Solo existe una salida a este conflicto asimétrico entre Washington y La Habana: un diálogo respetuoso, basado en la igualdad soberana, la reciprocidad y la no injerencia en los asuntos internos.
El 29 de octubre de 2025, por trigésimo tercer año consecutivo, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, 165 países exigieron el levantamiento de las sanciones económicas unilaterales impuestas por Estados Unidos, que asfixian al pueblo cubano desde 1960. A diferencia del año anterior, cuando solo Israel se había alineado con Washington oponiéndose a la resolución presentada por La Habana, esta vez otras cinco naciones cedieron ante las fuertes presiones ejercidas por la administración Trump: Argentina, Hungría, Macedonia del Norte, Paraguay y Ucrania. Otros doce países optaron por la abstención.
Condenado unánimemente por la comunidad internacional cada año desde 1992, este bloqueo afecta gravemente el bienestar de toda la población —en particular de los sectores más vulnerables— y constituye el principal obstáculo para el desarrollo del país. Así, de marzo de 2024 a febrero de 2025, las sanciones económicas de Estados Unidos costaron a Cuba la suma de 7,55 mil millones de dólares —un aumento del 50% respecto al año anterior—, es decir, un promedio de más de 20 millones de dólares por día y cerca de 15.000 dólares por minuto.
Esa cantidad equivale al consumo eléctrico de los 10 millones de cubanos durante seis años. Con esa misma suma, Cuba podría llenar la canasta básica de toda la población durante seis años, cubrir las necesidades de medicamentos del país durante 22 años o garantizar el transporte público nacional durante las próximas seis décadas.
Impuestas por el presidente Eisenhower con el objetivo de derrocar al gobierno revolucionario de Fidel Castro, las sanciones fueron mantenidas y reforzadas por los distintos gobiernos estadounidenses. Presentan características extraterritoriales —como la Ley Torricelli de 1992—, lo que significa que se aplican más allá de las fronteras nacionales, afectando a todos los países del mundo. Así, todo buque extranjero que atraque en un puerto cubano tiene prohibido ingresar a Estados Unidos durante seis meses. El objetivo de esta legislación es impedir el desarrollo del comercio internacional de Cuba con el resto del mundo.
Las sanciones son también retroactivas en virtud de la Ley Helms-Burton de 1996, que penaliza a las empresas extranjeras que invierten en propiedades en Cuba que pertenecieron a ciudadanos estadounidenses en la década de 1960. Esto constituye una aberración jurídica, ya que una ley no puede aplicarse a hechos anteriores a su adopción. El propósito de este texto —que atenta contra la soberanía de Cuba, así como la de los países que desean mantener relaciones normales con La Habana— es privar a la isla de inversiones extranjeras.
La retórica diplomática estadounidense para justificar el mantenimiento de una política hostil hacia Cuba ha evolucionado con el tiempo. En 1960, cuando Eisenhower impuso las primeras medidas coercitivas unilaterales, justificó su decisión mencionando la nacionalización de propiedades estadounidenses. En 1962, cuando su sucesor John F. Kennedy decretó sanciones totales contra la isla, invocó la alianza con la Unión Soviética. Durante las décadas de 1970 y 1980, Washington argumentó que el apoyo de La Habana a los movimientos revolucionarios e independentistas en todo el mundo constituía un obstáculo para un cambio de política. Finalmente, desde el colapso de la URSS, Estados Unidos esgrime la cuestión de la democracia y los derechos humanos para prolongar su guerra económica.
Si bien se observó una tregua durante el segundo mandato de Barack Obama, la llegada de Donald Trump marcó un recrudecimiento de las sanciones contra la isla. Durante su primera presidencia impuso nada menos que 243 nuevas medidas coercitivas, 50 de ellas en plena pandemia de Covid-19, lo que equivale a una sanción adicional por semana durante cuatro años. También incluyó a Cuba en la lista de países que apoyan el terrorismo. Desde entonces, más de 1.000 bancos internacionales se han negado a colaborar con la isla —que necesita urgentemente créditos e inversiones extranjeras— por temor a represalias. En cuanto a su sucesor, Joe Biden, en lugar de volver a un enfoque más constructivo, como durante el período 2014-2016, cuando era vicepresidente, optó por mantener las nuevas sanciones.
Así, más del 80% de la población cubana ha nacido bajo el régimen de sanciones impuesto por Washington. Estas han costado a la isla un total de 170 mil millones de dólares, una suma que permitiría cubrir la canasta básica de cada familia cubana durante más de cien años. Cada año representan una pérdida de más de 7 mil millones de dólares para el país. Sin las sanciones económicas, la tasa de crecimiento de Cuba alcanzaría el 10%.
Según la ONU, “los derechos humanos fundamentales, en particular el derecho a la alimentación, a la salud, a la educación, los derechos económicos y sociales, el derecho a la vida y al desarrollo, sufren las consecuencias” del bloqueo anacrónico, cruel e ilegal impuesto por Washington a 10 millones de cubanos. Las medidas coercitivas unilaterales estadounidenses contravienen así los principios fundamentales del derecho internacional y de la Carta de las Naciones Unidas.
Las sanciones económicas ilustran la incapacidad de Estados Unidos para reconocer la independencia de Cuba y aceptar que la isla haya elegido un sistema político y un modelo socioeconómico diferentes. Solo existe una salida a este conflicto asimétrico entre Washington y La Habana: un diálogo respetuoso, basado en la igualdad soberana, la reciprocidad y la no injerencia en los asuntos internos.
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