Sí existe un proyecto y una práctica democrática distinta, la que está en las comunidades indígenas. Es la democracia del “mandar obedeciendo”; de la reciprocidad, la equidad y la complementariedad. Un sistema en el que todos trabajan y todos disfrutan del fruto de ese trabajo. Una economía que no es para la acumulación sino para la satisfacción de las necesidades de todos y todas.
Wilmer Vilca Quispe / ALAI
Wilmer Vilca Quispe / ALAI
El año 2006, en el Perú ocurrió algo sorprendente: Alan García Pérez volvió a Palacio de Gobierno, luego de haberlo dejado 16 años antes con una grave crisis, cuyos signos más evidentes eran una hiperinflación de cuatro dígitos, decenas de casos de corrupción en la administración pública, múltiples denuncias sobre violaciones a los derechos humanos y el país virtualmente cercado por el terrorismo de Sendero Luminoso.
Pero el García que volvía en el siglo XXI no era el mismo de su primer gobierno. Aunque en la segunda vuelta electoral, en la que compitió con el out-sider Ollanta Humala, aludió a la defensa de la soberanía nacional y de los derechos de los trabajadores para quitarle votos a su contrincante, lo cierto es que, apenas vuelto a Palacio, García se esforzó por demostrar su “cambio” a la derecha con la que se había reconciliado. Y desde entonces se ha dedicado a profundizar el modelo neoliberal, iniciado con la dictadura de Alberto Fujimori, y que ninguno de los sucesivos gobiernos (Valentín Paniagua, Alejandro Toledo) se atrevió a tocar ni con el pétalo de una rosa.
Curioso: en su primer período (1985-1990), García usó la demagogia populista precisamente cuando en el mundo emergía la globalización neoliberal. Y en el segundo, se aferra al neoliberalismo cuando en todo el orbe este modelo entra en crisis y es cuestionado incluso por sus propios iniciales promotores (Banco Mundial, por ejemplo).
El eterno candidato del APRA ganó la presidencia en nombre de la defensa de la democracia. Sin embargo, a lo largo de su gobierno no ha hecho otra cosa que seguir recortando sistemáticamente todos los espacios democráticos y los derechos humanos, económicos, sociales y laborales, que sustentan, por lo menos en teoría, la democracia.
Y violenta también los derechos de ese nuevo actor político que emerge en continente: los pueblos indígenas. Derechos que son reconocidos por instrumentos internacionales (Convenio 169 de la OIT, Declaración de la ONU). Lo hace en el afán de seguir privatizando y concesionándolo todo a las empresas multinacionales, adecuando la legislación a los tratados de libre comercio y, en resumen, continuar condenando al Perú a su papel de proveedor de materia prima y mano de obra de barata en la división del trabajo internacional. ¡Y hace todo esto en nombre de la modernidad!
Junto a esta profundización del modelo neoliberal, como la otra cara de la misma moneda, está la criminalización del ejercicio de derechos. El signo más visible de esto son los decretos legislativos emitidos en julio del 2007, que penalizan la protesta y dan “licencia para matar” a las fuerzas del orden en las manifestaciones.
Son cientos los dirigentes, líderes y luchadores sociales perseguidos, procesados, presos por defender sus derechos. Se interceptan los teléfonos y los correos electrónicos; se acosa a las organizaciones y organismos no gubernamentales vigilando sus cuentas; se permite la actividad parapolicial y paramilitar de las empresas mineras. Y la gran mayoría de la prensa solo hace el triste papel de coro áulico del gobierno aprista.
¿Se parece lo que aquí hemos descrito a una democracia? Obviamente no. Todo lo contrario. El gobierno aprista está convirtiendo cada vez más al Estado peruano en un Estado panóptico, que constriñe las libertades esenciales y los derechos individuales, colectivos y de los pueblos indígenas. El Perú vuelve al oscurantismo, con “modernas” inquisiciones y extirpaciones de idolatrías.
¿Hay salida para esto? ¿Cómo transformar una falacia de democracia en una democracia real, de todos y todas, para todos y todas? Una de las consignas del Foro Social Mundial es: “democracia sin fin para que el capitalismo tenga fin”.
Sí existe un proyecto y una práctica democrática distinta, la que está en las comunidades indígenas. Es la democracia del “mandar obedeciendo”; de la reciprocidad, la equidad y la complementariedad. Un sistema en el que todos trabajan y todos disfrutan del fruto de ese trabajo. Una economía que no es para la acumulación sino para la satisfacción de las necesidades de todos y todas.
Para hacer viable esta democracia, se necesita reestructurar totalmente el Estado uninacional y excluyente heredado de la Colonia y construir un Estado Plurinacional que exprese y promueva la diversidad.
