La militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza
clave de la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede
apreciarse, además, en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un decreto ejecutivo de la
presidencia de Barack Obama que prohibía el equipamiento militar a las policías
locales.
Marcelo Colussi / Para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“El [presidente] habló sobre cómo durante su administración los Estados
Unidos serán testigos de la mayor acumulación militar en la historia del país.
¿Quién se beneficia? El Pentágono, los contratistas de defensa y los
trabajadores en algunos estados particulares.”
Donald Abelson, Universidad de Ontario.
Durante su campaña presidencial Donald Trump tuvo la osadía (¿bravuconada?,
¿estupidez quizá?, ¿mal cálculo político?) de preguntarse si era conveniente
continuar la guerra en Siria y la tirantez con Rusia. Probablemente cruzó por
su cabeza la idea de poner énfasis, en lo fundamental, en el impulso a una
alicaída economía doméstica, que paulatinamente va haciendo descender el nivel
de vida de los ciudadanos estadounidenses comunes. Sus afiebradas promesas de
hacer retornar a suelo patrio la industria deslocalizada (trasladada a otros
puntos del mundo con mano de obra más barata), no parecen haber pasado de vano
ofrecimiento. Unos pocos meses después, a menos de un año de su administración,
puede verse cómo la política exterior estadounidense sigue siendo marcada por
el todopoderoso complejo militar-industrial, y las guerras se suceden
interminables. Y el presidente es su principal y alegre defensor.
A unos pocos días de su asunción como primer mandatario, el 27 de enero
emitió el “Memorando Presidencial para Reconstruir las Fuerzas Armadas de
Estados Unidos”, una más que clara determinación de concederle poderes
ilimitados a la omnipotente industria militar de su país. En la Sección 1 de
dicho documento, titulada “Política”, puede constatarse que “Para alcanzar la paz por medio de la fuerza,
será política de los Estados Unidos reconstruir las Fuerzas Armadas.” El
mensaje no deja lugar a dudas. Casi inmediatamente después de la firma de ese
memorando, comienzan los grandes negocios de la industria bélica.
Empresas fabricantes de ingenios militares como Lockheed Martin (especializada en aviones de guerra como el F-16
y los helicópteros Black Hawk, la mayor contratista del Pentágono), Boeing (productora los bombarderos B-52 y
los helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales,
buques de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman
(primer constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles
Tomahawk), General Dynamics (quien aporta tanques
de combate y sistemas de vigilancia), Honeywell
(industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que
presta servicios de logística y mantenimiento de equipos militares)
–compañías todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de
dólares, teniendo incrementos desde el 2010 de un 60% en sus ganancias– se sienten
exultantes: la “guerra infinita” que iniciara algunos años atrás con la
“batalla contra el terrorismo”, no parece detenerse. La necesidad perpetua de
renovar equipos y toda la parafernalia militar asociada promete ingentes
ganancias. Todo indica que esa rama industrial sigue marcando el paso de la
política imperial.
No hay dudas que la pujanza de la economía estadounidense no es hoy
similar a lo que fuera en la inmediata post guerra de 1945 y esos primeros años
de triunfalismo desbordado (hasta la crisis del petróleo en la década de los
70), cuando era la superpotencia intocable. Ello no significa que está agotado
el imperio estadounidense, pero sí que comienza un lento declive. De ahí que la
omnímoda presencia militar en el mundo le puede asegurar el mantenimiento de su
supremacía como poder hegemónico al aparecer nuevos actores que le hacen sombra
(China, Rusia, Unión Europea, BRICS), al par que dinamizar muy profundamente su
propia economía (3.5% de su producto bruto interno lo aporta el complejo militar-industrial,
generando enormes cantidades de puestos de trabajo).
El 23 de
febrero, un mes después de haber tomado posesión de su cargo en la Casa Blanca,
Donald Trump declaraba provocador –fiel a su estilo– que Estados Unidos estaría
reconstruyendo su arsenal atómico, dado que “se había quedado atrás” en términos comparativos con Rusia, y “será el mejor de todos” para asegurar
que se colocaría “a la cabeza del club
nuclear”.
Para darle operatividad a sus altisonantes declaraciones propuso un
aumento de casi 17% del presupuesto de las fuerzas armadas. Ello podrá hacerse
sacrificando con drásticas reducciones presupuestos sociales, tales como
educación, medio ambiente, inversión en investigación científica, cultura y
cooperación internacional.
El actual presupuesto para las fuerzas armadas es de 639,000 millones de
dólares, lo que representa un 9% más de lo destinado a gastos militares en el
último ejercicio fiscal del ex presidente Barack Obama. Esa monumental cifra
está destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a
renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas.
