La reafirmación contundente del mandato popular de los presidentes de Bolivia, Ecuador y Venezuela crea las condiciones generales para avanzar, con el apoyo y participación de los movimientos sociales, en la discusión, propuesta y profundización de las alternativas posneoliberales.
La elección del Rafael Correa como nuevo presidente de Ecuador, ahora bajo las disposiciones de la Constitución de Montecristi, y la posibilidad de su permanencia en el cargo hasta el año 2017; la aprobación de la enmienda constitucional en Venezuela, que eventualmente extendería el mandato de Hugo Chávez hasta 2019; y la celebración de elecciones en Bolivia en diciembre próximo –si la oposición “democrática” y los mercenarios lo permiten-, que definiría un mandato más del presidente Evo Morales hasta 2014, reflejan la consolidación político-electoral de los procesos de cambio social y cultural en la región andina.
Al mismo tiempo, este panorama de continuidad -en el mediano plazo- de los llamados gobiernos nacional-populares sugiere que las tensiones y diferencias existentes entre éstos y los gobiernos de Colombia y Perú, cuyas élites se alinean con el bloque del Pacífico latinoamericano, los intereses transnacionales norteamericanos y el neoliberalismo decadente, mantendrán la dinámica de conflictos y disputas diplomáticas de los últimos años. Especialmente ahora que la oligarquía colombiana juega su carta con la reelección de Álvaro Uribe.
Pero más allá de estos hechos, la reafirmación contundente del mandato popular de los presidentes de Bolivia, Ecuador y Venezuela crea las condiciones generales para avanzar, con el apoyo y participación de los movimientos sociales, en la discusión, propuesta y profundización de las alternativas posneoliberales.
Esto tiene especial relevancia en una región cuyas coordenadas sociales, políticas y culturales se han convertido en baluarte estratégico de nuestra América, especialmente por su efecto de demostración positiva para los demás pueblos y movimientos latinoamericanos.
Prueba de ello son los diversos triunfos electorales de gobiernos de izquierda o centro-izquierda que se han sucedido tras la reconfiguración del mapa político y social andino, el nuevo tono y orientación de las relaciones internacionales de la región, y más puntualmente, el hecho de que regímenes como los de Colombia o Perú sean sacudidos por la reaparición de un nuevo –pero viejo- sujeto social: los pueblos indígenas que, inspirados en las luchas de sus hermanos en Ecuador y Bolivia, se expresan y organizan políticamente por medio de la minga de la resistencia y las movilizaciones en defensa de sus derechos (ver: “¿Qué moviliza a los indígenas?: Un asunto de vida o muerte” y “La lucha indígena amazónico-andina actual”).
Justamente en la región andina –aunque no solamente aquí- se hace más visible la insurgencia de la América marginada, razón por la cual muchos de los oprimidos de otras latitudes se identifican y encuentran líneas comunes de acción política en lo que representan, histórica y culturalmente, los procesos en Bolivia, Ecuador o Venezuela.
Esto no quiere decir, por supuesto, que las diferencias y contradicciones entre gobiernos y movimientos sociales desaparezcan, puesto que incluso estos últimos promueven y reclaman transformaciones que, en muchos casos, sobrepasan la capacidad de maniobra política e institucional de los primeros.
Los liderazgos de Chávez, Morales o Correa, legitimados popularmente una y otra vez, han demostrado su fortaleza pero también sus limitaciones, tanto en aspectos de fondo como en cuestiones de coyuntura. Por ejemplo, y sobre esto coinciden varios análisis, en el ritmo y profundidad de los cambios, en la centralización y no distribución del poder político, en las estrategias de largo plazo para la continuidad misma del proceso, en la inclusión de nuevos actores y aliados sociales, o en enfoques específicos sobre asuntos de la relación entre economía, producción y medio ambiente.
Sin embargo, es indubitable que a partir de la llegada al poder de estas revoluciones, que se enuncian como bolivarianas, indígenas-culturales y ciudadanas, los pueblos, movimientos y distintas fuerzas sociales han conquistado derechos largamente postergados. Además, han abierto espacios de diálogo y deliberación para los sectores populares, allí donde la “democracia” elitista y oligárquica –la de esa derecha que planea magnicidios y financia células separatistas- siempre cerró sus puertas.
Estos derechos y espacios de construcción conjunta, que son la base para una sociedad nueva, deben ampliarse y consolidarse en los próximos años. Otro de los desafíos consiste en afirmar los pilares que sustenten y proyecten la comunidad del ALBA en la próxima década. Ya varios países latinoamericanos se han comprometido, en distintos programas e iniciativas, con esta integración regional otra, sobre valores socialistas, de cooperación, solidaridad y desarrollo humano. Esta línea debe ser permanentemente enriquecida.
