Minados permanentemente los lazos solidarios inmanentes a la condición humana, cualquier vínculo asociativo trata de disolverse dentro de la globalización de la oferta y la demanda. El Estado como máxima organización de la demanda social siempre hace agua frente a los requerimientos colectivos. Un tire y afloje constante, en un escenario cambiante y convulsivo, donde cada hecho que surge parece ocultar las pequeñas batallas cotidianas ganadas sin estridencia.
La pandemia pasada, fue sepultada por la guerra de Ucrania de comienzos de este año y sus efectos inflacionarios, condicionan las economías de la región de diverso modo, el avieso atentado a la vicepresidenta revelando conspiraciones siniestras, como también la presión sin límites del imperio del norte expuesta en el viaje del ministro de economía esta semana, hecho que condiciona la vida de cada uno de los ciudadanos sobre los que pesa una deuda ilegítima, como los sucesivos endeudamientos padecidos.
El árbol no deja ver el bosque. No advertimos la recuperación de lo público porque de alguna manera seguimos sumidos en la nostalgia de lo perdido. Una de esas grandes pérdidas irrecuperables por su magnitud han sido los ferrocarriles.
Los ferrocarriles argentinos en sus 170 años llegaron a tener la red más extensa en América después de Estados Unidos. Su progresiva extensión ligada a los puertos de Rosario y Buenos Aires, fue la infraestructura básica del modelo agroexportador impuesto por el imperio británico a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
La incorporación del país como proveedor de materias primas al comercio victoriano decimonónico iba de la mano con la construcción de ramales hacia el interior del país, siendo los más rentables aquellos ligados con la riqueza del suelo, dejando a los estados provinciales o a la Nación aquellos ramales necesarios para la integración territorial.
El auge y desarrollo de las líneas férreas, como también incorporación masiva de mano de obra y la inversión productiva, conformó un monopolio exclusivo por parte de las empresas extranjeras durante casi un siglo. Período coincidente con la construcción y consolidación del Estado moderno y el andamiaje jurídico necesario para encausar la actividad ferroviaria en el país.
La incorporación de un medio tecnológico moderno como el ferrocarril, precisó de mano de obra experta que no había en el país en aquellos tiempos y hubo que traerla desde Europa.
Fiel a los mandatos de los padres fundadores de la Constitución liberal de 1853/60, Alberdi y Sarmiento, el primero con su apotegma “gobernar es poblar” impuso como enemiga la extensión territorial del país que iba naciendo, siendo necesario incentivar la llegada masiva de inmigrantes del norte europeo, aquel que había impulsado la revolución industrial.
No fue posible, las hambrunas mediterráneas convocaron a españoles e italianos. Sarmiento encandilado por la democracia norteamericana también pretendía anglosajones para sepultar a indios y mestizos a los que no era posible educar.
El debate silencioso se había iniciado, cada rincón del territorio esperaba ansioso el camino de fierro que lo conectara con los puertos e integrara su geografía para llevar sus productos y abastecerse de bienes industriales de los que carecía. Miles de pueblos crecieron a la vea de las vías conformando un nuevo paisaje en donde las estaciones eran los centros nerviosos de cada localidad.
Miles y miles de inmigrantes llegaban al puerto de Buenos Aires, tantos como miles de kilómetros se sumaban en el país. Julio A. Roca en su primer mandato, dejó 2.500 kilómetros al finalizar su gobierno en 1880.
En 1890, con la crisis que derivó en la revolución del Parque, había 9.490 kilómetros. Para entonces fue necesario establecer una nueva ley de ferrocarriles (Ley 2.873) y crear una Dirección Nacional que rigiera y supervisara la actividad de los ferrocarriles del territorio nacional. Por entonces había empresas de capitales ingleses, franceses, provinciales que circulaban de norte a sur y de este a oeste a través de 17 provincias y territorios nacionales.
Diez años más, junto con los festejos del Centenario, los rieles habían llegado a Chile, atravesando el macizo andino a 3.000 msnm a través de un túnel de 3.200 metros, toda una proeza de ingeniería para esos años. Su extensión superaba holgadamente los 22.000 kilómetros de vía.
Las empresas cada vez más ambiciosas al tener sobreabundancia de mano de obra, pagaban salarios más bajos y las jornadas laborales eran extensas, sin pago de horas extra y con pésimas condiciones de trabajo. Sobrevinieron graves conflictos y huelgas prolongadas, consolidando a las organizaciones gremiales que nucleaban a los maquinistas y foguistas en la Fraternidad, organización pionera entre los gremios nacionales, y luego los otros gremios que fueron reuniendo los distintos oficios ferroviarios de los talleres, los obreros de vías y obra, de tráfico, boleterías y estaciones a medida que iban adquiriendo consciencia de clase.
