sábado, 10 de agosto de 2024

Nuevos valores socialistas: una esperanza

 Hoy día, cuando el pensamiento de derecha y conservador parece teñir todo, cuando las ideas de cambio social son puestas en entredicho, negándolas, abominándolas o, en su caso extremo, ridiculizándolas, hablar de “socialismo” suena a exabrupto, a anacronismo. O más aún: a desvarío. Al menos, así intenta presentar las cosas esa avanzada ideológica que hoy cubre buena parte del planeta. 

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Viendo cómo van los acontecimientos del mundo, con un discurso omnímodo de esa derecha ensoberbecida que presenta el socialismo como rémora enfermiza de un pasado que nunca jamás debe volver a repetirse -para que no queden dudas: hay que sacar a Maduro del poder, ese “sanguinario dictador” castro-comunista, ¿y después será el turno de Cuba?- hablar de cambio social, de revolución, de lucha de clases, hoy por hoy parece quimérico. ¡Pero no lo es! 

 

El actual no es un momento de avance de las luchas populares. Todo lo contrario; seríamos ciegos, o tontos irresponsables, si no lo viéramos. El sistema capitalista ha ido encontrando poderosos antídotos contra todos los intentos de transformación; deja espacios pequeños, de cambios cosméticos que no tocan las raíces (decir “matria” en vez de “patria”, o “sororidad” en vez de “fraternidad”), con los que puede dar la idea de “progresismo”. Pero si esos cambios los financian fundaciones como Soros o Bill Gates, ya está todo dicho. El sistema sabe lo que hace, porque tiene mucho, muchísimo que perder. El pobrerío no tiene nada que perder “más que sus cadenas”.

 

Ahora bien: seguir buscando transformaciones radicales no es ningún despropósito, un desvarío ni una afiebrada visión de “locurita” juvenil. Es una imperiosa necesidad impostergable para la humanidad. Un sistema que produce más comida de la necesaria para alimentar satisfactoriamente a toda la población mundial pero que, para mantener la tasa de ganancia empresarial prefiere hacer morir de hambre a 20,000 personas por día desperdiciando los alimentos producidos, y que gasta la infame cifra de 76,000 dólares por segundo en armamentos (hoy la industria y actividad científico-técnica más desarrollada de los seres humanos), todo ello nos muestra que los valores que rigen la marcha del mundo en la actualidad son absolutamente cuestionables. Si junto a ello ponemos el consumo de drogas como otro de los grandes negocios mundiales (1,600 muertes diarias por sobredosis), es evidente que algo no funciona bien. 

 

En tal sentido es impostergable cambiar los parámetros que rigen la dinámica global; hay que transformar esos valores, esa cultura consumista y esa apología sin par del individualismo que trajo el sistema capitalista. Recuérdese al respecto esa banal fantasía de que “todo depende de mi propio esfuerzo”, “soy libre y decido mi vida”, “el que quiere, puede”; esos valores fueron ganando terreno en estos últimos dos siglos, y el “espíritu capitalista” es hoy ampliamente dominante en prácticamente todo el mundo. La sociedad no existe. No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”, pudo decir -erróneamente- un ícono del neoliberalismo como la ex primera ministra de la medieval monarquía hereditaria del Reino Unido, Margaret Thatcher. Quien osa cuestionar esos valores es tratado de dinosaurio jurásico, de desubicado o, en el peor de los casos, silenciando, a veces a balazos. De hecho, la Psicología hegemónica en el mundo capitalista apuesta por esa forma de tratar lo humano: todo depende del esfuerzo personal, con lo que se afirma una presunta “libertad” originaria de cada individuo que, según esa visión, sería inalienable, pretendido valor supremo. Desde una mirada más realista -o, mejor aún: crítica- puede observarse que el sujeto humano no es espontáneamente un heroico revolucionario que lo quiere cambiar todo, comprometido a toda hora con la transformación social, sino un ser adaptado, más bien conservador, que vive básicamente en rutinas que le permiten su sobrevivencia y que, en su cotidianeidad, no encuentra cómo cambiar las cosas. En otros términos: uno más del rebaño. Homero Simpson puede ser su ícono representativo. 