Paralelo a esta presencia de la
industria bélica en los planes estratégicos de la presidencia, es digno de
mencionarse cómo determinados personeros militares han ido ocupando puestos
determinantes en toda la administración de Trump. Su
jefe de despacho es John Kelly, general de los marines; el asesor de Seguridad Nacional es el general Herbert
McMaster, veterano de las guerras de Irak y de Afganistán, muy respetado dentro
de la jerarquía militar del Pentágono; el Secretario de Defensa es el general
Jim Mattis, igualmente otro marine,
conocido por su nada amigable apodo de “Perro loco”, polémico comandante de las
tristemente célebres operaciones en Irak y Afganistán, entre las que está la
masacre de Faluya, en Irak, en el año 2004 (un virtual criminal de guerra).
Junto a esta presencia
determinante de la casta militar, Donald Trump ha dado lugar al ingreso masivo
de altos ejecutivos del complejo militar-industrial en puestos claves de su
gobierno. Así, por ejemplo, puede mencionarse a la actual Secretaria de Educación, la multimillonaria
Betsy Devos, hermana del ex militar y fundador de la empresa contratista de
guerra Blackwater, Erik Prince. En otros
términos: los generales y los fabricantes de la muerte son quienes fijan la
geoestrategia de la principal potencia mundial. La destrucción, patéticamente,
es buen negocio (¡para unos pocos!, claro está).
La militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza
clave de la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede
apreciarse, además, en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un decreto ejecutivo de la
presidencia de Barack Obama que prohibía el equipamiento militar a las policías
locales. De este modo, el complejo militar-industrial podrá producir y vender a
los cuerpos policiales armas de alto calibre, vehículos artillados y
lanzagranadas. El negocio, sin dudas, marcha viento en popa.
Si en algún momento se pudo haber pensado que la llegada de Trump con su
idea de revitalizar la economía doméstica detendría en alguna medida el papel
de hiper agente militar y gendarme mundial de Estados Unidos –lo que sí
impulsaba la candidata Hillary Clinton–, la realidad mostró otra cosa. Dos
fueron los hechos que, de una vez y terminantemente, evidenciaron quién manda
realmente: el innecesario bombardeo a un base aérea en Siria –el 7 de abril–
(operación militar absolutamente propagandística, sin ningún efecto práctico
real en términos de operativo bélico), y unos días más tarde –el 13 de abril–
el lanzamiento de la “madre de todas las bombas”, la GBU-43/B, el más potente
de todos los explosivos no nucleares del arsenal estadounidense, en territorio
de Afganistán (supuesto escondite del Estado islámico, igualmente operación más
mediática que militar, sin ninguna consecuencia real en términos de operativo
castrense).
Es más que evidente que en esta fase de capitalismo global e
imperialismo desenfrenado, la estrategia hiper militarista garantiza a la clase
dominante de Estados Unidos una vida que la economía productiva ya no le puede
asegurar. Los nuevos enemigos se van inventando, ahora que la Guerra Fría y el
fantasma del comunismo desaparecieron. Ahí están entonces, a la orden del día,
“la lucha contra el terrorismo”, “la lucha contra el narcotráfico”, y
seguramente en un futuro cercano “la lucha contra el crimen organizado”. Como
dijera en el 2014 el por ese entonces Secretario de Defensa en la presidencia de
Barack Obama, León Panetta: “La guerra
contra el terrorismo durará no menos de 30 años.”
El guión ya está trazado. No importa quién sea el ocupante de la Casa
Blanca: los planes deben cumplirse. Si en algún momento el errático Donald
Trump pudo haber hecho pensar que no era “un buen muchacho” que seguía lo
establecido, la tozuda realidad (léase: los intereses inamovibles de quienes
dirigen el mundo) lo pusieron en cintura.
¿Habrá guerra para rato entonces? De todos nosotros depende que ello no
sea así. El llamado Reloj del Juicio Final,
elaborado por el Boletín de Cientistas Atómicos de Estados Unidos, fue
adelantado medio minuto para indicar que estamos a dos minutos y medio (en
términos metafóricos) de un posible holocausto termonuclear si se sigue jugando
a la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense se siente
omnipotente: juega a ser dios, juega con nuestras vidas, juega con el mundo.
Pero un pequeño error puede producir la catástrofe. En nombre de la
supervivencia de la especie humana y del planeta Tierra debemos luchar
tenazmente contra esta demencial política. Lo cual es decir, en definitiva,
luchar contra el sistema capitalista. Es evidente que dentro de estos marcos es
más fácil el exterminio de toda forma de vida que el encontrarle solución a los
ancestrales problemas de la humanidad. En ese sentido, entonces, son hoy más
premonitorias que nunca las palabras de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario