El TLC representa el corolario de un proceso de neocolonización de la región, inspirado en el viejo ideario del panamericanismo, que ha venido gestándose en las últimas décadas, donde la dominación se expresa y concreta a través del modelo de sociedad del libre comercio, en dimensiones que van más allá de lo jurídico-comercial, para invadir las esferas de lo cultural, político y social.
“… no sería bien que Centroamérica se dejase unir con cemento de espinas, por la mano extranjera…” - JOSÉ MARTÍ.
Andrés Mora Ramírez*
“Compramos a Alaska ¡sépase de una vez! para notificar al mundo que es nuestra determinación formar una unión de todo el norte del continente con la bandera de las estrellas flotando desde los hielos hasta el istmo, y de océano a océano”[i]: con esta frase, tomada del diario estadounidense Sun de 1889, reseñaba José Martí, en una de sus crónicas para el diario La Nación de Argentina, la agresividad expansionista que, bajo las ideas del panamericanismo y el libre comercio continental, manifestaban los Estados Unidos durante la Conferencia Internacional Americana (1889-1890).
En su carta al director de La Nación, Martí, que participó en la Conferencia como delegado del Uruguay, se refirió así a la invitación girada por el Secretario de Estado estadounidense James Blaine a los gobiernos americanos (permítaseme citar en extenso):
“Nunca hubo en América Latina, desde la independencia, un asunto que exigiese más conocimiento, que obligase a más vigilancia, que demandase un examen más claro y minucioso, que la invitación cursada por los Estados Unidos, poderosos, desbordantes de productos invendibles y determinados a extender su dominación en América, a las naciones menos poderosas, vinculadas por el libre comercio a los pueblos europeos, para construir una alianza contra Europa y llegar a tratados con el resto del mundo. La América española supo librarse de la tiranía de España; y ahora, después de haber hecho un examen jurídico de los antecedentes, las causas y los factores de la invitación, es urgente declarar, porque tal es la verdad, que ha llegado el momento para la América española de declarar su segunda independencia”[ii].
El proyecto presentado por Estados Unidos a los países americanos en la Conferencia de 1889 procuraba alcanzar una suerte de libre comercio panamericano – unión aduanera, comunicaciones, derechos de patentes, propiedad intelectual y marcas comerciales, moneda única, entre otros aspectos-, pero tutelado por las empresas y capitales estadounidenses. De esta manera el coloso del Norte consolidaría su hegemonía hemisférica, para competir e incluso acabar con el control europeo del comercio en América.
La historiadora mexicana Teresa Maya Sotomayor, afirma que “la visión de un solo continente tentaba a los industriales estadounidenses con la promesa de mercados exclusivos y privilegios arancelarios”[iii].
Sin embargo, tales aspiraciones no gozaron de correspondencia y aprobación en el ámbito político y cultural latinoamericano, donde prevalecía la desconfianza y el temor ante la amenaza –ya para esos años bastante concreta- del expansionismo imperial estadounidense: recuérdense los casos de la invasión a México, el filibusterismo en Centroamérica, sus actuaciones en Santo Domingo, Haití y Panamá y sus intereses específicos ya insinuados en el conflicto cubano-español.
Esta preocupación no carecía de fundamento, pues hacia finales del siglo XIX el imperialismo de Estados Unidos, convertido ya en primera potencia económica mundial, buscó nuevas salidas para su desarrollo capitalista. Olivier Dabène explica que para los gobernantes y élites políticas de ese país, “América Latina parecía tener que formar parte de su ‘destino manifiesto’. La ofensiva siguió por turno a la vez por las vías política, económica y militar, con el fin de imponer una pax americana en el continente y crear una zona de libre comercio”[iv]
Sin embargo, esa opción tampoco ofrecía mejores condiciones para América Latina. Martí lo formuló de esta manera: “¿Conviene a Hispanoamérica la unión política y económica con Estados Unidos? Dos corderos, o dos cóndores, se unen sin tanto peligro como un cóndor y un cordero…”[v]. En ese momento los latinoamericanos, nos recuerda Dabène, “se preocuparon de proteger su soberanía” y solo aceptaron la creación de una oficina continental que recogería datos sobre comercio.
