El país vive una catástrofe humanitaria. Esa crisis humanitaria ha colocado a México ante una emergencia nacional. Negarlo es vivir fuera de la realidad. La “línea dura” adoptada por Calderón en su cruzada contra la criminalidad ha llevado la violencia a niveles más altos que en muchas zonas de guerra.
Carlos Fazio / LA JORNADA
Hace tiempo que la realidad nacional está invadida por la guerra. Y aunque está ocurriendo ahora, la dimensión alcanzada por la “guerra” de Felipe Calderón requiere la búsqueda de la razón histórica. La búsqueda de la verdad. Como dice Horst Kurnitzky, vivimos en la época de una “contra-Aufklärung”. Una “contra-ilustración” que no sólo involucra a una doctrina económica dirigida por una supuesta mano invisible y sus correspondientes formas de gobierno, sino también a unos medios masivos de comunicación que operan como monopolios de la “contra-Aufklärung”, y que con las formas y los métodos de la propaganda comercial conducen los sentimientos y las emociones y determinan todas las relaciones sociales.
Recuerda Jean Robert que Michel Foucault exhortaba a sus auditorios a “pensar lo impensable”. Y pensar lo impensable significa romper las seguridades mentales engendradas por el discurso del orden. Supone, por ejemplo, pensar la “guerra” de Calderón como negocio. Como una guerra capitalista por territorios y recursos geoestratégicos que implica, entre otras cosas, destrucción y reconstrucción. La destrucción del tejido social y de la identidad colectiva de la nación, y un nuevo reordenamiento poblacional de facto sobre el territorio conquistado. En su dimensión internacional, el eje destrucción/reconstrucción (o “la guerra arriba y la muerte abajo” diría el sub Marcos) forma parte del nuevo reordenamiento geopolítico en curso (Colombia, Afganistán, Irak, Libia) y un negocio redondo para el complejo militar-industrial-energético estadunidense.
Tiene razón Robert cuando afirma que “la verdad ya no tiene dueño ni el poder lugar legítimo”. Que el Estado no puede cometer delitos para combatir el delito es una verdad de Perogrullo. Peor aún, cuando una práctica extendida del sexenio es que en lugar de capturar y juzgar a los delincuentes, se les mata. Según el ex ombudsman capitalino Emilio Álvarez Icaza, “cuando la Marina interviene no hay heridos ni detenidos, sólo muertos”. Dice que el Ejército también ha tenido esa práctica. Si el Estado emula a las organizaciones criminales, ¿cómo puede seguir legitimando su violencia? Máxime, si la violencia homicida estatal contra civiles inocentes, niños incluidos, es encubierta, farisaicamente, como “daños colaterales”.
Instalado en el discurso del miedo –que como arma mediática legitimadora del accionar oficial utiliza un lenguaje maniqueo que enfrenta a los malos criminales con las fuerzas del Estado bueno–, Calderón ha permitido y fomentado la burocratización de la tortura, la desaparición forzada y los homicidios dolosos extrajudiciales. Al convertir a las víctimas en simples números estadísticos sin nombres, sin historia ni circunstancia de muerte y mucho menos investigaciones, el gobierno volvió anónimas las ejecuciones sumarias, y al negar la desaparición de personas por agentes estatales y el uso de la tortura como mecanismo sistemático para arrancar y/o fabricar confesiones, “normalizó” la barbarie.
No es un problema de percepción. La realidad ha sido encubierta, en parte, mediante campañas de intoxicación (des)informativa. Los llamados de Calderón a la ciudadanía a “plantar cara al enemigo” y “batirse en combate en nombre de México desde todas las trincheras” (seas militar o no), son el sustrato de una retórica ideológica seudonacionalista que intenta la manipulación colectiva. Como elementos de control social, la manufacturación de enemigos fantasmales y la exhibición de la violencia caótica en los medios buscan evadir y ocultar la responsabilidad estatal en flagrantes violaciones a los derechos humanos.
El país vive una catástrofe humanitaria. Esa crisis humanitaria ha colocado a México ante una emergencia nacional. Negarlo es vivir fuera de la realidad. La “línea dura” adoptada por Calderón en su cruzada contra la criminalidad ha llevado la violencia a niveles “más altos que en muchas zonas de guerra” (Declaración de Ginebra, La Jornada, 28/10/2011). La responsabilidad política de la militarización de la seguridad pública (tarea preventiva de esencia policial), recae sobre el titular del Ejecutivo.
En cuanto a métodos, es bien conocida la relación simbiótica entre los cuerpos policiales y la delincuencia. Y parafraseando a Calderón, la “metástasis” alcanza ya al Ejército y la Marina. El “abatimiento” de criminales es un elemento central en los promocionales gubernamentales. A ello se suma, en clave de discurso legitimador de las matanzas, el argumento de que “los narcos se están matando entre ellos”. Cifras conservadoras hablan de 63 mil muertos y más de 10 mil desaparecidos. Sólo en 20 días de caravanas, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad documentó 800 desapariciones. Hay más de 250 mil desplazados internos forzosos; una forma de reordenamiento poblacional/territorial utilizada antes en Colombia vía el accionar militar y paramilitar.
Hace casi dos décadas Hans M. Enzensberger advirtió sobre la guerra civil molecular; ya entonces se estaba incubando en México. Aunque existan actores externos, se trata de un proceso endógeno. Lejos de la lógica gubernamental, la violencia autista de los “combatientes” –reducidos a “cucarachas” a exterminar en la jerga socialdarwinista de Calderón– no es exclusiva de los perdedores del sistema reclutados por grupos criminales. Los contendientes se parecen cada vez más tanto en comportamiento como en moralidad. En las zonas conflictivas del país, el Ejército y la Marina actúan como si fueran una banda más. Unidades de elite practican la pena de muerte preventiva; jóvenes adictos y pequeños delincuentes son víctimas de la limpieza social de escuadrones paramilitares.
Los porfiados hechos están ahí. Examinar, dudar, criticar lo que parece evidente, lógico, natural, he ahí el verdadero significado de la ilustración hoy, versus la contra-Aufklärung practicada por falsificadores y oportunistas de ocasión.
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