La guerra del capital contra los pueblos indígenas no es una posibilidad en el futuro sino una realidad que de muy diversas maneras se viene desarrollando en nuestro continente. Desde el año 2000, la CIA advertía a los gobiernos de América Latina que el peligro para las oligarquías nacionales en los próximos años no serían las guerrillas subversivas sino los movimientos indígenas.
Francisco López Bárcenas / LA JORNADA
(En la fotografía, la líder indígena colombiana Aída Quilcué, durante el funeral de su compañero Edwin Legarda, asesinado por el ejército colombiano)
“Esta es una guerra contra los pueblos, contra el movimiento indígena por nuestra posición de dignidad, contra la Minga Social y Comunitaria, contra el derecho de construir desde los pueblos un país sin dueños y en paz. Exigimos que salgan de nuestros territorios y que nos dejen en paz”. Las anteriores son palabras de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, en Colombia, pronunciadas el día 16 de noviembre pasado, después de enterarse de que en la mañana de ese día el automóvil de Aída Quilcué, consejera mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca, la región donde el movimiento indígena colombiano ha avanzado más en la construcción de las autonomías, había sido baleado por elementos del ejército de ese país, en una acción criminal que arrebató la vida a Edwin Legarda, compañero de la consejera indígena.
Las palabras, pronunciadas con la ira y el dolor de quien padece una violencia irracional ante la falta de argumentos pacíficos que se funden en razones, son exactas y pueden ser suscritas por cualquiera de los movimientos indígenas de cualquier parte del continente. Los pueblos indígenas de América Latina padecen una guerra no declarada, por un enemigo que no se anuncia como tal pero lo es, el capitalismo en su etapa de desposesión, donde los recursos naturales han dejado de ser bienes comunes porque son necesarios para todos los seres vivos y se han convertido en mercancías de las cuales puede apropiarse cualquiera que tenga el capital y el poder para hacerlo, despojando a los demás, a menos que también tengan dinero para pagar por ellos. A eso se refieren las autoridades indígenas de Colombia cuando afirman que el motivo de la guerra contra ellos es la defensa de su dignidad y su derecho de construir un país sin dueños y en paz.
La muerte de Edwin Legarda ha suscitado una serie de reacciones tan importantes como las expresadas en apoyo al periodista iraquí Muntazer al-Zaidi por los zapatazos lanzados contra George W. Bush, al tiempo que le gritaba: “¡Ahí te va un beso de despedida, perro!” El movimiento indígena latinoamericano se siente agraviado con esa muerte y así lo ha manifestado. Pero no es el único, también han condenado el asesinato la Organización de Naciones Unidas, la Unión Europea y el grupo de los 24 países más desarrollados del mundo. Frente a la presión internacional el Ministerio de Defensa colombiano sólo ha atinado a afirmar que aún no hay “suficiente claridad sobre cómo ocurrieron los hechos”.
No sorprende la postura del ejército colombiano, que seguramente cuenta con la aprobación del señor Álvaro Uribe, presidente de ese país; lo que llama la atención es que el organismo internacional y la Unión Europea se muestren públicamente preocupados por el asesinato, porque normalmente, por razones diplomáticas, callan ante sucesos de esta naturaleza, aunque tal vez la gravedad del hecho no les deje otra alternativa. El hecho es importante pero tampoco hay que esperar que ello tenga resultados concretos. Ya lo vimos en México cuando el mismo organismo y otros similares se pronunciaron condenando los asesinatos de Teresa Bautista y Felícitas Martínez, las comunicadoras triquis, actitud que no impidió siquiera que el titular de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos Contra Periodistas (FEADP) de la Procuraduría General de la República declarara hace días que su muerte no tuvo nada que ver con su ejercicio de comunicación.