En su carta al director de La Nación, Martí, que participó en la Conferencia como delegado del Uruguay, se refirió así a la invitación girada por el Secretario de Estado estadounidense James Blaine a los gobiernos americanos (permítaseme citar en extenso):
“Nunca hubo en América Latina, desde la independencia, un asunto que exigiese más conocimiento, que obligase a más vigilancia, que demandase un examen más claro y minucioso, que la invitación cursada por los Estados Unidos, poderosos, desbordantes de productos invendibles y determinados a extender su dominación en América, a las naciones menos poderosas, vinculadas por el libre comercio a los pueblos europeos, para construir una alianza contra Europa y llegar a tratados con el resto del mundo. La América española supo librarse de la tiranía de España; y ahora, después de haber hecho un examen jurídico de los antecedentes, las causas y los factores de la invitación, es urgente declarar, porque tal es la verdad, que ha llegado el momento para la América española de declarar su segunda independencia”[ii].
El proyecto presentado por Estados Unidos a los países americanos en la Conferencia de 1889 procuraba alcanzar una suerte de libre comercio panamericano – unión aduanera, comunicaciones, derechos de patentes, propiedad intelectual y marcas comerciales, moneda única, entre otros aspectos-, pero tutelado por las empresas y capitales estadounidenses. De esta manera el coloso del Norte consolidaría su hegemonía hemisférica, para competir e incluso acabar con el control europeo del comercio en América.
La historiadora mexicana Teresa Maya Sotomayor, afirma que “la visión de un solo continente tentaba a los industriales estadounidenses con la promesa de mercados exclusivos y privilegios arancelarios”[iii].
Sin embargo, tales aspiraciones no gozaron de correspondencia y aprobación en el ámbito político y cultural latinoamericano, donde prevalecía la desconfianza y el temor ante la amenaza –ya para esos años bastante concreta- del expansionismo imperial estadounidense: recuérdense los casos de la invasión a México, el filibusterismo en Centroamérica, sus actuaciones en Santo Domingo, Haití y Panamá y sus intereses específicos ya insinuados en el conflicto cubano-español.
Esta preocupación no carecía de fundamento, pues hacia finales del siglo XIX el imperialismo de Estados Unidos, convertido ya en primera potencia económica mundial, buscó nuevas salidas para su desarrollo capitalista. Olivier Dabène explica que para los gobernantes y élites políticas de ese país, “América Latina parecía tener que formar parte de su ‘destino manifiesto’. La ofensiva siguió por turno a la vez por las vías política, económica y militar, con el fin de imponer una pax americana en el continente y crear una zona de libre comercio”[iv]
Sin embargo, esa opción tampoco ofrecía mejores condiciones para América Latina. Martí lo formuló de esta manera: “¿Conviene a Hispanoamérica la unión política y económica con Estados Unidos? Dos corderos, o dos cóndores, se unen sin tanto peligro como un cóndor y un cordero…”[v]. En ese momento los latinoamericanos, nos recuerda Dabène, “se preocuparon de proteger su soberanía” y solo aceptaron la creación de una oficina continental que recogería datos sobre comercio.
Panamericanismo y TLC: más de un siglo después
La referencia a la histórica impugnación martiana del panamericanismo estadounidense no es casual. Por el contrario, sirve como telón de fondo, acaso como un trágico anticipo, de lo que representa en nuestros días la entrada en vigencia plena, desde el pasado 1 de enero de 2009, del Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica, República Dominicana y Estados Unidos (en adelante, TLC), luego de que Costa Rica –último eslabón de la resistencia popular centroamericana- cumpliera con todos los requisitos de la llamada certificación, que no fue sino el ajuste, por parte del Poder Ejecutivo y la Asamblea Legislativa, de las leyes y reglamentos internos a los intereses del capital transnacional.
Más de un siglo después de la Conferencia Internacional Americana, la primacía del libre comercio (mito y falacia), en tanto expresión estratégica del panamericanismo, mantiene su vigencia como eje conductor de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Por ejemplo, el General Colin Powel, Secretario de Estado de la primera administración de G.W. Bush, casi repetiendo las palabras del Sun de 1889, describió el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) como una iniciativa para garantizar a “las empresas estadounidenses el control del territorio que va del Polo Ártico hasta la Antártida, y el libre acceso de nuestros productos, servicios, tecnología y capital a todo el hemisferio, sin el menor obstáculo”.
