Cumpliendo con una ley de hierro del desarrollo histórico, el movimiento convergente que signó la última década se descompone en numerosas tendencias posibles y, a partir de la solución de continuidad en ese proceso, establece las bases para retomar el impulso en un plano superior, seleccionando y redefiniendo a los actores del nuevo momento histórico.
Es posible hallar en la tragedia de Haití el símbolo de un volcánico desplazamiento de clases y partidos a lo largo del continente, remezón obligado del seísmo que, en 2008, derrumbó el sistema financiero internacional. No es necesario forzar esa misma imagen para señalar que Estados Unidos responde a la ruptura del statu quo hemisférico con el mismo criterio estratégico según el cual Barack Obama envió 16 mil soldados a la isla caribeña. El hecho es que en cada país se observa un realineamiento de dirigencias, partidos y organizaciones sociales.
Así, el bicentenario coincide con el inicio de una era signada por el colapso del sistema capitalista y su traducción en el mapa político continental. Las clases fundamentales de la sociedad se deslizan hacia uno u otro ángulo del arco político, la más de las veces de manera inconsciente. Nuevas y antiguas expresiones de las tendencias objetivas que empujan y simultáneamente frenan la dinámica de convergencia regional, traducen por estos días en sus avatares un complejísimo polígono de fuerzas sin resultante predecible.
El futuro está, como pocas veces en la historia, a la espera de una formidable prueba de fuerzas entre la irracionalidad y la inteligencia, entre la brutalidad de cenáculos enceguecidos y el acervo más lúcido y generoso de las luchas sociales en los dos últimos siglos.
Dialéctica y desarrollo desigual
Mientras tanto, Unasur, instancia de extraordinaria potencia, fue afectada por el efecto disgregador ya desde fines de 2008, cuando los gobiernos de Brasil y Argentina resolvieron afrontar el colapso capitalista desde la perspectiva del G-20, es decir con la estrategia estadounidense. El Mercosur, paralizado por un conjunto de razones económicas y políticas en el último quinquenio, no sólo no logra consumar la incorporación de Venezuela, sino que es cada vez menos eficiente en su mezquino cometido primigenio: el de instrumento facilitador para el intercambio comercial. El Pacto Andino es ya prácticamente inexistente. La Organización de Estados Centroamericanos, a partir del golpe en Honduras y la victoria derechista en Panamá, está siendo manipulada con un único objetivo: rodear, ahogar y aplastar a Nicaragua. Al margen de otras implicancias, el resultado electoral en Chile afectará adicionalmente a Unasur. Junto con Colombia y Perú, este país conforma ahora un bloque formalmente alineado con Estados Unidos y obrará como Caballo de Troya en el concierto de los 12 países de la Unión de Naciones Suramericanas. Un segundo bloque dentro de Unasur se desgarra entre la toma de distancia frente al guerrerismo estadounidense y la subordinación a sus dictados económicos.
Cumpliendo con una ley de hierro del desarrollo histórico, el movimiento convergente que signó la última década se descompone en numerosas tendencias posibles y, a partir de la solución de continuidad en ese proceso, establece las bases para retomar el impulso en un plano superior, seleccionando y redefiniendo a los actores del nuevo momento histórico. No faltan quienes interpretan esta instancia de la dialéctica histórica como un “retorno de la derecha” en América Latina. Craso error, fruto de la confusión entre deseo y realidad, o de concepciones reformistas que, amarradas a la lógica formal, se resisten a asumir lo obvio: la crisis desgarra la sociedad, polariza a las clases, atrapa a dirigentes y partidos y los arroja a un torbellino donde sólo por excepción consiguen afirmarse y orientarse.
Los hechos y la mirada
Pero no se trata de interpretaciones complejas. Se ve a la luz del día que en ningún país de América Latina hay un movimiento de masas con el menor signo de identificación con estrategias contrarrevolucionarias. Todo lo contrario es verdad; al punto que las fuerzas reaccionarias están obligadas a camuflarse con discursos progresistas. Los ejemplos de candidatos que en Venezuela intentaron ganar votos retomando consignas de la Revolución Bolivariana, fueron y serán reiterados por el Departamento de Estado.
Esas tácticas impuestas por Washington prueban que los estrategas del imperialismo no estiman que las masas estén girando a la derecha, aun cuando la rémora histórica de confusión, desideologización y desorganización, a menudo las deje inermes frente a maniobras electorales de personas y partidos inescrupulosos. Es verdad que partidos y dirigencias que han podido aparecer como expresiones populares de estrategias progresistas están girando a la derecha. Es verdad también que en tales circunstancias, propuestas travestidas de la ultraderecha pueden lograr circunstancialmente ventaja electoral. Pero no es la superestructura política la que marca el curso de la historia. A la inversa, la etapa que atravesamos está signada por una radicalización de masas muy profunda en todo el hemisferio, desdibujada acaso por la enorme desigualdad en grado y ritmo en cada país, pero evidente tanto en sus picos de mayor militancia (Venezuela, Bolivia, Ecuador), como en países donde los reclamos sociales no han logrado elevarse al plano de la lucha política pero se expresan, de todos modos, arrastrando imperceptiblemente a quienes se suponen gobernantes y resquebrajando instituciones e instrumentos tradicionales de las clases dominantes.