 

Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse en una pintada callejera durante la Guerra Civil Española en la década de 1930. La idea de “hombre nuevo” que comenzó a impulsarse con el socialismo, en los albores de la revolución rusa y luego con los aportes de Ernesto Che Guevara en Cuba, fomentando una nueva ética basada en la solidaridad, la abnegación total y el internacionalismo, de momento no parece prosperar como en otro tiempo se esperaba. ¿Acaso esos valores son una quimera, una utopía inalcanzable, o el análisis nos confronta con procesos terriblemente complejos y, en lo fundamental, lentos, muy lentos? El cambio en los valores, en aquellas formaciones ideológico-culturales que moldean nuestra vida, es algo insufriblemente lento. Hoy día enviamos cohetes a Marte, pero, al mismo tiempo, seguimos manteniendo un pensamiento mágico-animista que nos permite afirmar que una mujer virgen parió a un bebé, el cual luego murió y resucitó, volando hacia las alturas celestiales. Cambiar la tecnología es relativamente más fácil; cambiar arraigados prejuicios cuesta horrores: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, dijo Einstein. 

 

Los cambios son lentos. La Unión Soviética, luego de 70 años de socialismo, no pudo cambiar de raíz una cultura ancestral basada en la diferencia, la jerarquía, el patriarcado, el autoritarismo. Prueba de ello es que, luego de varias décadas de construcción socialista, fácilmente se pudo volver a los peores y más aberrantes valores capitalistas, basados en un ideario supremacista, individualista, burdamente materialista: se vale por lo que se tiene (un Lamborghini “vale más” que un Lada, no solo monetariamente. ¿Nos hará “mejores” seres humnos?). 

 

La observación objetiva del actual desempeño humano está más cerca de lo descripto por Voltaire, uno de los principales ideólogos de la burguesía revolucionaria de su momento, mentor principal del Iluminismo dieciochesco, quien reflexionaba en su obra magna “Cándido o el optimismo”: 

 

¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?” 

 

Sin dudas, la puntualización hecha por este autor parece no alejarse mucho de la realidad. Las sociedades clasistas, por lo que puede constatarse, generan eso: masas que pueden ser manipuladas con bastante facilidad, donde esa descripción de cada individuo parece bastante acertada. El socialismo aspira a algo distinto. Esa aspiración, por cierto, no es absurda ni desubicada: es totalmente válida. Pero los intereses antagónicos la obstaculizan, la ridiculizan, la bombardean de mil modos.

 

No debemos olvidar nunca que el ideario socialista, los nuevos valores que pretende crear esta novedosa cultura revolucionaria o, dicho de otra manera: los cuadros encargados de conducir ese cambio y los pueblos que serían los realizadores del mismo en tanto masas en movimiento que aportan esa energía decisiva para la transformación, provienen en todos los casos de este mundo, de esta realidad social, de esta historia. Nadie está exento de ello. Nadiepuede, bajo ningún punto de vista, estar exento. Si Carlos Enrique Marx tenía un hijo extramatrimonial (¡qué machista! se podría decir), ¿eso invalida su genial pensamiento revolucionario? Por tanto, todo el mundo adolece de estas formas a las que, con criterio objetivo y riguroso, no se le podría llamar simplemente “lacras”, sino elementos de nuestra actual condición humana. Más que “adolecer”, debería decirse “somos producto de ellas”. Sin repetir exactamente lo apuntado por Voltaire -quizá algo exagerado en su descripción…, aunque quizá no-, pero sin negar que también existen a veces fabulosas expresiones de solidaridad, de comunitarismo espontáneo de la más profunda honestidad, no puede menos que reconocerse que en todos los habitantes del planeta -hoy día, salvo los pequeños grupos pre-neolíticos con sociedades no estratificadas en clases sociales que por allí persisten- se dan estas formaciones civilizatorias de individualismo, patriarcado, desconfianza/discriminación de lo distinto, autoritarismo, homofobia, espíritu conservador y algún otro etcétera no muy encomiable. 