De ahí que la identificación entre el TLC y el proyecto histórico de hegemonía continental de las élites estadounidenses resulta inequívoca. En el año 2001, en un discurso ante el Consejo de las Américas, el entonces Representante de Comercio de los Estados Unidos y actual presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, establecía la continuidad entre ambas visiones del destino manifiesto de América Latina, a más de un un siglo de distancia: “Como los promotores de las ideas panamericanas de hace un siglo, el Presidente [Bush] reconoce que el libre comercio es una idea que está ligada a otras convicciones. Como lo ha explicado, ‘la libertad económica crea hábitos de libertad y los hábitos de libertad crean expectativas de democracia’".[vi]
Esas “otras convicciones” a las que alude Zoellick, a juzgar por el contexto geopolítico en que transcurrieron las negociaciones del TLC, no eran sino el tributo que debía pagar Centroamérica a la dominación: no en vano los gobiernos de Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua y República Dominicana, respondiendo servilmente a las exigencias de Washington, se unieron a la coalición internacional que invadió Irak en 2003.
Por eso, de este TLC, que junto al TLCAN (Canadá, Estados Unidos y México) tiende la bandera de las estrellas desde los hielos al istmo, es posible sentenciar, como Martí lo hiciera en su momento de la Conferencia Internacional Americana, que “nació en días culpables”[vii]: esta será la seña de identidad inequívoca del tratado, su innegable carácter imperialista.
Unidad centroamericana y latinoamericana: desafío para el movimiento popular
El economista Juan Manuel Villasuso, en un artículo reciente, definió la aprobación del TLC como un proceso que “produjo heridas lacerantes en la sociedad costarricense, difíciles de cicatrizar, y huellas profundas por una forma de ejercer el poder que será mácula imborrable en nuestro devenir republicano”, debido, entre otras causas, al “costo democrático del atropello institucional, del doblegar y manipular voluntades, forzar decisiones que debieron tomarse sin que mediara temor o amenaza, y aprobar convenios, leyes y reglamentos cuyas consecuencias nocivas las conoceremos en breve”[viii].
Si esto vale para la situación específica de Costa Rica, ¿cuánto más significará para los demás países de la región?
A esa precisa caracterización es necesario agregar algo más: el TLC representa el corolario de un proceso de neocolonización de la región, inspirado en el viejo ideario del panamericanismo, que ha venido gestándose en las últimas décadas, donde la dominación se expresa y concreta a través del modelo de sociedad del libre comercio, en dimensiones que van más allá de lo jurídico-comercial, para invadir las esferas de lo cultural, político y social.
Se trata, en definitiva, de la consumación de lo que en algún momento se denominó el maridaje entre nuestra burguesía nativa y la burguesía metropolitana[ix], que progresivamente ha profundizado la condición dependiente y neocolonial de la sociedad centroamericana.
En la Conferencia Internacional Americana de 1889, como lo reseñó Martí en sus crónicas, nuestra América supo librarse, no con pocas disputas, contradicciones y sobresaltos, de “la sumisión humillante y definitiva de una familia de repúblicas libres, más o menos desenvueltas, a un poder temible e indiferente, de apetitos gigantescos y objetos distintos”[x].
Ahora nos corresponde como pueblos la responsabilidad de enfrentar desde adentro el TLC, y defender aquello que no fueron capaces las oligarquías y élites gobernantes centroamericanas. Nos corresponde subvertir su lógica depredadora y derrotarlo, como lo hizo el pueblo ecuatoriano en 2006 y un año antes, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, los pueblos suramericanos cuando dijeron contundentemente: ¡no al ALCA!
En política ninguna realidad o coyuntura es definitiva ni inmutable, y consideramos que existen las condiciones para impulsar, desde abajo, procesos de cambio social. El futuro cercano de Centroamérica, con elecciones presidenciales en El Salvador y Honduras en 2009, y en Costa Rica en 2010, ofrece la posibilidad de revertir la actual correlación de fuerzas, favorable a los intereses de la dominación y sus socios locales, hacia proyectos políticos de clara orientación popular, centroamericanista y latinoamericanista.
Desde los diversos foros y espacios de participación social del movimiento popular se impone la necesidad de repensar la condición neocolonial de Centroamérica, articular la resistencia –nacional y regional- frente a la dominación estadounidense y del capital transnacional, y al mismo tiempo, diseñar y trabajar desde ya en las estrategias y la construcción de alternativas de liberación.
Truncada la integración centroamericana por el TLC, las miradas del movimiento popular y las organizaciones políticas progresistas de nuestra región deben volcarse hacia los nuevos y más amplios esquemas de integración que se proponen desde el Sur y el Caribe del continente, como el ALBA, que ofrecen nuevos espacios de construcción y replanteamiento de otra integración latinoamericana que, sobre la base de mecanismos de cooperación y apoyo recíproco, procura constituir alianzas estratégicas entre los países, como alternativa de unidad de las luchas contra-hegemónicas en América Latina.