Los ferroviarios fueron los primeros en tener una Caja de Jubilaciones y pensiones para empleados ferroviarios a través de Ley 9.653 de 1915, previa a la llegada de Hipólito Yrigoyen mediante el voto secreto de la Ley Sáenz Peña en 1916.
El impacto de la Primera Guerra Mundial frena el comercio internacional por las dificultades del tráfico marítimo. La joven sociedad comienza a luchar por extender sus derechos, se suceden conflictos obreros donde el gobierno popular mira al costado, la Semana trágica de 1919 y la Patagonia rebelde años más tarde, aniquila a miles de obreros por la policía y el ejército argentino.
La crisis de 1929 y la gran depresión impulsan la ambición imperial, Inglaterra pone condiciones comerciales a la Argentina a través del pacto Roca-Runciman celebrado en 1933, luego del golpe de Estado de 1930 que instala al general Uriburu en el poder e inicia un período tan infame como fraudulento.
Las empresas ferroviarias de capital británico no se beneficiaron con la negociación del pacto y el gobierno fue indiferente a la crítica situación por la que atravesaban. En la opinión pública iba cobrando fuerza la idea de la obsolescencia del ferrocarril como medio de transporte frente al automotor. Las empresas de ómnibus y camiones locales iban ampliando su mercado, desestimando como antinacional cualquier medida en beneficio de las empresas extranjeras.
Para 1945 el sistema ferroviario mantenía su primacía como medio de transporte a pesar del avance automotor y conservaba la capacidad de respuesta ante la cambiante demanda del mercado.
La extensión de las vías ya había superado los 42.036 kilómetros y las empresas ferroviarias empleaban 142.162 operarios.
La finalización de la Segunda Guerra mundial encuentra al país con reservas suficientes para realizar grandes cambios, hace falta la voluntad política que los lleve a cabo. El ciclo del Estado de Bienestar iniciado años antes por el presidente Roosevelt y sus políticas de pleno empleo inspiradas en John M. Keynes es un modelo que se extiende rápidamente.
En Argentina, luego de la revolución de 1943, las pondrá en ejecución el coronel Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión Social.
Terminada la guerra y dado que el modelo ferroviario argentino ya no es viable, las empresas ferroviarias privadas ven con buenos ojos la venta por parte del gobierno británico a la Argentina. En julio de 1946 el gobierno británico envía una misión con el objeto de negociar las deudas acumuladas con el país durante el conflicto. En materia ferroviaria los negociadores británicos pretendían 150 millones de libras compensado con ese monto parte de la deuda. El gobierno argentino representado por el presidente del Banco Central, Miguel Miranda no mostró mayor interés en la cuestión de los ferrocarriles y centró su atención en la devolución de los saldos comerciales acumulados. Aunque por instrucciones del presidente Perón, que quería mantener relaciones cordiales, aceptó una negociación en conjunto de todos los temas. Se llegó a un acuerdo conocido como Miranda Eady (el jefe de la misión británica) por el cual en relación a los ferrocarriles, se disponía la creación de una empresa mixta, con un capital reconocido a los inversores británicos a fijar de común acuerdo y con un aporte estatal de $ 500 millones moneda nacional.[1]
El proyecto de empresa mixta no fue bien recibido en el país por la oposición, acusando al gobierno de ceder ante las pretensiones británicas. Finalmente el gobierno cambió de posición y decidió en marzo de 1948, perfeccionar la compra, mediante un adelanto de 100 millones de libras y 10 millones de libras en compensación por el aumento del precio de la carne sobre el valor pactado con anterioridad, más 35 millones de libras del saldo de la cuenta corriente disponible por operaciones comerciales recientes y 5 millones de libras acumulados durante la guerra. Argentina pagó el precio pactado.[2]
La compra de los ferrocarriles fue celebrado por el gobierno y la sociedad argentina como la recuperación de la soberanía en materia de transportes. Lejos de un fin largamente esperado, era el comienzo de un nuevo gran desafío en la gestión de un medio que comenzaba a competir con el automotor.
A partir de 1955, con la autodenominada Revolución Libertadora, se condena todo lo realizado en el período anterior, sobre todo se critica el proceso de nacionalización llevado a cabo en marzo de 1948 y el manejo posterior de los ferrocarriles.
