Desde Ciudad de Guatemala
Por lo pronto, hablar de “la” juventud es un imposible. De hecho, “juventud” es una construcción socio-cultural, por tanto sujeta a los vaivenes de los juegos de fuerza de la historia, de los entrecruzamientos de poderes, cambiante, dinámica. Como mínimo, habría que hablar de distintos modelos de juventud, situándolos explícitamente: ¿juventud urbana, rural, de clase alta, pobre, marginalizada, varones, mujeres, estudiante, trabajadora, desocupada? El rompecabezas en cuestión es complejo. En Latinoamérica adquiere mayor complejidad aún si consideramos el tema étnico: ¿juventud indígena?, ¿juventud no-indígena?
Las sociedades latinoamericanas tienen un perfil especialmente joven. O “joven”, al menos, para los parámetros que imponen las visiones dominantes, que no son las nacidas en estas latitudes. Visión eurocéntrica, blancocéntrica, de los “dominadores”; a partir de esa cosmovisión hegemónica que concibe expectativas de vida superiores a, por lo menos, 60 años, puede decirse que las categorías niñez, adolescencia y juventud comprenden, sumadas, más de la mitad de la población total de la región latinoamericana. Es decir: son colectivos jóvenes, con tasas de natalidad muy altas. A diferencia de Europa –población envejecida sin recambio generacional– en Latinoamérica, con índices de crecimiento demográfico elevados, la población se viene duplicando a gran velocidad en estas últimas décadas. Es en el gran segmento joven, donde se dan problemas profundos sin recibir las respuestas adecuadas.
Las poblaciones jóvenes de las mega-ciudades de la región (con muchas urbes de entre 10 y 20 millones de habitantes), por complejas sumatorias de factores, en vez de verse como el “futuro” en cada país, constituyen un “problema”. ¿Por qué problema? Porque los modelos de desarrollo económico-social vigentes (capitalistas) no pueden dar salida a ese enorme colectivo, y lo que debería ser una promesa hacia el porvenir, en muy buena medida es una carga, un “trastorno” por no encontrar salida digna para ubicarse. En muchas circunstancias, la única salida es marchar en calidad de migrante irregular hacia el prometido “sueño americano” de Estados Unidos.
Por lo pronto vemos que no hay “una” juventud, sino situaciones diversas, con proyectos disímiles, antagónicos en muchos casos. Pero hay un común denominador: en ningún caso está presente esta figura que evocaba Salvador Allende. La vocación revolucionaria de la juventud parece haberse extinguido; o, al menos, está muy adormecida. ¿Qué pasó?
Según puede leerse en un análisis de situación sobre la realidad de los países latinoamericanos formulado por una de las tantas agencias de cooperación que trabajan las temáticas juveniles (en este caso, la estadounidense USAID), “la falta de oportunidades de educación, capacitación y empleo limita severamente las opciones de los jóvenes y la mayoría se ven obligados a ser trabajadores no calificados antes de los 15 años. Esto es particularmente grave entre los jóvenes del área rural. Desesperados, muchos de ellos emigran a las ciudades y otros países en busca de trabajo y un número cada vez mayor cae en el “dinero fácil” provisto por el crimen organizado y las pandillas juveniles”.
Para la visión dominante hoy día la juventud, o buena parte de ella al menos, ha pasado a ser un “problema”; de esa cuenta, rápidamente pude “caer en el dinero fácil”, en los circuitos de la criminalidad, en la marginalidad peligrosa. En ese sentido, es siempre un peligro potencial. Sin negar que estas conductas delincuenciales en verdad sucedan, desde esa óptica de cooperación a que nos referimos, “juventud” –al menos una parte de la juventud: la juventud pobre, la que marchó a la ciudad y habita los barrios pobres y “peligrosos” mal llamados “zonas rojas”– es intrínsecamente una bomba de tiempo. Por tanto, hay que prevenir que estalle. Y ahí están a la orden del día las campañas de prevención.
Pero ¿prevención de qué? ¿Qué se está previniendo con los tan mentados programas de prevención juvenil? ¿Qué supuestos implícitos hay ahí?
Es evidente que cierta juventud (la que no tiene oportunidades, la excluida en los grandes asentamientos urbanos pobres –que albergan a una cuarte parte de la población urbana de Latinoamérica–) constituye un “peligro” para la lógica de las élites dominantes. Para ese statu quo, hoy el peligro no es, como festejaba cinco décadas atrás Salvador Allende, ser “joven revolucionario”. Pareciera que la sociedad bienpensante ya se sacó de encima eso; el peligro de la revolución social y las expropiaciones salió de agenda (al menos por ahora). En estos momentos la preocupación dominante respecto a los jóvenes –a estos jóvenes de urbanizaciones pobres, claro– es que puedan “ser un marginal”, caer en las pandillas, buscar el “dinero fácil”.