Imposible no reparar en las palabras que José Martí expresó en su ensayo Nuestra América, para sugerir un programa elemental de acción política que dé cumplimiento a estas tareas, tanto a lo interno de los países como en su proyección internacional: “Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país”.
Al mismo tiempo, este panorama de continuidad -en el mediano plazo- de los llamados gobiernos nacional-populares sugiere que las tensiones y diferencias existentes entre éstos y los gobiernos de Colombia y Perú, cuyas élites se alinean con el bloque del Pacífico latinoamericano, los intereses transnacionales norteamericanos y el neoliberalismo decadente, mantendrán la dinámica de conflictos y disputas diplomáticas de los últimos años. Especialmente ahora que la oligarquía colombiana juega su carta con la reelección de Álvaro Uribe.
Pero más allá de estos hechos, la reafirmación contundente del mandato popular de los presidentes de Bolivia, Ecuador y Venezuela crea las condiciones generales para avanzar, con el apoyo y participación de los movimientos sociales, en la discusión, propuesta y profundización de las alternativas posneoliberales.
Esto tiene especial relevancia en una región cuyas coordenadas sociales, políticas y culturales se han convertido en baluarte estratégico de nuestra América, especialmente por su efecto de demostración positiva para los demás pueblos y movimientos latinoamericanos.
Prueba de ello son los diversos triunfos electorales de gobiernos de izquierda o centro-izquierda que se han sucedido tras la reconfiguración del mapa político y social andino, el nuevo tono y orientación de las relaciones internacionales de la región, y más puntualmente, el hecho de que regímenes como los de Colombia o Perú sean sacudidos por la reaparición de un nuevo –pero viejo- sujeto social: los pueblos indígenas que, inspirados en las luchas de sus hermanos en Ecuador y Bolivia, se expresan y organizan políticamente por medio de la minga de la resistencia y las movilizaciones en defensa de sus derechos (ver: “¿Qué moviliza a los indígenas?: Un asunto de vida o muerte” y “La lucha indígena amazónico-andina actual”).
Justamente en la región andina –aunque no solamente aquí- se hace más visible la insurgencia de la América marginada, razón por la cual muchos de los oprimidos de otras latitudes se identifican y encuentran líneas comunes de acción política en lo que representan, histórica y culturalmente, los procesos en Bolivia, Ecuador o Venezuela.
Esto no quiere decir, por supuesto, que las diferencias y contradicciones entre gobiernos y movimientos sociales desaparezcan, puesto que incluso estos últimos promueven y reclaman transformaciones que, en muchos casos, sobrepasan la capacidad de maniobra política e institucional de los primeros.
Los liderazgos de Chávez, Morales o Correa, legitimados popularmente una y otra vez, han demostrado su fortaleza pero también sus limitaciones, tanto en aspectos de fondo como en cuestiones de coyuntura. Por ejemplo, y sobre esto coinciden varios análisis, en el ritmo y profundidad de los cambios, en la centralización y no distribución del poder político, en las estrategias de largo plazo para la continuidad misma del proceso, en la inclusión de nuevos actores y aliados sociales, o en enfoques específicos sobre asuntos de la relación entre economía, producción y medio ambiente.
Sin embargo, es indubitable que a partir de la llegada al poder de estas revoluciones, que se enuncian como bolivarianas, indígenas-culturales y ciudadanas, los pueblos, movimientos y distintas fuerzas sociales han conquistado derechos largamente postergados. Además, han abierto espacios de diálogo y deliberación para los sectores populares, allí donde la “democracia” elitista y oligárquica –la de esa derecha que planea magnicidios y financia células separatistas- siempre cerró sus puertas.
Estos derechos y espacios de construcción conjunta, que son la base para una sociedad nueva, deben ampliarse y consolidarse en los próximos años. Otro de los desafíos consiste en afirmar los pilares que sustenten y proyecten la comunidad del ALBA en la próxima década. Ya varios países latinoamericanos se han comprometido, en distintos programas e iniciativas, con esta integración regional otra, sobre valores socialistas, de cooperación, solidaridad y desarrollo humano. Esta línea debe ser permanentemente enriquecida.
Imposible no reparar en las palabras que José Martí expresó en su ensayo Nuestra América, para sugerir un programa elemental de acción política que dé cumplimiento a estas tareas, tanto a lo interno de los países como en su proyección internacional: “Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país”.
En las inmensas posibilidades de transformación de este ideario, y en lo mucho que ya se ha logrado, reside un germen de esperanza para la América nuestra que emerge de las cenizas del neoliberalismo.
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