Fascismo y socialismo
Para salir de esta fase e ingresar en otra donde esté planteado un cambio del sentido histórico en el que marcha América Latina, las burguesías y el imperialismo deben infligirle a los pueblos derrotas aplastantes, estratégicamente decisivas, sólo dables mediante la fuerza militar. Pero he allí otro dato crucial de la etapa: las burguesías no pueden confiar en las fuerzas armadas de cada país para establecer gobiernos de fuerza en choque frontal con trabajadores, campesinos y juventudes. El recurso al que pueden apelar es el del fascismo, entendido en el sentido estricto de esta categoría: organización de sectores de masas para ejercer la violencia contra las franjas más conscientes, organizadas y en lucha de las clases explotadas y oprimidas.
Sin duda el imperialismo y sus delegaciones locales están encaminados en esa dirección. Sin duda cuentan con decenas de millones de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje contra el conjunto social. No es menos evidente que en Honduras se han apuntado un tanto a favor (aunque sería un error calificarlo como triunfo: allí la prueba de fuerzas recién comienza). Y va de suyo que en Chile se revela adónde llevan las políticas reformistas cuando no existe la fuerza suficiente para llegar a las mayorías con una propuesta revolucionaria efectiva. Pero confundir esto con la idea de que en Brasil y Argentina –para tomar dos casos sobresalientes– la estrategia imperialista y/o las expresiones políticas de la ultraderecha local pueden cambiar en esta fase histórica las relaciones de fuerza, al punto de imprimir a estos países un giro a derecha, en franco choque con la marcha emprendida en Venezuela, Bolivia y Ecuador, implica, repetimos, confundir deseos con realidad o mostrar el típico pavor reformista frente a la opción por la revolución, por la necesidad objetiva y perentoria del socialismo.
Basta poner el pensamiento en la ceremonia de asunción del nuevo mandato de Evo Morales, el 22 de enero pasado, vencedor con el 64% de los votos, cuando fueron enviados al museo los atributos del poder del “Estado liberal y colonial”, como lo calificó el vicepresidente Álvaro García Linera. Basta ver la radicalización acelerada de la Revolución Bolivariana, respaldada cada día por sectores más amplios de las masas. Basta ver la aceleración de la Revolución Ciudadana y el vigor con que se replantea la organización de una fuerza política de masas en Ecuador. Pero los gobiernos de esos tres países son parte del Alba, desde donde se proyecta hacia toda América Latina y el Caribe (y más allá, mucho más allá, como quedó a la vista en Copenhague), la neta confrontación planteada por una respuesta socialista a la crisis capitalista.
Es comprensible que gobiernos y dirigentes atrapados por sus propias vacilaciones y compromisos, amenazados por derrotas electorales o incluso por demandas generalizadas de las masas, agiten el fantasma de una ultraderecha en marcha victoriosa. Pero se trata de un eslabón más en la cadena de la manipulación. Tal rotunda afirmación no habilita al facilismo y mucho menos a la irresponsabilidad: el enemigo es poderoso, brutal, irracional pero a la vez inteligente e implacable. Exige por tanto la búsqueda de todas las formas de frente único.
En todo caso, no hay salida sin comprender que América Latina hoy no se desplaza a la derecha. Es que la crisis deja sin respuesta posible a quienes sueñan con reformar el capitalismo. En tales circunstancias los únicos representantes posibles del capital son aquellos dispuestos a asumir sin rodeos, en todos los terrenos, la estrategia imperialista. Y en la misma medida en que no existan fuerzas con raigambre social y definiciones socialistas, queda espacio para aventureros de todo tipo en reemplazo de los partidos que el capital ya no tiene. Incluso los casos donde tales francotiradores den en el blanco se inscriben en una realidad de signo contrario: una etapa de convergencia regional en un plano cualitativamente más elevado, expresada en el Alba, que contiene, supera y proyecta todo lo avanzado mediante Unasur y las demás instancias regionales, a las cuales, lejos de antagonizar, contiene y sostiene como expresiones vivas del desarrollo desigual. Más aún: el programa, la estrategia e incluso la propuesta organizativa del Alba están diseminadas en cada rincón del hemisferio, sin excluir a Estados Unidos.
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