La idea de prevención pareciera que apunta a prevenir que los jóvenes delincan, ¡pero no que no sean pobres! Este último punto pareciera no tocarse; lo que al sistema le preocupa es la incomodidad, la “fealdad” que va de la mano de lo marginal: ser un pandillero, ser un asocial, no entrar en los circuitos de la buena integración, no consumir. Lo que está en la base de este pensamiento es una sumatoria de valores discriminatorios: ser morenito, estar tatuado, utilizar determinada ropa o provenir de ciertas áreas de la ciudad ya tiene, por sí solo, un valor de estigma. Como dijo sarcásticamente alguien: “la peligrosidad de los jóvenes está en relación inversamente proporcional a la blancura de su piel”. ¿Por qué tanta policía de “gatillo fácil” ensañada con cierta juventud? ¿Qué es lo que se busca prevenir entonces cuando se hace “prevención” con los jóvenes?
Las causas por las que se dan determinadas conductas –las delincuenciales para el caso– no se tocan; la prevención, en esa lógica, es ese mecanismo aséptico que apunta a los síntomas, a lo visible, lo superficial. Se busca cosméticamente que no se vea la punta desagradable del iceberg; pero la masa principal se desconoce. ¡Y ahí está justamente lo más importante! ¿Por qué ahora hay un imaginario que liga en muy buena medida juventud con peligro? Porque ese sector, ese enorme colectivo, el que años atrás se movilizaba y, rebelde, emprendía la crítica al sistema –tomando las armas en más de un caso, con una mística de abnegación que en la actualidad parece haberse esfumado– hoy día está pasando cada vez más a ser un problema para el equilibrio sistémico en tanto el capitalismo se empantana cada vez más no pudiendo asimilar cantidades crecientes de población que buscan incorporarse al mercado laboral y a los beneficios de la modernidad. Ante ello, ante esa cerrazón estructural del sistema capitalista, la masa crítica de jóvenes en vez de verse como “promesa de futuro” termina siendo una carga. Al no saber qué hacer con ella, y siempre desde autoritarios criterios adultocéntricos, termina identificándola en gran medida con la violencia, con el consumo de droga, con el alcoholismo y la haraganería; en definitiva, con todo lo que pueda ser negativo, reprochable. Si años atrás la policía podía detener a un joven por “sospechoso de guerrillero subversivo”, hoy día puede hacerlo por sospechoso de ¿“violento”?, de ¿“pobre”?, simplemente de ¿“joven de barrio pobre”? A los jóvenes “pudientes” –en general “blanquitos”– no se les toca.
Ahora bien: el sistema también genera antídotos, prótesis que le permiten seguir funcionando. Si bien es cierto que la juventud dejó de ser ese fermento “biológicamente revolucionario” (y molesto para la dinámica dominante) de años atrás, y en buena medida hoy es sinónimo de “sospechosa”, paralelamente aparece otro modelo, nuevo sin dudas: el joven “comprometido”. Pero no con un compromiso como puede haber sido el de aquel modelo de juventud politizada de algunas décadas atrás, sino un compromiso mucho más “light”, para decirlo con términos que ya nos marcan el ámbito cultural dominante: globalización neoliberal triunfante, individualismo, ética del sálvese quien pueda, fin de las ideologías, pragmatismo y lengua inglesa como insignia del triunfo en juego: el “number one” como aspiración, para no ser un loser.
Cultura “light”, actitud “light”… ideología “light” por lo tanto. Eso pareciera que es lo que está en juego, y buena parte de la juventud, la que no es sospechosa de peligrosidad, la que no remeda la pandilla, ahora presenta este perfil. Hablamos de una juventud comprometida, pero no como lo era en otro momento histórico, lo cual la llevó en muchos países latinoamericanos a tomar actitudes radicales –que, no olvidar, se pagó con la propia vida–. Pareciera que esta juventud actual que se “compromete” con su entorno no pasa de participar en actividades de voluntariado social, ayudando a sus congéneres en servicios que, si bien no son llamadas “caritativos”, no están muy lejos de ello. ¿Qué son, si no, todos estos voluntariados que surgen cada vez más con más fuerza? El compromiso llega hasta ir a atender niños pobres en un orfelinato un fin de semana, o viejitos en un geriátrico. Loable, claro… pero ¿qué significa eso? ¿No es eso lo que siempre han hecho los Boys Scouts o las Damas de Caridad? ¿Eso es el “compromiso” social?
Aunque dicho demasiado esquemáticamente quizá, hoy pareciera que la juventud en América Latina básicamente discurre entre estos modelos: o se es sospechoso (por ser pobre, por estar excluido, por portar los emblemas de la disfuncionalidad –tatuajes, cierta ropa, provenir de una barriada pobre y marginal, el color de la piel, etc.–) o se es un joven “comprometido” desde estos nuevos esquemas de participación: compromiso light, despolitizado, en sintonía con la idea de responsabilidad social empresarial. O, por último, migrar en condiciones infrahumanas, como “mojados”, sin olvidar que, según el discurso oficial dominante, de todos los países empobrecidos, la juventud “migra”, mientras que de Cuba: “huye”. Aunque, claro está, la realidad es infinitamente más compleja que eso: la juventud, retomando lo dicho por Allende, no puede dejar de ser rebelde. Y eso, guste o no, es un eterno fermento de cambio, aunque se la disfrace de lo que se quiera.
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