Es un modelo que recoge nuestras raíces y se proyecta al futuro. Todos deben tener lugar en él. El autogobierno y el control de las autoridades no serán exclusivas de las comunidades indígenas, sino que se construirán de abajo hacia arriba, desde los barrios, los distritos, las provincias, las regiones…
La salud y la educación interculturales, el reconocimiento legal de la justicia originaria (“el derecho mayor”), son algunas de los temas que debe resolver el futuro Estado plurinacional. Y a esa tarea estamos convocados todos.
Pero el García que volvía en el siglo XXI no era el mismo de su primer gobierno. Aunque en la segunda vuelta electoral, en la que compitió con el out-sider Ollanta Humala, aludió a la defensa de la soberanía nacional y de los derechos de los trabajadores para quitarle votos a su contrincante, lo cierto es que, apenas vuelto a Palacio, García se esforzó por demostrar su “cambio” a la derecha con la que se había reconciliado. Y desde entonces se ha dedicado a profundizar el modelo neoliberal, iniciado con la dictadura de Alberto Fujimori, y que ninguno de los sucesivos gobiernos (Valentín Paniagua, Alejandro Toledo) se atrevió a tocar ni con el pétalo de una rosa.
Curioso: en su primer período (1985-1990), García usó la demagogia populista precisamente cuando en el mundo emergía la globalización neoliberal. Y en el segundo, se aferra al neoliberalismo cuando en todo el orbe este modelo entra en crisis y es cuestionado incluso por sus propios iniciales promotores (Banco Mundial, por ejemplo).
El eterno candidato del APRA ganó la presidencia en nombre de la defensa de la democracia. Sin embargo, a lo largo de su gobierno no ha hecho otra cosa que seguir recortando sistemáticamente todos los espacios democráticos y los derechos humanos, económicos, sociales y laborales, que sustentan, por lo menos en teoría, la democracia.
Y violenta también los derechos de ese nuevo actor político que emerge en continente: los pueblos indígenas. Derechos que son reconocidos por instrumentos internacionales (Convenio 169 de la OIT, Declaración de la ONU). Lo hace en el afán de seguir privatizando y concesionándolo todo a las empresas multinacionales, adecuando la legislación a los tratados de libre comercio y, en resumen, continuar condenando al Perú a su papel de proveedor de materia prima y mano de obra de barata en la división del trabajo internacional. ¡Y hace todo esto en nombre de la modernidad!
Junto a esta profundización del modelo neoliberal, como la otra cara de la misma moneda, está la criminalización del ejercicio de derechos. El signo más visible de esto son los decretos legislativos emitidos en julio del 2007, que penalizan la protesta y dan “licencia para matar” a las fuerzas del orden en las manifestaciones.
Son cientos los dirigentes, líderes y luchadores sociales perseguidos, procesados, presos por defender sus derechos. Se interceptan los teléfonos y los correos electrónicos; se acosa a las organizaciones y organismos no gubernamentales vigilando sus cuentas; se permite la actividad parapolicial y paramilitar de las empresas mineras. Y la gran mayoría de la prensa solo hace el triste papel de coro áulico del gobierno aprista.
¿Se parece lo que aquí hemos descrito a una democracia? Obviamente no. Todo lo contrario. El gobierno aprista está convirtiendo cada vez más al Estado peruano en un Estado panóptico, que constriñe las libertades esenciales y los derechos individuales, colectivos y de los pueblos indígenas. El Perú vuelve al oscurantismo, con “modernas” inquisiciones y extirpaciones de idolatrías.
¿Hay salida para esto? ¿Cómo transformar una falacia de democracia en una democracia real, de todos y todas, para todos y todas? Una de las consignas del Foro Social Mundial es: “democracia sin fin para que el capitalismo tenga fin”.
Sí existe un proyecto y una práctica democrática distinta, la que está en las comunidades indígenas. Es la democracia del “mandar obedeciendo”; de la reciprocidad, la equidad y la complementariedad. Un sistema en el que todos trabajan y todos disfrutan del fruto de ese trabajo. Una economía que no es para la acumulación sino para la satisfacción de las necesidades de todos y todas.
Para hacer viable esta democracia, se necesita reestructurar totalmente el Estado uninacional y excluyente heredado de la Colonia y construir un Estado Plurinacional que exprese y promueva la diversidad.
Es un modelo que recoge nuestras raíces y se proyecta al futuro. Todos deben tener lugar en él. El autogobierno y el control de las autoridades no serán exclusivas de las comunidades indígenas, sino que se construirán de abajo hacia arriba, desde los barrios, los distritos, las provincias, las regiones…
La salud y la educación interculturales, el reconocimiento legal de la justicia originaria (“el derecho mayor”), son algunas de los temas que debe resolver el futuro Estado plurinacional. Y a esa tarea estamos convocados todos.
El autor es Maestro en Derechos Humanos y miembro del Comité Consultivo de la CAOI.
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