¿A cuántos miles de campesinos dejó sin opción de vida digna la competencia desleal de los alimentos importados? ¿Cuántos jóvenes del campo se vieron por ello más empujados a las garras del crimen organizado?
Obama está todavía en un periodo de gracia. Mucha gente mantiene aún una cautelosa esperanza en el primer presidente afroestadunidense de Estados Unidos. En días recientes se le han hecho llegar dos cartas referentes al tema agroalimentario. Una la firman 108 organizaciones rurales y de investigación estadunidenses y de 28 países más; otra, las organizaciones de México que participan en la campaña Sin maíz no hay país.
El hecho es que hay una guerra peor que la de Afganistán o la de Irak, que Obama ignora, a diferencia de estas últimas: es la guerra de baja intensidad contra las agriculturas campesinas, indígenas y familiares que han emprendido un puñado de trasnacionales del agronegocio, la mayoría con base en Estados Unidos y sus aliados.
No, no es una guerra en sentido figurado. Es una guerra real con armas, con su cuota de destrucción, con bajas y terribles impactos sociales.
La guerra tiene como propósito aumentar el lucro de estas corporaciones y controlar los territorios que consideran valiosos. Nada diferente a los propósitos de otras guerras convencionales. En lo que sí difiere es en el tipo de armas de destrucción masiva que se utilizan: no son bombas ni cañonazos. Son de tres tipos preferentemente: especulación con los alimentos en las bolsas de valores; invasión de los mercados nacionales con alimentos producidos y comercializados por las trasnacionales; inundación de semillas genéticamente modificadas.
Créase o no, la destrucción producida por estas armas es enorme: las exportaciones a precio dumping destruyen los sistemas productivos nacionales, sobre todo los más tradicionales. La especulación con los alimentos los pone fuera del alcance de las familias más pobres. La invasión de semillas transgénicas arrasa con la dotación de simientes naturales y con ecosistemas antiguos. La necesidad de competir con las altas productividades de las trasnacionales hace que se sacrifiquen suelos, bosques, mantos acuíferos para poder ganar la loca carrera productivista y librecambista.
Como todas las guerras, la que se libra contra las agriculturas campesinas produce hambrunas y migraciones. Y, claro, también produce muertes. Señala la primera carta que el último arranque especulativo, el de 2008, hizo que 200 millones más de personas de todo el planeta cayeran en pobreza alimentaria.
Esto debe saberlo Barack Obama. Las trasnacionales, como Monsanto, Cargill, Continental Grain, etcétera, han utilizado y quieren seguir utilizando a la Casa Blanca para proseguir esta guerra que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ni siquiera ha detectado, mucho menos tratado de impedir. Por eso es necesario que se informe, que escuche a los agricultores familiares de su patria, a los campesinos de todo el mundo.
En sus manos está modificar los tratados de libre comercio, que son verdaderos tratados de guerra; poner un alto a la especulación con alimentos. Detener en seco la inundación de semillas transgénicas.
Debe saber también que al lado de esta guerra ignorada, sus antecesores han promovido y apoyado una guerra hipócrita: la guerra contra las drogas.
El Plan Colombia, señalan los propios colombianos, ha gastado más de 7 mil 814 millones de dólares de 1999 a la fecha, pero la cifra resulta casi ridícula comparada con los 8 millones de toneladas de alimentos que el mismo plan les ha impuesto a importar a los colombianos, mismos que se preguntan: “¿No es imperialista una estrategia antinarcóticos que por un lado obliga a importar la comida que pueden producir nuestros campesinos e indígenas, y por el otro ordena fumigarlos como cucarachas cuando esos compatriotas, desesperados por la pobreza, siembran coca?” (senador Jorge Enrique Robledo).
En el caso de México las cifras son todavía más desproporcionadas: tan sólo el año pasado importamos, sobre todo de Estados Unidos, bienes agroalimentarios por más de 22 mil millones de dólares… ¿No les produjeron a los estadunidenses estas importaciones ganancias como para pagar varias veces los 300 millones de dólares que gastará este año la Iniciativa Mérida? ¿A cuántos miles de campesinos dejó sin opción de vida digna la competencia desleal de los alimentos importados? ¿Cuántos jóvenes del campo se vieron por ello más empujados a las garras del crimen organizado?
