El expresidente uruguayo, Julio María Sanguinetti, deja al descubierto uno de los temores que anidan en la mentalidad de los grupos dominantes en nuestra América: les horroriza que la democracia, por fin, empieza a ser vivida y reclamada por los pueblos como espacio permanente de construcción y participación colectiva, y no como diálogo entre los poderosos que pactan en las sombras.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: el expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti)
El expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti, desde su nueva trinchera política en el diario español El País, presentó al mundo una visión casi apocolíptica de los gobiernos y procesos políticos de América del Sur, en un artículo plagado de omisiones y prejuicios titulado “La sombra populista” (09-01-2012).
Padre fundador del Círculo de Montevideo, organización privada de la que son eximios miembros, entre otros, los expresidentes Oscar Arias, Álvaro Uribe y Ernesto Zedillo; el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza; y el magnate mexicano de los negocios, Carlos Slim; Sanguinetti recurre a un guión de terror para describir el peligro que, desde su perspectiva, encarnan los líderes populistas latinoamericanos –los nuevos bárbaros que aparecen en Venezuela, Ecuador o Argentina- para la civilización forjada durante décadas por oligarquías que tenían los pies en América Latina, pero la cabeza en París y Miami.
A tono con la matriz discursiva empleada indistintamente por las derechas criollas, que consiste en la elaboración de relatos antagónicos –la preferida: los bolivarianos socialistas del siglo XXI versus los demócratas sensatos de la oposición- para explicar la coyuntura actual de nuestra región, el expresidente uruguayo afirma en su artículo que: “En el Sur, tan próspero, flota una sombra: la amenaza populista, ese engendro político que se configura con liderazgos mesiánicos suprainstitucionales y una articulación de masas en corporaciones o movimientos, organizada por el Estado, que soslaya la representación parlamentaria y se sustenta en el presupuesto público, que opera al servicio de la causa...”
Pieza clave de este plan, según el civilizado Sanguinetti, son los medios de comunicación: “el instrumento de lo que Grondona llama la “hipnocracia”, donde el mensaje de las alturas repite y domina, domina y repite, ahogando la pluralidad democrática con el discurso único e incontestable”.
Tomando partido a favor de los grupos mediáticos, pretendidas víctimas de los populistas, Sanguinetti defiende su tesis citando tres casos: la “confiscación” de Radio Caracas en Venezuela –cómplice del golpe de Estado del año 2002 contra el presidente Hugo Chávez-; los procesos judiciales abiertos por el delito de difamación contra el diario El Universo en Ecuador, país del que dice –¡la cita es textual!- “se habla menos porque su presidente posee más cultura y sobriedad que el venezolano”; y por último, “el ataque a Clarín y La Nación” en Argentina, debido a las investigaciones de la justicia en torno al proceso de apropiación de la empresa Papel Prensa, durante la dictadura militar iniciada en 1976.
¿Somos todos y todas víctimas de esa tal hipnocracia, de una manipulación mediática sin precedentes que humillaría al genio perverso de Goebbels y su guerra sicológica? He ahí la trama del sofista.
Omiso y prejuicioso, Sanguinetti pasa por alto en su análisis las relaciones de poder establecidas, históricamente, entre algunas de las más grandes e influyentes empresas de comunicación de la región y las dictaduras militares y grupos políticos dominantes: esas que permitían que en países como México, la familia Azcárraga, propietaria de Televisa, estableciera relaciones carnales con el PRI; o que en Venezuela, la empresa Venevisión, activa participante del golpe de Estado del 2002, surgiera como gigante mediático al amparo de sus complicidades con la oligarquía y el capital extranjero de empresas estadounidenses como Paramount y ABC; o lo ocurrido en Brasil, donde la televisora Globo, de la familia Marinho y el grupo estadounidense Time-Life, nació y se consolidó como actor hegemónico de la mano de la dictadura impuesta en 1964 y el proyecto militar de modernización conservadora.
Omiso y prejuicioso, el expresidente no dice una palabra ni condena las corrientes de opinión racistas, la conspiración política permanente contra gobiernos democráticamente electos, el golpismo deliberado y la desinformación interesada que han sido práctica constante en los medios hegemónicos durante estos años de cambios en América Latina, especialmente en Venezuela, Ecuador, Argentina (países a los que alude en su artículo), pero también en Bolivia, Brasil y Honduras, donde los grupos mediáticos ejercen una directa participación política como el partido de la oposición.
Omiso y prejuicioso, el fundador del Círculo de Montevideo no dice la verdad a los lectores, pues a pesar de los avances de los gobiernos progresistas y nacional-populares en la legislación sobre medios de comunicación y en la creación de espacios, redes, diarios, radioemisoras y canales de televisión públicos, ninguno de ellos constituye todavía una amenaza real para el control del mercado publicitario o de los ratings de audiencia, que siguen en manos de los paladines de la libertad de expresión a los que defiende con ardor el viejo líder colorado.
Pero una cosa es clara en este arrebato anti-populista del expresidente uruguayo: en su afán por minimizar toda la riqueza política y liberadora experimentada por las sociedades latinoamericanas en la última década, esa fuerza creadora surgida de años de resistencia contra dictaduras militares -que negociaron la impunidad de sus crímenes en nefastas leyes de punto final- y contra la partidocracia entreguista que se enriqueció a costa de las privatizaciones y el sacrificio de más de una generación en el altar del ajuste económico neoliberal, y reducirla a una simple estratagema bárbara para manipular a los pueblos, Sanguinetti deja al descubierto uno de los temores que anidan en la mentalidad de los grupos dominantes en nuestra América: les horroriza que la democracia, por fin, empieza a ser vivida y reclamada por los pueblos como espacio permanente de construcción y participación colectiva, y no como diálogo entre los poderosos que pactan en las sombras.
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