“El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos. Si no lo hacemos, cargamos sobre la conciencia el peso de negar la existencia de los otros.”
Francisco, 2015[1]
Cuando se habla de ‘medio ambiente’ se indica particularmente una relación, la que existe entre la naturaleza y la sociedad que la habita. Esto nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados. […] No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza.[2]
En su primer capítulo – “Lo que está pasando en nuestra casa” – la Encíclica examina el estado del ambiente global diez años atrás. Lo fundamental de los problemas de hoy está presentes allí, desde el cambio climático hasta la pérdida de biodiversidad. “Estas situaciones”, dice,
provocan el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo. Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos. Pero estamos llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que él soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud.
Para atender a ese llamado, Laudato Si’ vincula el problema ambiental con su dimensión social y política para esclarecer su dificultad mayor, y los medios para encararla. Esa dificultad, nos dice, consiste en que
no disponemos todavía de la cultura necesaria para enfrentar esta crisis y hace falta construir liderazgos que marquen caminos, buscando atender las necesidades de las generaciones actuales incluyendo a todos, sin perjudicar a las generaciones futuras. Se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas, antes que las nuevas formas de poder derivadas del paradigma tecnoeconómico terminen arrasando no sólo con la política sino también con la libertad y la justicia.[3]
Ya entonces era visible “la debilidad de la reacción política internacional”, expresada en el sometimiento “de la política ante la tecnología y las finanzas” puesta en evidencia por “el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente.” Al respecto, dice la Encíclica,
Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos.[…] Así sólo podrían esperarse algunas declamaciones superficiales, acciones filantrópicas aisladas, y aun esfuerzos por mostrar sensibilidad hacia el medio ambiente, cuando en la realidad cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos o como un obstáculo a sortear.[4]
Es en esas organizaciones sociales -en toda su diversidad, desde las comunitarias hasta las internacionales-, donde la Encíclica ubica las mejores esperanzas para encarar la crisis socio-ambiental. Mediante ellas, dice, los seres humanos encuentran el mejor medio de relacionarse solidariamente entre sí para establecer vínculos solidarios con sus entornos naturales, construyendo en el proceso una cultura ambiental nueva que se nutra a un tiempo del “Evangelio de la Creación” – que la Encíclica aborda en su capítulo II – y una renovación de fuerte acento ético planteada en el III, “La Raíz Humana de la Crisis Ecológica”.
Desde allí, el capítulo IV – “Una Ecología Integral” – desarrolla la necesidad del abordaje de lo ambiental desde una perspectiva que trasciende la separación entre el conocer de lo natural y lo social que aún es dominante en la organización de nuestra cultura. Con ello contribuye al desarrollo de una cultura en la que el encuentro entre esos dos campos del conocer discurre a lo largo de la historia de las relaciones entre las sociedades y sus entornos naturales en las que se sustenta el desarrollo de la especie humana.
Hoy esa interacción encara el conflicto entre la aspiración dominante al crecimiento económico sostenido, y la sostenibilidad del desarrollo humano. Esto, en una circunstancia en la que desde fines del siglo XX se combinan una persistente inequidad en las relaciones sociales y una constante degradación ambiental a escala planetaria. Así, mientras la aspiración al crecimiento sostenido tiende a conducirnos al trabajo contra la naturaleza, la sustentabilidad del desarrollo humano depende de una relación armónica entre la geosfera, la biosfera y la antroposfera que sólo puede ser garantizada mediante el trabajo con la naturaleza.
Laudato Si’, aborda esta circunstancia en sus capítulos V – “Algunas líneas de Orientación y Acción”- y VI, “Educación y Espiritualidad Ecológica”. Allí invita a una reflexión desde la esperanza crítica, si tal cabe llamarla, señalando que desde mediados del siglo pasado, “y superando muchas dificultades,”
se ha ido afirmando la tendencia a concebir el planeta como patria y la humanidad como pueblo que habita una casa de todos. Un mundo interdependiente no significa únicamente entender que las consecuencias perjudiciales de los estilos de vida, producción y consumo afectan a todos, sino principalmente procurar que las soluciones se propongan desde una perspectiva global y no sólo en defensa de los intereses de algunos países. La interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común.[5]
Ante este desafío, añade, la misma lógica “que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza.” Ante esta situación, dice,
Necesitamos una reacción global más responsable, que implica encarar al mismo tiempo la reducción de la contaminación y el desarrollo de los países y regiones pobres. El siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. En este contexto, se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar.
A este respecto, se agrega que “las cuestiones relacionadas con el ambiente y con el desarrollo económico” no sean planteadas “sólo desde las diferencias entre los países, sino que requieren prestar atención a las políticas nacionales y locales.” Así, destaca un factor que actúa como “moderador ejecutivo” en las relaciones entre las sociedades y sus Estados: el derecho,
que establece las reglas para las conductas admitidas a la luz del bien común. Los límites que debe imponer una sociedad sana, madura y soberana se asocian con: previsión y precaución, regulaciones adecuadas, vigilancia de la aplicación de las normas, control de la corrupción, acciones de control operativo sobre los efectos emergentes no deseados de los procesos productivos, e intervención oportuna ante riesgos inciertos o potenciales.[…] Pero el marco político e institucional no existe sólo para evitar malas prácticas, sino también para alentar las mejores prácticas, para estimular la creatividad que busca nuevos caminos, para facilitar las iniciativas personales y colectivas.[6]
Aquí, la formación de “nuevos modelos de progreso” demanda cambiar “el modelo de desarrollo global”, lo cual implica “reflexionar responsablemente ‘sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones’”, pues
No basta conciliar, en un término medio, el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe. Simplemente se trata de redefinir el progreso. Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso.[7]
Así, “cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será impotente para resolver los graves problemas del mundo si la humanidad pierde su rumbo, si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad.” En este sentido
Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración. [8]
Ante este desafío, la Encíclica resalta que “en el seno de la sociedad germina una innumerable variedad de asociaciones que intervienen a favor del bien común preservando el ambiente natural y urbano”, lo cual incluye “el cultivo de una identidad común, de una historia que se conserva y se transmite.”[9] En breve, la Encíclica de Francisco nos recuerda que la creación de un ambiente distinto pasa por la de crear una sociedad diferente. La primera década de Laudato Si’ confirma, así, su vigencia ante los desafíos de nuestro tiempo, abierta a todos los seres humanos de buena voluntad y amor sencillo y directo al mundo natural del que hacemos parte privilegiada.
[1] Carta Encíclica Laudato Si’, del Santo Padre Francisco Sobre el Cuidado de la Casa Común, parágrafo 95.
[2] Francisco, Ibid., parágrafo 139.
[3] Francisco, Ibid., parágrafo 53.
[4] Francisco, Ibid., parágrafo 54.
[5] Francisco, Ibid., parágrafo 164.
[6] Francisco, Ibid., parágrafo 175-177.
[7] Francisco, Ibid., parágrafo 194.
[8] Francisco, Ibid., parágrafo 200 - 202. [c:gch]
[9] Francisco, Ibid., parágrafo 232.
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