Lo que no se puede perder de vista es la veracidad de la declaración de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca. La guerra del capital contra los pueblos indígenas no es una posibilidad en el futuro sino una realidad que de muy diversas maneras se viene desarrollando en nuestro continente. Y tal vez no sea exacta la afirmación anterior de que se trata de una guerra que no ha sido declarada. Hay que recordar que desde el año 2000 la CIA advertía a los gobiernos de América Latina que el peligro para las oligarquías nacionales en los próximos años no serían las guerrillas subversivas sino los movimientos indígenas. El problema entonces no es si va a haber guerra o no, sino cómo la van a enfrentar los pueblos. Hasta ahora la mayoría de las acciones de resistencia han sido pacíficas. Falta ver qué pasará en el futuro próximo. Y eso no depende de los pueblos indígenas, que seguramente encontrarán la mejor forma de defenderse, sino de quienes han decidido hacerles la guerra.
Las palabras, pronunciadas con la ira y el dolor de quien padece una violencia irracional ante la falta de argumentos pacíficos que se funden en razones, son exactas y pueden ser suscritas por cualquiera de los movimientos indígenas de cualquier parte del continente. Los pueblos indígenas de América Latina padecen una guerra no declarada, por un enemigo que no se anuncia como tal pero lo es, el capitalismo en su etapa de desposesión, donde los recursos naturales han dejado de ser bienes comunes porque son necesarios para todos los seres vivos y se han convertido en mercancías de las cuales puede apropiarse cualquiera que tenga el capital y el poder para hacerlo, despojando a los demás, a menos que también tengan dinero para pagar por ellos. A eso se refieren las autoridades indígenas de Colombia cuando afirman que el motivo de la guerra contra ellos es la defensa de su dignidad y su derecho de construir un país sin dueños y en paz.
La muerte de Edwin Legarda ha suscitado una serie de reacciones tan importantes como las expresadas en apoyo al periodista iraquí Muntazer al-Zaidi por los zapatazos lanzados contra George W. Bush, al tiempo que le gritaba: “¡Ahí te va un beso de despedida, perro!” El movimiento indígena latinoamericano se siente agraviado con esa muerte y así lo ha manifestado. Pero no es el único, también han condenado el asesinato la Organización de Naciones Unidas, la Unión Europea y el grupo de los 24 países más desarrollados del mundo. Frente a la presión internacional el Ministerio de Defensa colombiano sólo ha atinado a afirmar que aún no hay “suficiente claridad sobre cómo ocurrieron los hechos”.
No sorprende la postura del ejército colombiano, que seguramente cuenta con la aprobación del señor Álvaro Uribe, presidente de ese país; lo que llama la atención es que el organismo internacional y la Unión Europea se muestren públicamente preocupados por el asesinato, porque normalmente, por razones diplomáticas, callan ante sucesos de esta naturaleza, aunque tal vez la gravedad del hecho no les deje otra alternativa. El hecho es importante pero tampoco hay que esperar que ello tenga resultados concretos. Ya lo vimos en México cuando el mismo organismo y otros similares se pronunciaron condenando los asesinatos de Teresa Bautista y Felícitas Martínez, las comunicadoras triquis, actitud que no impidió siquiera que el titular de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos Contra Periodistas (FEADP) de la Procuraduría General de la República declarara hace días que su muerte no tuvo nada que ver con su ejercicio de comunicación.
Lo que no se puede perder de vista es la veracidad de la declaración de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca. La guerra del capital contra los pueblos indígenas no es una posibilidad en el futuro sino una realidad que de muy diversas maneras se viene desarrollando en nuestro continente. Y tal vez no sea exacta la afirmación anterior de que se trata de una guerra que no ha sido declarada. Hay que recordar que desde el año 2000 la CIA advertía a los gobiernos de América Latina que el peligro para las oligarquías nacionales en los próximos años no serían las guerrillas subversivas sino los movimientos indígenas. El problema entonces no es si va a haber guerra o no, sino cómo la van a enfrentar los pueblos. Hasta ahora la mayoría de las acciones de resistencia han sido pacíficas. Falta ver qué pasará en el futuro próximo. Y eso no depende de los pueblos indígenas, que seguramente encontrarán la mejor forma de defenderse, sino de quienes han decidido hacerles la guerra.
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