Martí lo había advertido a tiempo: “Los pueblos castellanos de América han de volverse a juntar pronto, donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide”[xi]. Su admonición, hoy, resulta más que urgente.
* El autor es periodista costarricense y Máster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica.
Más de un siglo después de la Conferencia Internacional Americana, la primacía del libre comercio (mito y falacia), en tanto expresión estratégica del panamericanismo, mantiene su vigencia como eje conductor de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Por ejemplo, el General Colin Powel, Secretario de Estado de la primera administración de G.W. Bush, casi repetiendo las palabras del Sun de 1889, describió el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) como una iniciativa para garantizar a “las empresas estadounidenses el control del territorio que va del Polo Ártico hasta la Antártida, y el libre acceso de nuestros productos, servicios, tecnología y capital a todo el hemisferio, sin el menor obstáculo”.
De ahí que la identificación entre el TLC y el proyecto histórico de hegemonía continental de las élites estadounidenses resulta inequívoca. En el año 2001, en un discurso ante el Consejo de las Américas, el entonces Representante de Comercio de los Estados Unidos y actual presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, establecía la continuidad entre ambas visiones del destino manifiesto de América Latina, a más de un un siglo de distancia: “Como los promotores de las ideas panamericanas de hace un siglo, el Presidente [Bush] reconoce que el libre comercio es una idea que está ligada a otras convicciones. Como lo ha explicado, ‘la libertad económica crea hábitos de libertad y los hábitos de libertad crean expectativas de democracia’".[vi]
Esas “otras convicciones” a las que alude Zoellick, a juzgar por el contexto geopolítico en que transcurrieron las negociaciones del TLC, no eran sino el tributo que debía pagar Centroamérica a la dominación: no en vano los gobiernos de Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua y República Dominicana, respondiendo servilmente a las exigencias de Washington, se unieron a la coalición internacional que invadió Irak en 2003.
Por eso, de este TLC, que junto al TLCAN (Canadá, Estados Unidos y México) tiende la bandera de las estrellas desde los hielos al istmo, es posible sentenciar, como Martí lo hiciera en su momento de la Conferencia Internacional Americana, que “nació en días culpables”[vii]: esta será la seña de identidad inequívoca del tratado, su innegable carácter imperialista.
Unidad centroamericana y latinoamericana: desafío para el movimiento popular
El economista Juan Manuel Villasuso, en un artículo reciente, definió la aprobación del TLC como un proceso que “produjo heridas lacerantes en la sociedad costarricense, difíciles de cicatrizar, y huellas profundas por una forma de ejercer el poder que será mácula imborrable en nuestro devenir republicano”, debido, entre otras causas, al “costo democrático del atropello institucional, del doblegar y manipular voluntades, forzar decisiones que debieron tomarse sin que mediara temor o amenaza, y aprobar convenios, leyes y reglamentos cuyas consecuencias nocivas las conoceremos en breve”[viii].
Si esto vale para la situación específica de Costa Rica, ¿cuánto más significará para los demás países de la región?
A esa precisa caracterización es necesario agregar algo más: el TLC representa el corolario de un proceso de neocolonización de la región, inspirado en el viejo ideario del panamericanismo, que ha venido gestándose en las últimas décadas, donde la dominación se expresa y concreta a través del modelo de sociedad del libre comercio, en dimensiones que van más allá de lo jurídico-comercial, para invadir las esferas de lo cultural, político y social.
Se trata, en definitiva, de la consumación de lo que en algún momento se denominó el maridaje entre nuestra burguesía nativa y la burguesía metropolitana[ix], que progresivamente ha profundizado la condición dependiente y neocolonial de la sociedad centroamericana.
En la Conferencia Internacional Americana de 1889, como lo reseñó Martí en sus crónicas, nuestra América supo librarse, no con pocas disputas, contradicciones y sobresaltos, de “la sumisión humillante y definitiva de una familia de repúblicas libres, más o menos desenvueltas, a un poder temible e indiferente, de apetitos gigantescos y objetos distintos”[x].
Ahora nos corresponde como pueblos la responsabilidad de enfrentar desde adentro el TLC, y defender aquello que no fueron capaces las oligarquías y élites gobernantes centroamericanas. Nos corresponde subvertir su lógica depredadora y derrotarlo, como lo hizo el pueblo ecuatoriano en 2006 y un año antes, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, los pueblos suramericanos cuando dijeron contundentemente: ¡no al ALCA!
