Cuando Hugo Chávez le regaló un libro de Eduardo Galeano a Barack Obama en la reciente Cumbre de las Américas, no lo hizo para agasajarlo sino para generar un hecho político. O para decirlo en otras palabras: para producir sentido.
Por una parte está el gesto. Mientras al ex presidente George W Bush le recomendaba lectura a la distancia ya que en su presencia “el aire olía a azufre”, la cercanía con Obama se busca (tal vez en retribución a un gesto previo del propio Obama), y no solamente para estrechar una mano sino también para dar un presente. Dicho con doble intención: acá está el presente, el pasado podría, eventualmente, quedar atrás.
Pero no sólo está el gesto. También el objeto está cargado de sentido. Un libro en una estantería es apenas una cosa latente. Sin embargo Chávez (mediador entre ese objeto y el sentido que ese objeto adquirirá luego del gesto) lo toma de esa estantería, lo toma de ese estado latente, de esa potencialidad que es un libro guardado, y lo carga de sentido al entregárselo públicamente a Obama. Y a su vez el libro, que no es cualquier libro, que ya tiene una trayectoria recorrida, que ya significa algo muy concreto, carga de sentido el gesto de Chávez.
Por eso el libro, ese libro en particular, fue el regalo preciso para la intención de Chávez al obsequiarlo. El destinatario final –el conjunto de quienes estábamos observando, en directo o en diferido, a través de los medios– entendería enseguida el mensaje. No era necesario haber leído el libro. No era necesario ni siquiera conocer la existencia del autor ya que el título era claro. Si además el televidente o el lector del periódico que estaba mirando la foto de los dos jefes de Estado conocía la obra de Galeano, Chávez ganaba un palmo más de significado: reforzaba su vínculo con una tradición de izquierda latinoamericana con la que se ha esforzado en entroncar –sobre todo a través de su búsqueda insistente de asociación de imagen con Fidel Castro– pese a las dificultades de una profesión (la militar) y del lastre de un primer acto (la salida a escena a través de una intentona golpista) que cuando se las trata de incluir en la gramática de esa tradición de izquierda suelen verse como “faltas de ortografía” o al menos como una sintaxis rara.
Tal vez Obama encuentre tiempo para satisfacer su curiosidad y –en una edición en inglés– lea algunas páginas. Ni siquiera necesita hacer eso. El libro, incluso a tapas cerradas, es un recordatorio de que mejorar la imagen de su país en América Latina no será tan sencillo como en Europa. Podrá poner en juego todo su carisma de rock star (ese genialmente captado por la lente de Winter y que le valió el reciente Pulitzer al New York Times), pero a la vez tendrá que producir hechos (Cuba es el nombre central de esa expectativa) para ganarse el respeto de esa región que ahora –probablemente– identifique como la de las venas abiertas. Poco importa si el conjunto de datos que contiene el libro corresponde a una época pretérita o si las herramientas de análisis del ensayista resultaron superadas (al fin de cuentas fue editado en 1971). Lo que importa es que en el momento de su entrada a escena en el club de los presidentes de las Américas, donde su antecesor había actuado como elefante en un bazar, su principal antagonista le puso ese libro en la mano.
Luego del hecho político vino el hecho comercial. En parte por la obamanía (ahora todos quieren un perro de aguas portugués para tener una mascota como la de los nuevos inquilinos de la Casa Blanca), en parte por las necesidades del Departamento de Estado de saber qué dice ese libro que le regalaron a su presidente, y en parte –se sabe que menor pero más esperanzadora que las anteriores– por el interés de algunos estadounidenses de conocer un poco mejor a sus vecinos. Cuando se piense en el boom de ventas de Las venas abiertas de América Latina en Estados Unidos, donde, como se ha dicho hasta el cansancio, el libro pasó del lugar 57 mil y tantos al segundo o primero de ventas en el sitio de Internet Amazon, no debe olvidarse que se trata de un país donde algunas ciudades son parcialmente latinas. No en vano Los Ángeles es la ciudad del mundo en la que viven más salvadoreños, dejando a San Salvador en segundo puesto. Ciudades donde habitan comunidades que tienen sus propios motivos para sentirse de este lado del mostrador cuando un presidente le obsequia a otro una historia del saqueo.
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