Obama debe dejar de ignorar la guerra contra la agricultura campesina. Debe replantear la guerra contra las drogas asumiendo el papel que su gobierno debe cubrir en relación con sus adictos, a quienes nos exportan armas, a quienes lavan dinero. De no hacerlo, el tiempo de las cartas puede tornarse en el tiempo de los zapatazos.
El hecho es que hay una guerra peor que la de Afganistán o la de Irak, que Obama ignora, a diferencia de estas últimas: es la guerra de baja intensidad contra las agriculturas campesinas, indígenas y familiares que han emprendido un puñado de trasnacionales del agronegocio, la mayoría con base en Estados Unidos y sus aliados.
No, no es una guerra en sentido figurado. Es una guerra real con armas, con su cuota de destrucción, con bajas y terribles impactos sociales.
La guerra tiene como propósito aumentar el lucro de estas corporaciones y controlar los territorios que consideran valiosos. Nada diferente a los propósitos de otras guerras convencionales. En lo que sí difiere es en el tipo de armas de destrucción masiva que se utilizan: no son bombas ni cañonazos. Son de tres tipos preferentemente: especulación con los alimentos en las bolsas de valores; invasión de los mercados nacionales con alimentos producidos y comercializados por las trasnacionales; inundación de semillas genéticamente modificadas.
Créase o no, la destrucción producida por estas armas es enorme: las exportaciones a precio dumping destruyen los sistemas productivos nacionales, sobre todo los más tradicionales. La especulación con los alimentos los pone fuera del alcance de las familias más pobres. La invasión de semillas transgénicas arrasa con la dotación de simientes naturales y con ecosistemas antiguos. La necesidad de competir con las altas productividades de las trasnacionales hace que se sacrifiquen suelos, bosques, mantos acuíferos para poder ganar la loca carrera productivista y librecambista.
Como todas las guerras, la que se libra contra las agriculturas campesinas produce hambrunas y migraciones. Y, claro, también produce muertes. Señala la primera carta que el último arranque especulativo, el de 2008, hizo que 200 millones más de personas de todo el planeta cayeran en pobreza alimentaria.
Esto debe saberlo Barack Obama. Las trasnacionales, como Monsanto, Cargill, Continental Grain, etcétera, han utilizado y quieren seguir utilizando a la Casa Blanca para proseguir esta guerra que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ni siquiera ha detectado, mucho menos tratado de impedir. Por eso es necesario que se informe, que escuche a los agricultores familiares de su patria, a los campesinos de todo el mundo.
En sus manos está modificar los tratados de libre comercio, que son verdaderos tratados de guerra; poner un alto a la especulación con alimentos. Detener en seco la inundación de semillas transgénicas.
Debe saber también que al lado de esta guerra ignorada, sus antecesores han promovido y apoyado una guerra hipócrita: la guerra contra las drogas.
El Plan Colombia, señalan los propios colombianos, ha gastado más de 7 mil 814 millones de dólares de 1999 a la fecha, pero la cifra resulta casi ridícula comparada con los 8 millones de toneladas de alimentos que el mismo plan les ha impuesto a importar a los colombianos, mismos que se preguntan: “¿No es imperialista una estrategia antinarcóticos que por un lado obliga a importar la comida que pueden producir nuestros campesinos e indígenas, y por el otro ordena fumigarlos como cucarachas cuando esos compatriotas, desesperados por la pobreza, siembran coca?” (senador Jorge Enrique Robledo).
En el caso de México las cifras son todavía más desproporcionadas: tan sólo el año pasado importamos, sobre todo de Estados Unidos, bienes agroalimentarios por más de 22 mil millones de dólares… ¿No les produjeron a los estadunidenses estas importaciones ganancias como para pagar varias veces los 300 millones de dólares que gastará este año la Iniciativa Mérida? ¿A cuántos miles de campesinos dejó sin opción de vida digna la competencia desleal de los alimentos importados? ¿Cuántos jóvenes del campo se vieron por ello más empujados a las garras del crimen organizado?
Obama debe dejar de ignorar la guerra contra la agricultura campesina. Debe replantear la guerra contra las drogas asumiendo el papel que su gobierno debe cubrir en relación con sus adictos, a quienes nos exportan armas, a quienes lavan dinero. De no hacerlo, el tiempo de las cartas puede tornarse en el tiempo de los zapatazos.
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