En política ninguna realidad o coyuntura es definitiva ni inmutable, y consideramos que existen las condiciones para impulsar, desde abajo, procesos de cambio social. El futuro cercano de Centroamérica, con elecciones presidenciales en El Salvador y Honduras en 2009, y en Costa Rica en 2010, ofrece la posibilidad de revertir la actual correlación de fuerzas, favorable a los intereses de la dominación y sus socios locales, hacia proyectos políticos de clara orientación popular, centroamericanista y latinoamericanista.
Desde los diversos foros y espacios de participación social del movimiento popular se impone la necesidad de repensar la condición neocolonial de Centroamérica, articular la resistencia –nacional y regional- frente a la dominación estadounidense y del capital transnacional, y al mismo tiempo, diseñar y trabajar desde ya en las estrategias y la construcción de alternativas de liberación.
Truncada la integración centroamericana por el TLC, las miradas del movimiento popular y las organizaciones políticas progresistas de nuestra región deben volcarse hacia los nuevos y más amplios esquemas de integración que se proponen desde el Sur y el Caribe del continente, como el ALBA, que ofrecen nuevos espacios de construcción y replanteamiento de otra integración latinoamericana que, sobre la base de mecanismos de cooperación y apoyo recíproco, procura constituir alianzas estratégicas entre los países, como alternativa de unidad de las luchas contra-hegemónicas en América Latina.
Martí lo había advertido a tiempo: “Los pueblos castellanos de América han de volverse a juntar pronto, donde se vea, o donde no se vea. El corazón se lo pide”[xi]. Su admonición, hoy, resulta más que urgente.
* El autor es periodista costarricense y Máster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica.
Fuentes consultadas
[i] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 2 de noviembre de 1889, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 72.
[ii] Ídem. Pág. 57.
[iii] Maya Sotomayor, Teresa. “Estados Unidos y el Panamericanismo: el caso de la I Conferencia Internacional Americana (1889-1890)”, consultado el 7 de enero de 2009, disponible en: http://historiamexicana.colmex.mx/pdf/13/art_13_2002_16639.pdf
[iv] Dabène, Olivier (1999). América Latina en el Siglo XX. Madrid: Editorial Síntesis. Pág. 33.
[v] Galeano, Eduardo (2002). Memoria del fuego. II. Las caras y las máscaras. México D.F.: Siglo XXI Editores. Pág. 286
[vi] Zoellick, Robert (2001). “El libre comercio y la esperanza hemisférica”, recuperado el 4 de junio de 2007 en: http://bogota.usembassy.gov/wwwsrz01.shtml.
[vii] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 2 de noviembre de 1889, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 61.
[viii] Villasuso, Juan Manuel. “Habemus TLC”, consultado el 6 de enero de 2009, disponible en: http://www.tribunademocratica.com/2009/01/habemus_tlc.html.
[ix] Al respecto, véanse las ideas sobre las transformaciones históricas del bloque de poder en nuestra región en: Torres Rivas, Edelberto (1989). La crisis del poder en Centroamérica. San José: EDUCA.
[x] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 31 de marzo de 1890, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 92.
[xi] “Ídem. Pág. 92
[i] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 2 de noviembre de 1889, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 72.
[ii] Ídem. Pág. 57.
[iii] Maya Sotomayor, Teresa. “Estados Unidos y el Panamericanismo: el caso de la I Conferencia Internacional Americana (1889-1890)”, consultado el 7 de enero de 2009, disponible en: http://historiamexicana.colmex.mx/pdf/13/art_13_2002_16639.pdf
[iv] Dabène, Olivier (1999). América Latina en el Siglo XX. Madrid: Editorial Síntesis. Pág. 33.
[v] Galeano, Eduardo (2002). Memoria del fuego. II. Las caras y las máscaras. México D.F.: Siglo XXI Editores. Pág. 286
[vi] Zoellick, Robert (2001). “El libre comercio y la esperanza hemisférica”, recuperado el 4 de junio de 2007 en: http://bogota.usembassy.gov/wwwsrz01.shtml.
[vii] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 2 de noviembre de 1889, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 61.
[viii] Villasuso, Juan Manuel. “Habemus TLC”, consultado el 6 de enero de 2009, disponible en: http://www.tribunademocratica.com/2009/01/habemus_tlc.html.
[ix] Al respecto, véanse las ideas sobre las transformaciones históricas del bloque de poder en nuestra región en: Torres Rivas, Edelberto (1989). La crisis del poder en Centroamérica. San José: EDUCA.
[x] “Carta al director de La Nación de Argentina”, New York, 31 de marzo de 1890, en: Martí, José (2005). Nuestra América (Antología), Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho. Pág. 92.
[xi] “Ídem. Pág. 92
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