Si bien en lo operativo y reglamentario continuó siendo el de la vieja escuela inglesa, en lo gerencial se dio participación a políticos y los obreros, además hubo un aumento progresivo en el ingreso de empleados y obreros.
El entonces ministro de Transportes, el general Juan José Uranga, fue reemplazado por el almirante Saadi Bonet con la llegada de Pedro Eugenio Aramburu. Esta conducción preocupada por los déficits creó una comisión para su estudio y solución. Comisión que estableció que la causa era la obsolescencia del material y la no renovación, y para solucionarlo propuso la incorporación masiva de locomotoras diesel en reemplazo de las de vapor de mayor costo operativo.[3]
También se decidió que los ferrocarriles debían funcionar como una empresa, para lo cual creó la Empresa de los Ferrocarriles del Estado Argentino EFEA y se reorganizó la Dirección Nacional de Ferrocarriles.
El debate silencioso se precipita cuando el país parece hacerse añicos y sus destructores, los que tomaron el poder por la fuerza de las armas, sólo pretenden aniquilar al enemigo. Ahí, desde lo más profundo de las entrañas de la sociedad crece el instinto de preservación que vuelve a encaminar las cosas y ese ser colectivo tambaleante y moribundo vuelve a ponerse de pie, reúne a los escombros y vuelve a poner los mecanismos en funcionamiento.
A fines de la década de 1950, la consigna de disminuir el déficits de los ferrocarriles tomaba la alternativa aconsejada por el Plan Larkin, de cerrar ramales y erradicar las locomotoras a vapor, cambiar la tracción por locomotoras diesel eléctricas y electrificar algunos ramales importantes. Programa que se irá cumpliendo en la década siguiente, en un clima político de proscripción peronista, gobiernos radicales débiles y golpes militares.
El ferrocarril ha vivido diferentes etapas en su larga trayectoria donde ha vuelto a encontrar las personas adecuadas y las razones para ponerlo en marcha, tal vez como revancha a quienes lo destruyeron, tal vez a sabiendas que sigue siendo el medio de transporte terrestre masivo más importante, barato y sustentable para el transporte de bienes y personas, cuya tecnología a nivel mundial ha producido adelantos constantes e insospechados.
El ferrocarril también conformó el esqueleto, la estructura, el cuerpo del país por los que circulaba la vida desde siempre, formando icónicamente parte de su identidad y prueba concreta de su existencia complicada y controvertida.
Luego del apagón de los noventa, cuando el menemismo firmó su defunción clausurando los trenes de pasajeros del interior, echando a la calle 100 mil empleados y dejando un tercio de las vías, acompañados por los gremios cómplices que arrojaron tierra sobre su tumba, las empresas concesionarias se repartieron las achuras sobrantes y abonaron el terreno para la crisis terminal del 2001; la salvación individual volvió a recorrer las calles, una desolación que parecía no tener fin.
Como el ave fénix con Néstor Kirchner en 2003, el ferrocarril volvió a ponerse en marcha lentamente, cuando los despojos de maquinaria y equipos se oxidaban apilados en las instalaciones en desuso y la demanda del conurbano bonaerense viajaba hacinada exigiendo mejoras. Allí empezó de nuevo todo.
Desde mayo de 2015, durante el segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, Ferrocarriles Argentinos Sociedad del Estado, FASE, creada por ley 27.132, administra la totalidad de la red de transporte de cargas y pasajeros, ocupando alrededor de 30 mil obreros y empleados.
Este año llegó el tren de pasajeros a la localidad de Justo Daract en San Luis, dentro de la recuperación de la línea San Martín que llegaba a Mendoza y San Juan, y se espera que a fines de este año llegue nuevamente a la estación Gutiérrez, cercana a la ciudad de Mendoza.
También este mes, partió desde la ciudad de Posadas, Misiones con destino a Encarnación, Paraguay una locomotora dentro de la línea Urquiza, esperando que en un futuro se reinicie el transporte de cargas.
La línea Belgrano Cargas fue la primera en reactivarse y renovar vías y equipamiento al servicio de las economías regionales del noroeste argentino. A través de ella circulan cereales, oleaginosas, subproductos, azúcar, cemento, piedras y otros eventuales.
El debate silencioso, ese que alimenta las ilusiones y forma parte del trabajo cotidiano de millones de argentinos cada día, está lejos de la vocinglería mediática, del odio enceguecedor que perturba los ánimos y oculta la realidad más evidente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario