La decisión de Correa
genera ondas de choque en diversos planos. Al liberar a las petroleras, se pone
en riesgo inmediato un ecosistema de alta biodiversidad, y a los pueblos
indígenas que lo habitan (incluyendo aquellos que viven en aislamiento).
Eduardo Gudynas / ALAI
Una de las iniciativas
ambientales más originales de los últimos años, originada en Ecuador, buscaba
dejar el petróleo en tierra para preservar la Amazonia y sus pueblos indígenas.
Era una idea construida desde la sociedad civil que se concretó en 2007,
durante el primer gobierno de Rafael Correa, enfocándola en proteger el Parque
Nacional Yasuní, y sus áreas adyacentes (conocidas por la abreviatura ITT).
Esos esfuerzos terminaron pocos días atrás, cuando el gobierno anunció la
cancelación de esa iniciativa y permitir la explotación petrolera.
La idea de una
moratoria petrolera en Yasuní-ITT maduró durante muchos años, pero contó con un
marco excepcional otorgado por el sistema de derechos aprobados en la nueva
Constitución de 2008. En ella se organizan de mejor manera los derechos a la
calidad de vida de las personas, la regulación del uso de los recursos
naturales y las salvaguardas a los pueblos indígenas. En paralelo a éstos, se
reconocieron por primera vez los derechos de la Naturaleza o de la Pachamama.
De esta manera quedó establecido un mandato constitucional ecológico, que para
ser cumplido no podría permitir una actividad de tales impactos como la
explotación petrolera en Yasuní-ITT.
En etapas siguientes,
el gobierno mantuvo la moratoria petrolera pero comenzó a buscar opciones
alternativas para lograr una compensación económica. En aquel tiempo se razonó
que Ecuador perdería un estimado de más de 7 mil millones de dólares por no
extraer los 920 millones de barriles de crudo que estaban debajo del
Yasuní-ITT. El presidente Correa afirmó que si se lograba un fondo de
compensación de al menos la mitad de esas ganancias perdidas, se mantendría la
suspensión petrolera.
La condición para la
protección del área pasó a estar desde entonces en recolectar 3 600 millones de
dólares. Se diseñaron distintos mecanismos y justificaciones para implementar
ese fondo internacional, donde gobiernos, empresas o personas, pudieran
depositar dinero. La idea era sensata, ya que existen muchos argumentos por los
cuales otros gobiernos, especialmente del norte industrializado, deberían ahora
apoyar solidariamente la protección de la biodiversidad, abandonando así su
postura clásica de apropiarse vorazmente de los recursos del sur.
Pero con el paso del
tiempo, el andamiaje conceptual gubernamental comenzó a crujir. Por un lado, se
insistía cada vez más en la idea de la compensación o indemnización económica.
Por otro lado, comenzó a quedar en segundo plano la fundamentación basada en
los derechos de la Naturaleza, para pasar a priorizar argumentos enfocados en
detener el cambio climático global. Se sostenía que se debía mantener el
petróleo bajo tierra para evitar que una vez extraído fuera quemado en algún
sitio, y los gases producidos alimentaran el calentamiento global. Con ello, la
propuesta era sobre todo una compensación económica para evitar un aumento en
el cambio ambiental planetario.
La iniciativa
Yasuní-ITT era mirada con mucho interés por la comunidad internacional y
despertaba muchas ilusiones entre varios movimientos sociales, al ser un
ejemplo de una transición postpetrolera. Pero siempre sufrió de tensiones, como
el constante recordatorio gubernamental de pasar a un “plan B” que consistía en
explotar ese petróleo amazónico, e incluso contradicciones, como fueron las
declaraciones presidenciales contra los posibles donantes internacionales.
El presidente Correa
acaba de presentar varios argumentos para cancelar esta iniciativa de moratoria
en Yasuní-ITT. Uno de ellos fue denunciar la falta de apoyo de la comunidad
internacional, calificándola de hipócrita. En parte le asiste la razón, ya que
muchas naciones industrializadas crecieron gracias a la expoliación de los
recursos del sur, y la iniciativa Yasuní-ITT les permitía comenzar a saldar
esas deudas. Pero tampoco puede minimizarse que al condicionar la moratoria
petrolera a una compensación económica, se cayó en una contradicción insalvable.
Es que el mandato constitucional ecuatoriano obliga a la protección de ese tipo
de áreas, tanto por proteger los derechos de indígenas como los de la
Naturaleza. Se vuelve muy difícil pedir a otros gobiernos una compensación
económica por cumplir con una obligación constitucional propia. Una adecuada
analogía sería la de un país que le pide a otros compensaciones económicas por
sus gastos en atender la salud de sus niños.
Otro argumento
presidencial se basa en una actitud de optimismo tecnológico, sosteniendo que
ahora sí se puede hacer una explotación petrolea en la Amazonia minimizando los
impactos. Esta actitud es muy común en varios gobiernos, pero es especialmente
paradojal en Ecuador, ya que allí se vivieron en carne propia los duros
impactos de extraer petróleo en la Amazonia. Esto ha quedado en evidencia en el
proceso contra Texaco-Chevrón. Toda la información científica disponible
abrumadoramente deja en claro los graves impactos de las petroleras en
ambientes tropicales.
El combate a la miseria
es otro de los argumentos presidenciales para cancelar la moratoria petrolera.
Esta es una posición que suscita muchas adhesiones, y debe celebrarse que se
usen los recursos naturales en beneficio del país, en lugar que nutran las
arcas de empresas transnacionales. Pero decirlo no resuelve el problema de cómo
asegurar que ello suceda. Es que más o menos lo mismo sostienen las empresas
(cuando prometen, por ejemplo, que la minería resolverá la pobreza local y
generará empleo), lo repiten unos cuantos gobiernos ideológicamente muy
distintos (la “locomotora minera” de Santos se supone que reducirá la pobreza
en Colombia), y está en el núcleo conceptual del desarrollo convencional
(creyendo que todo aumento de exportaciones arrastrará al producto interno, y con
ello se reduciría la pobreza).
Hay muchos pasos
intermedios entre extraer un recurso natural y reducir la pobreza, y es
precisamente en esas etapas donde se originan multitud de problemas. Estos van
desde los dudosos beneficios económicos de ese tipo de extractivismo (ya que lo
que el Estado ganaría por un lado por exportar petróleo, lo perdería por otro
al atender sus impactos sociales y ambientales), el papel del intermediario
(donde las empresas, sean estatales o privadas, del norte o de amigos del sur,
sólo son exitosas cuando maximizan su rentabilidad, y casi siempre lo hacen a
costa del ambiente y las comunidades locales).
La decisión de Correa
genera ondas de choque en diversos planos. Al liberar a las petroleras, se pone
en riesgo inmediato un ecosistema de alta biodiversidad, y a los pueblos
indígenas que lo habitan (incluyendo aquellos que viven en aislamiento). Se
desploma el intento de aplicar una alternativa postpetrolera, y la capacidad de
servir como ejemplo entre los demás países desaparece. La medida ecuatoriana
sin dudas alentará las presiones sobre áreas protegidas que también se viven,
por ejemplo, en Perú y Bolivia. También muestra que el país no logra cumplir
las promesas de diversificación productiva, y vuelve a caer en un papel de proveedor
de materias primas.
Pero posiblemente el
impacto más fuerte ha sido sobre el marco constitucional de los derechos de la
Naturaleza. Es que al final de su discurso, Correa regresó a la vieja oposición
de la década de 1970 entre desarrollo y conservación ambiental, cuando dijo que
el “mayor atentado a los Derechos Humanos es la miseria, y el mayor error es
subordinar esos Derechos Humanos a supuestos derechos de la naturaleza: no
importa que haya hambre, falta de servicios... ¡lo importante es el conservacionismo
a ultranza!”. Nadie en el ambientalismo defiende la miseria, sino que denuncian
que bajo los titulares de promover el crecimiento económico no sólo se
desemboca en mayores desigualdades sociales sino que se destruye el entorno
natural.
Al margen de esa
precisión, el problema es que en esa frase los derechos de la Naturaleza quedan
apenas como un supuesto. Si esos derechos son dejados a un lado, prevalecerá el
desarrollo convencional, con un nuevo triunfo del petróleo, ya que los impactos
sociales y ambientales no tienen valor económico. Los derechos de la Naturaleza
son una reacción a ese tipo de razonamiento. No son una concesión a las plantas
y animales, o a los ambientalistas, sino que son una necesidad para poder
proteger efectivamente a los pueblos y su patrimonio natural.
Todo esto hace que
quede planteada la angustiosa pregunta si el día en que cayó la iniciativa de
moratoria petrolera en la Amazonia de Ecuador, también no comenzaron a
desplomarse los derechos de la Naturaleza.
Eduardo Gudynas integra
el equipo de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).
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