Los signos de nuestra identidad cultural nacional o nacionalidad, se han visto sistemáticamente desdibujados al vernos inmersos en una cultura cosmopolita de dimensiones planetarias, gracias a los medios de comunicación, a los hábitos de consumo y a la planetarización de los conflictos políticos, sociales y, sobre todo, militares originalmente locales.
Arnoldo Mora Rodríguez / Para Con Nuestra América
Desde la conformación de los Estados Nacionales nuestra identidad como nación se consolidó recurriendo a imponer oficialmente a la población signos externos como la bandera, el himno nacional y la celebración de las efemérides o fechas en el calendario, que nos recuerdan los acontecimientos más relevantes – según la ideología dominante- que jalonan nuestra historia patria; todo lo cual se trasmitía y cultivaba gracias a una educación formal que se extendía a todo el territorio nacional y se imponía obligatoriamente a todos los sectores de la población.
Si a todas estas expresiones de nuestra identidad cultural de corte político, le añadimos el derecho a elegir y ser elegidos en todas las instancias del poder, tenemos la configuración de lo que llamamos DEMOCRACIA. Pero cuando entran en crisis uno o varios de estos factores, el orden democrático mismo se ve cuestionado. Esto pasa en no pocos países de nuestra región con la llamada crisis de la democracia liberal que, dicho sea de paso, tiene en la práctica muy poco de “liberal” y menos de “democracia”. En estas líneas me referiré tan sólo a un factor: el cultural.
Los signos de nuestra identidad cultural nacional o nacionalidad, se han visto sistemáticamente desdibujados al vernos inmersos en una cultura cosmopolita de dimensiones planetarias, gracias a los medios de comunicación, a los hábitos de consumo y a la planetarización de los conflictos políticos, sociales y, sobre todo, militares originalmente locales.
Con ello, la pregunta sobre nuestra identidad, tanto grupal como individual, adquiere una relevancia dramática; la pregunta surge porque, en primer lugar, no es posible ser hombre o mujer, ser simplemente humano, careciendo de alguna forma de identidad, como suelen ser nuestro nombre y apellidos, nuestro lugar de nacimiento o nuestra profesión. Pero, al diluirse la identidad como caracterización político-nacional, cabe preguntarse si podría darse una humanidad sin ninguna identidad. Se impone, entonces, el preguntarnos cuál debe ser la identidad para nuestros tiempos, para una sociedad que aceleradamente deja de ser culturalmente agraria y se convierte en citadina y cosmopolita; el concepto mismo de “nacionalismo” se vuelve ambiguo, pues es cada más frecuente que se refiera a la región cultural donde nacimos más que a la nación a la que debemos nuestra nacionalidad legal. Esta ambigüedad adquiere ribetes ideológicos extremadamente ambiguos cuando vemos el papel jugado por las ideologías nacionalistas en la historia de la modernidad.
En un sentido positivo, el nacionalismo es sinónimo de patriotismo cuando aglutina conglomerados humanos que luchan por su soberanía política o económica, como han sido las guerras de independencia de pueblos colonizados, o las luchas en defensa de los recursos naturales enfrentando a trasnacionales, que se instalan localmente para saquear los recursos de los pueblos periféricos. Pero, por el otro extremo ideológicamente antagónico, los nacionalismos como expresión de xenofobia y racismo, están llegando a extremos fascistoides, incluso en naciones, hasta no hace mucho consideradas como modelos de democracia política y social y a sociedades abiertas que cultivaban la tolerancia en sus relaciones sociales y culturales, tanto locales como internacionales; concretamente, vemos con enorme preocupación cómo los países nórdicos de Europa se deslizan peligrosamente hacia formas de expresión política cercanas al fascismo; más aún, vemos que en toda Europa el crecimiento de los movimientos de derecha extrema pululan, debido al temor o fobia frente a las migraciones ilegales que hoy presionan en sus fronteras; otro tanto sucede en los Estados Unidos en su frontera Sur.
