Los escándalos de
corrupción que actualmente sacuden el escenario político y llenan los espacios
de los medios de comunicación hasta el punto de haber opacado el lanzamiento de
la campaña electoral, demuestran que la corrupción más que en los individuos,
por más elevada que sea la función que desempeñan, tiene su raíz en las
actuales estructuras de poder.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial
para Con Nuestra América
Desde siempre los
costarricenses nos hemos acostumbrado a oír que nuestra Patria es un lugar
privilegiado por la Naturaleza y por la historia… o por La Negrita si se es
creyente. Para confirmar esta afirmación, reiterada hasta la saciedad,
argumentamos mostrando la belleza de nuestra biodiversidad y la estabilidad
política, especialmente durante las décadas de la Guerra Fría, que nos ha
evitado los ríos de sangre que con que se ha teñido la historia de países
hermanos. Sin embargo, esta visión optimista no deja de ser un tanto ilusa,
como no pocos y preocupantes hechos más recientes señalan. Prueba de ello es que el pesimismo
cunde en amplios sectores de la población, sentimiento que amenaza por
convertirse a mediano plazo en una protesta social de imprevisibles
consecuencias. Las condiciones para ello están dadas, como lo muestran
recientes encuestas, según las cuales un número mayoritario de conciudadanos sostiene que nadie se hace
millonario honradamente. Lo cual quiere decir que, para la mayoría de la gente,
ya no son solamente los políticos sino todo aquel que acumula fortuna está bajo
la sospecha de corrupción.
La indignación popular
ha traspasado el ámbito de lo político y linda el de lo social; lo cual solo es
explicable porque el contrato social, que había sostenido nuestra estabilidad
política a partir de la promulgación de la Constitución Política de 1949 parece
ahora resquebrajarse. Los escándalos recientes corroboran este preocupante
señalamiento. La paz y la estabilidad logradas durante la segunda mitad del
siglo pasado se ve desmentida por los hechos desde inicios de este siglo.
Los escándalos de
corrupción que actualmente sacuden el escenario político y llenan los espacios
de los medios de comunicación hasta el punto de haber opacado el lanzamiento de
la campaña electoral, demuestran que la corrupción más que en los individuos,
por más elevada que sea la función que desempeñan, tiene su raíz en las
actuales estructuras de poder. El contrato social que dio origen a la II
República, da hoy la impresión de haberse roto. Este contrato social se fundaba
en una alianza estratégica entre los sectores oligárquicos representados en el
cortecismo y los sectores medios emergentes apoyados en las reformas sociales
del 1943 y profundizadas por la Junta de Gobierno que representada a
quienes ganaron la Guerra Civil de 1948. Esta alianza se hizo
posible en base a un proyecto-nación cuyo objetivo era modernizar a un país
todavía anclado en una economía básicamente agraria.
Pero las reformas
económicas, impuestas por los organismos internacionales con el aplauso
exultante de una oligarquía criolla que nunca asimiló la derrota política ni
los logros sociales obtenidos por el movimiento popular en alianza con los
sectores medios en la década de los 40s, a partir del primer gobierno de los
Arias [1986-90] los sectores medios se
han visto sometidos a un proceso inexorable de proletarización, perdiendo
sistemáticamente los logros conseguidos con su alianza con los clases populares
en la década de los 40s. Como consecuencia de lo anterior, la brecha social se
ha ensanchado hasta el punto de que
Costa Rica es actualmente el país en América Latina donde la distancia entre
las clases sociales he crecido más. Hoy la distancia entre el 5% más rico y el
70% de pobres y sectores medios bajos es de 19 veces, el 1% se ha apropiado del 38,5 % de la riqueza nacional, por lo que el
porcentaje de pobres [20%] y de quienes
viven en pobreza extrema [6%] no ha disminuido desde 1994 mientras que la
riqueza socialmente producida he crecido exponencialmente. Esto explica el incremento de la violencia y
el auge del narcotráfico que ya parece controlar amplias zonas del Caribe y de
barrios suburbanos.
Pero lo más grave de la
situación imperante es que la corrupción está dando muestras de haber alcanzado
a los tres poderes de la nación, sin mencionar por el momento al Tribunal
Supremo de Elecciones, del que espero ocuparme en el trascurso de la campaña
electoral que acaba de iniciarse. Los medios de comunicación están tratando de
llenar el vacío de control político dejado por lo sectores políticos
organizados, por lo que denuncian
incesantemente la impunidad y se convierten en partidos políticos de facto. Más
aún son ellos los que fijan la agenda política del país, cosa que debería hacer
en primer lugar el gobierno central. Sin
embargo, los medios de comunicación comercial tienen límites establecidos
férreamente por los intereses económicos y políticos de sus propietarios, a quienes deben proteger y cuya corrupción
deben encubrir. Por eso enfatizan sus
denuncias en contra de los personajes y
sectores políticos, cuya afinidad no le es cercana. Por eso, la
ciudadanía consciente y los medios independientes deben denunciar todo
encubrimiento o disimulo de la corrupción, venga de donde venga y sea quien sea
quien la cometa; pues no son sólo los sectores públicos quienes incurren en
esos desatinos, sino también y, en no menor
medida, poderosos grupos de la
sociedad civil, como se verá cuando, esperamos, se desvele toda la inmundicia
contenida en los así llamados Papeles de
Panamá, donde, según se dice, algunos
influyentes grupos empresariales y financieros saldrían salpicados.
Pero no debemos olvidar que la corrupción,
cuando se ha generalizado en una sociedad, es porque la crisis de ésta no radica en sus miembros solamente sino
principalmente en sus estructuras, es decir en las instituciones y reglas del
juego que rigen su funcionamiento.
Por ello, más allá del
sensacionalismo que producen los escándalos, debemos ir pensando en un profundo
y patriótico análisis crítico de las funciones del Estado, no sólo para sanar
la putrefacción imperante, sino también para asumir los riesgos y daños que
provocan los cataclismos con que la naturaleza
azota a nuestro suelo y nuestra población. Los huracanes y tormentas del
Caribe llegaron para quedarse. El recalentamiento del clima, imperante en el
planeta, aumenta el caudal de las aguas de los océanos y, con ello, la
frecuencia y la potencia de lluvias y
vientos. El año pasado este fenómeno se dio en toda su crudeza en Upala; el de
este año lo fue en todo el país, excepto en el Caribe; el año entrante y podría
sobrevenir otra tormenta. Pero ¿estamos preparados? No podemos dejar todo el
peso de la reconstrucción de las zonas afectadas y la prevención de nuevos
cataclismos en manos tan solo del gobierno central y de las instituciones
públicas ubicadas en la Meseta Central; la responsabilidad de asumir este reto
recae en no menor medida, en toda la sociedad y, en especial, en las
municipalidades. Es necesario planificar por regiones dejando de lado las
obsoletas divisiones y jurisdicciones provinciales, a fin de no solo correr a subsanar los daños,
sino también a prevenirlos. El país debe combatir conjunta y organizadamente
las inclemencias provocadas por el propio ser humano, sea por la corrupción de
los sectores públicos o privados, sea por los efectos de nuestras acciones en
la Naturaleza. Pero antes debe hacerlo
en la mente y la conciencia de los ciudadanos… Porque definitivamente, ya
estamos en el ojo de las tormentas de la historia y de la naturaleza.
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