El surgimiento de una región latinoamericana y caribeña verdaderamente libre y soberana, es un complejo proceso ascendente en el que se mezclan las luchas democráticas con las revolucionarias, junto a los renovados empeños por la integración.
Integrar es componer las partes de un todo. Y en este caso, el todo es América Latina. Esta novedosa denominación, de menos de siglo y medio de existencia, se aplica a un territorio cuya heterogeneidad era casi absoluta 500 años atrás. Antes de la Conquista europea la integración de lo que hoy llamamos América Latina apenas se iniciaba mediante complejos procesos socioeconómicos, políticos, militares y culturales. La Confederación Azteca, La Liga de Mayapán, el Tahuantinsuyo quechua, se constituían en medio de grandes contradicciones, de las cuales emergían culturas nuevas, más elaboradas, que se expresaban en sus respectivos idiomas. Enormes espacios se integraban con gran autonomía, hasta que llegó al denominado Nuevo Mundo la invasión del que era más Viejo. Entonces una aparente homogeneidad estatal recubrió por doquier la gigantesca heterogeneidad existente tanto económica y social, como cultural y jurídica. Pero a la postre, luego de tres siglos de dominio supraestructural, la imposición comenzó a prevalecer. Empezó a desarrollarse de ese modo otra economía, que establecía crecientes vínculos entre regiones dispersas, con lo cual sus habitantes inauguraban una vida en común. Este proceso permitió que de lo viejo brotara algo nuevo, como fueron los estados que arrebataron su independencia al añoso colonialismo ibérico, como inicio de una existencia que fundía lo anterior con lo posterior, y en semejanza con lo vecino.
En los inicios de este proceso de luchas, el venezolano Francisco de Miranda —revolucionario de connotación mundial, pues se había destacado a lo largo de la guerra de independencia de los EE.UU. y en la Revolución Francesa fue Mariscal de Campo— decidió estructurar una organización propia, que aglutinara a los más abnegados combatientes por un mundo mejor. Y en aquella época nada permitía escapar tan bien al control ideológico de la Inquisición como las Logias. La de Miranda, sin embargo, fue solo en apariencia masónica, pues en realidad era paramilitar y revolucionaria. La creó en Londres en 1800 y la denominó “Gran Reunión Americana”, la cual contaba con filiales en París, Madrid y Cádiz. Al mismo tiempo este gran prócer se dedicó a librar una decisiva batalla ideológica; concebía a la América Latina unida e independiente, como un grandioso resurgimiento del Tahuantinsuyo, cuya capital debería estar en Panamá. Decía que la Confederación se denominaría Colombia y abarcaría todos los territorios hispanoamericanos, desde México hasta el Cabo de Hornos, incluyendo Cuba. En su opinión, dicho Estado Republicano debería plasmar la simbiosis de los aspectos modernos con la tradición histórica, por lo cual deseaba que el ejecutivo tuviese dos cónsules, llamados Incas, acompañados de un Poder Legislativo independiente.
Más tarde, vencida ya la Primera República de Venezuela que Miranda encabezara, el joven revolucionario Simón Bolívar en su ruta hacia el exilio en la República de Haití, transitó por la colonia británica de Jamaica donde en septiembre de 1815 redactó su célebre “Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla”. En ella, Bolívar retomó el ideal mirandino y expuso sus criterios acerca de cómo tal vez sería la América Latina independiente: “Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una asociación”; “La Nueva Granada se unirá con Venezuela (...) esta nación se llamará Colombia.” Y añadió:
“Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres, y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.” LEER MÁS...
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