Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Yo no podía aún acceder entonces a ninguna oportunidad como esas a las que, como estudiante, tendría después derecho si sacaba buenas notas. Mi peculio era escaso, porque no tenía más ingreso que la beca que recibía, que traducida a dólares causaba hilaridad a algunos conocidos en Occidente: $10.
Alcanzaba, sin embargo, para todo lo indispensable, pero no para salir de vacaciones a alguna de las estaciones marítimas en el Mar Negro, punto de atracción máxima de la juventud de aquella época, sobre todo Mamaia, famosa por sus discotecas, bares y todo tipo diversiones acuáticas.
Sentados una sofocante tarde estival en la alameda del que conocíamos como el Parque del Lago, un pequeño grupo decidimos emprender una aventura casi sin dinero, hacia una zona que en ese tiempo no era punto de atracción del turismo playero, pero del que yo había tenido noticia leyendo una novela que sucedía en Tulcea, la última ciudad portuaria sobre el Danubio antes de que se transforme en un delta que es el mayor reservorio de vida silvestre de Europa.
Cada quien juntó como pudo sus escasas pertenecías y partimos en el tren más barato que encontramos, uno desvencijado que atravesó el país a paso de tortuga, deteniéndose incluso en medio de extensas estepas en donde no se veía un alma, pero en las que subían y bajaban campesinos cargados con bártulos que, seguramente, les serían de utilidad en algún lugar que no se veía en el horizonte.
Luego de llegar a Tulcea después de dos o tres días de viaje, nos embarcamos en una barcaza que crujía por todos los costados hacia Sulina, el último poblado en el segundo de tres grandes brazos en los que se divide el río antes de desembocar en el Mar Negro, formando un delta maravilloso en prístino estado salvaje.
Una mujer joven y ágil, con una pértiga con la que impulsaba una pequeña embarcación hecha en un solo tronco ahuecado, nos llevó a recorrer los canales bordeados de juncos en donde se escondían cientos de especies de aves, y con los que los lugareños construían el techo de sus casas después de embarrarlos con una mezcla de turba y brea.
Para nosotros, muchachos muy jóvenes que apenas empezábamos a conocer el mundo, los nombres de los lugares por los que pasábamos nos resultaban exóticos y lejanos: Danubio, Mar Negro, Sulina... Recuerdo con nitidez una noche en la que Dorina, que así se llamaba la muchacha barquera, nos dijo que nos llevaría a ver "las luces" que se podían atisbar en el horizonte desde el lugar en donde el río se encontraba con el mar, y que seguramente para ella, aposentada en esa aldea lejana, era un atractivo digno de ser mostrado a visitantes extranjeros como nosotros.
Era cierto. En medio de la más completa oscuridad se divisaba, a lo lejos, un enorme resplandor en el que destacaba, en lo que supusimos era la línea costera, las luces de lo que Dorina nos explicó que eran las grúas del puerto de Odesa al otro lado de la frontera, en Ucrania.
Tal vez la memoria me traicione y en mi esfuerzo por recordar invente, pero creo haber oído en medio del silencio, apenas interrumpido por un leve chapoteo, las sirenas de los barcos que entraban y salían del puerto lejano.
Recordé con nostalgia ese momento está tarde cuando, al abrir el periódico, vi una foto del puerto de Odesa atrincherado, lleno de barricadas, tan lejano de aquel tiempo en que era una ciudad soviética por donde entraban las naranjas cosechadas en las áridas tierras del Medio Oriente, y yo oía los barcos bajo la noche estrellada del delta del Danubio.
2 comentarios:
Espléndida narración. Bellísima e instructiva para mejor juzgar la intervención militar de Putin en Ucrania
Hermosa nostálgica y honesta narración que nos lleva a recordar lo mejor de aquella alternativa civilizatoria que el dogmatismo, oportunismo, incompetencia y corrupcion malograron y que hoy, desafortunadamemte, no tiene perspectiva alguna de regreso sino como acto de nuestra imaginación.
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