderoso grupo
Rockefeller- y sus empresas derivadas.
Acaso el ejemplo más dramático, por su magnitud en pérdida de vidas
humanas, sea el de la Guerra del Chaco, o guerra
del petróleo, que enfrentó a Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935: el
conflicto dejó más 120 mil víctimas de ambos bandos, y la garantía de acceso a
los ricos yacimientos bolivianos para la Standard Oil, que a su vez había
financiado la compra de armas para el ejército boliviano. En un pasaje de su
obra El infierno de verde (1935), una
suerte de diario novelado de esta conflagración, el periodista costarricense
José Marín Cañas escribió: “¿La Standard
Oil? ¿El petróleo hurgando las vísceras del Chaco? ¿Los hombres abandonados en
la mitad de una gran desolación para poseer algo intangible, cuya propiedad se
escapaba a nuestros sentidos? ¿Por qué peleamos?”
Pero las disputas por el petróleo no quedaron solo en la tragedia
paraguaya y boliviana. También se tradujeron en golpes de Estado alentados por
la rivalidad interimperialista entre Estados Unidos y Gran Bretaña, como lo
describe Eduardo Galeano en Las venas
abiertas de América Latina (1971): a partir de 1930, en Argentina, Brasil,
Uruguay y Venezuela, empresas británicas y estadounidenses estuvieron detrás
del ascenso y caída de gobiernos civiles y militares, cada vez que sus
intereses se vieron en riesgo de ser afectados. Bien lo había dicho el poeta
Pablo Neruda en su Canto General
(1950): “Un presidente asesinado / por
una gota de petróleo, / una hipoteca de millones / de hectáreas, un
fusilamiento / rápido en la mañana /mortal de luz, petrificada (…) / una
traición, un tiroteo / bajo la luna petrolada, / un cambio sutil de ministros /
en la capital, un rumor / como una marea de aceite, / y luego el zarpazo…”
¿Dónde se abrió paso el heroísmo, en medio de las sombras del poder del
monopolio, del capital extranjero y sus conjuras? Allí donde pueblos y
dirigencias se alzaron en defensa de los bienes de la nación: en México, el 18
de marzo de 1938, el presidente Lázaro Cárdenas, acosado por las presiones de
las compañías estadounidenses y británicas, la Standard Oil de Nueva Jersey y
la Royal Dutch Shell –apoyadas por sus respectivos gobiernos- decreta la
nacionalización del petróleo y crea Petróleos Mexicanos (PEMEX), que llegaría a
ser una de las principales empresas estatales del continente en este campo. De
la gesta de Cárdenas, acaso la última de la Revolución Mexicana iniciada en
1910, el historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy ha dicho que fue “la más radical medida antiimperialista
adoptada hasta entonces en toda la atribulada historia de América Latina”.
Junto al nacionalismo revolucionario de México, podemos identificar
otras dos experiencias de radicalización nuestroamericana, en las que gravitan
con fuerza, en su génesis y desarrollo, las disputas por el petróleo y su
control estratégico: en 1960, la triunfante Revolución Cubana interviene y
nacionaliza las refinerías de la Standard Oil de Nueva Jersey, de la Shell y de
Texaco, que se negaban a procesar el crudo soviético; en respuesta a estas
medidas, las empresas y el gobierno estadounidense iniciaron las maniobras
económicas y políticas que desembocaron, un año después, en el bloqueo criminal
que aún sufre la isla. Y en Venezuela, entre 2002 y 2003, Hugo Chávez y el
pueblo bolivariano derrotaron un golpe de Estado gestado desde los Estados
Unidos y un sabotaje contra la industria petrolera y la empresa PDVSA,
conviertiendo así la adversidad y la aparente derrota, en una victoria
estratégica: de los hechos de aquellos días emergieron una política interior y
una política exterior que colocaron la redistribución de la riqueza generada
por el petróleo como la punta de lanza de proyectos de salud, educación,
vivienda y cultura, y de la construcción de esquemas alternativos de integración
regional en torno al ALBA y Petrocaribe.
Hoy, como estigma de nuestros ires y venires, el petróleo se instala una
vez más en la palestra política de América Latina: en México, con la llamada
“propuesta de reforma energética” impulsada por el gobierno de Enrique Peña
Nieto, que amenaza con destruir para
siempre el legado de la nacionalización de Cárdenas y a PEMEX; y en Ecuador, con
la decisión del presidente Rafael Correa de suspender la iniciativa Yasuní-ITT,
que pretendía dejar el petróleo en tierra
en esa reserva ecológica. Correa argumenta que la falta de financiamiento de la
comunidad internacional hace inviable el proyecto, por lo que propuso que se permita la
explotación del 1% del campo petrolero en ese territorio, por parte de la
empresa estatal Petroamazonas.
En ambos casos, los debates permanecen abiertos y la polémica aflora
entre diversos actores. Serán las
próximas semanas y meses permitirán valorar las reales repercusiones de estos
acontecimientos. No obstante, de las experiencias mexicana y ecuatoriana
podemos extraer, provisionalmente, una conclusión: los entresijos y
contradicciones de los procesos políticos latinoamericanos, unos sometidos
totalmente al neoliberalismo y los designios imperiales; y otros, que intentan
abrir caminos posneoliberales en medio de la crisis global, sin más
orientaciones que el método de prueba y error –con todo lo que esto implica-, revelan
en toda su complejidad los dilemas políticos y culturales de las relaciones
entre naturaleza y sociedad, en países como los nuestros donde todavía se
impone el horizonte civilizatorio definido por el capitalismo occidental desde
hace más de cuatro siglos.
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