Las crisis políticas, económicas, y sociales con sus repercusiones en el ámbito cultural, han llevado a una crisis global de la civilización y de los valores en que ésta se funda. Por otra parte, la universalización de los medios de comunicación ha reducido a la nada las distancias en el espacio y en el tiempo en que suceden los eventos que tumultuosamente atiborran los canales de información, configurando la tela que teje la historia de la que somos, consciente o inconscientemente, testigos y protagonistas. Consecuencia de ello es que, por primera vez en su historia, la humanidad es completamente contemporánea de sí misma; ya no existe ni el pasado ni el futuro, vivimos en un eterno o, mejor dicho, intemporal presente, pues gracias a las redes sociales, nuestra presencia inmediata abarca el planeta entero.
Por su parte, las ideologías dominantes durante la ya extinta Guerra Fría, que hoy algunos pretenden revivir, no son más que teologías secularizadas, pues pretendían decir la última palabra en torno al destino humano sobre la tierra o su felicidad, dirigiendo todo el quehacer humano en vista a la obtención de esos fines fijados dogmáticamente dentro de un marco ideológico determinado. Lo que hoy priva es una concepción geopolítica de la política internacional, teniendo en grave crisis el “orden” impuesto al mundo entero por las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, tales como las Naciones Unidas en el campo político-diplomático, o el FMI y el BM en el campo financiero. Hasta la primera década de este siglo, prevalecían los bloques de mercado impuestos por las trasnacionales de Occidente. Pero, hoy chocan con un rival, como es el auge de una China que, con su Ruta de la Seda, cuestiona ese pretendido monopolio. La identidad que da el mercado no es tanto la de los productores, como definía Marx a la clase trabajadora, sino la de los consumidores; con ello se reduce a los humanos a no ser más que seres pasivos, que reciben dócilmente lo que le suministran las grandes trasnacionales, que pretenden ser dueñas del suelo, del subsuelo y de la estratosfera, que pretenden ser dueñas de cuerpos y conciencias, de nuestras vidas y de nuestras muertes…dueñas de TODO, debido a que luchan por hacer desaparecer lo público para privatizarlo todo, sobre todo, el espacio político.
Frente a esa globalización de los mercados, surge la reivindicación de lo particular, de lo regional, que se manifiesta en el papel político que se asigna a las identidades culturales; cada vez más son los factores culturales, como la lengua, la religión, los rasgos étnicos, etc., los que nos caracterizan, tanto como las expresiones tradicionales o signos externos de nuestra nacionalidad, así sea individual como grupal. El Estado sionista es actualmente la expresión más atroz de lo que acabo de decir.
En lo que toca al mundo entero, éste vive un nuevo reparto político; los bloques ideológicos han sido sustituidos por bloques militares que se enfrentan en guerras regionales, como el caso de Ucrania, Palestina y África. En cuanto a nuestra Costa Rica, pequeña por su extensión geográfica, demográfica y económica, pero de una inconmensurable importancia geopolítica por estar situada en la Cuenca del Caribe y ser fronteriza con el Canal de Panamá, nuestro deber patriótico nos impone como mayor responsabilidad inspirarnos en política exterior en una vocación latinoamericanista indeclinable y, en política doméstica, consolidar el mayor logro de nuestra historia política, cual es el Estado social de derecho. Todas y cada una de las elecciones que programa nuestro calendario político, deben ser ocasión para inspirarnos en esos principios y proponer al electorado un programa de gobierno que propugna cambios e impulse reformas que busquen profundizar esos logros.
La praxis política electoral debe dejar de ser un ritual cansino que, inspirándose en el más rancio gatopardismo, aspira a cambiar algo para que todo siga igual. Por el contrario, las campañas electorales deben ser una escuela de civismo, un espacio de tiempo en que se desarrolle la conciencia política inspirada en nuestros mayores y más probados valores cívicos. Tal es la razón de ser de los partidos políticos e instituciones que tienen como fin encauzar nuestra vida política, todo aupado por los medios de comunicación de masa y las redes sociales, sin olvidar que somos parte indisoluble de una humanidad que afronta, como el mayor de sus retos, el tener que dar a luz una nueva e inédita época si quiere sobrevivir.
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