 

No existen los superhombres que hayan superado todo esto. Los “revolucionarios” -categoría difícil de definir, ¿quiénes son en realidad?, ¿los hay?- no están al margen de todo esto. Incluso se ha dicho que Marx (el joven Marx al menos) pecaba de eurocéntrico, pues veía como países “civilizados” solo a las potencias industriales de Europa; sin dudas, así fue, aunque posteriormente amplió su mirada “colonial” vaticinando que la “atrasada y semifeudal” Rusia zarista podía ser un foco revolucionario. Sin dudas, no se equivocó. La cuestión a no olvidar nunca es que los sujetos, todos y todas por igual, somos irremediablemente hijos de nuestro tiempo, es decir: de nuestro ambiente cultural, civilizatorio, de los valores que nos moldean. ¿Cómo escapar a eso? Es imposible. Las luchas de poder y esas “lacras” mencionadas están en los humanos. Es con esa madera, con esa materia prima, y no con otra, con lo que podrá emprenderse la construcción de la nueva sociedad. Por tanto, en esa construcción se repetirán indefectiblemente esos patrones. Eso es lo que vemos en las primeras, balbuceantes, muy tímidas, primerizas experiencias del siglo XX, con sus temerosos pasos, abriendo un camino nuevo, inventando sin un bagaje previo, como sí tiene hoy el capitalismo: siete siglos de existencia. La historia, definitivamente, pesa mucho. Preguntémonos críticamente, y sin el más mínimo ánimo de justificar sus tropiezos: qué se esperaba de este socialismo inicial, ¿la perfección, el paraíso terrenal?

 

Ante todo ello la expectativa es poder crear una nueva matriz donde esa cría humana se humanice de otra forma: no para la competencia sino para la solidaridad. Es decir: se críe en el marco de otros valores. Lo cual llevará a pensar en un nuevo orden familiar, distinto al que conocemos hoy día, y del que ya hay esbozos (en la Unión Soviética se empezaron a concebir: los hijos son de la comunidad, creándose un esquema nuevo). Al respecto, en 1918 decía la revolucionaria y feminista Alejandra Kollontai: 

 

El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva forma de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los niños de la gran familia proletaria. En vez del matrimonio indisoluble, basado en la servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y en sus obligaciones. En vez de la familia de tipo individual y egoísta, se levantará una gran familia universal de trabajadores, en la cual todos los trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y camaradas. Estas serán las relaciones entre hombres y mujeres en la Sociedad Comunista de mañana. Estas nuevas relaciones asegurarán a la humanidad todos los goces del llamado amor libre, ennoblecido por una verdadera igualdad social entre compañeros, goces que son desconocidos en la sociedad comercial del régimen capitalista.

 

La familia, como instancia histórica, es una institución, una más de tantas, y por tanto, también pasible de cambios. Ya lo vemos hoy día, cómo el matrimonio heterosexual, monogámico y patriarcal -supuestamente modelo de “normalidad” vigente- no está en crecimiento sino denotando una crisis, mostrando quizá su lenta retirada (divorcios cada vez más frecuentes, matrimonios igualitarios, familias monoparentales, parejas abiertas. ¿Se llegará pronto a la clonación industrializada en laboratorio?). En ese sentido, con la educación en nuevos valores, en una nueva ideología y una nueva práctica social, es que el socialismo continúa siendo una esperanza, porque de allí puede surgir ese mundo menos sanguinario que pensaron los clásicos: “Productores libres asociados” donde regiría la máxima de “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”.

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