Su humanidad
entera nos increpa desde el fondo de la historia como aquellos luchadores que
se plantaron frente a los poderosos de su época.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza,
Argentina
Cinco décadas de
la muerte de Ernesto Guevara, su sombra sigue proyectándose como promesa
incumplida. Sombra que hiela el corazón y golpea como un cachetazo en la cara
de los oprimidos de la tierra. Significa el retorno a la utopía, a la
posibilidad de concretar los sueños, enciende la llama de la libertad que anida
en todo individuo y que sólo es posible dentro de la comunidad que lo contiene.
Recuerda, por sobre todo, que sólo se consigue luchando, porque la lucha es el
único camino hacia la libertad.
Se han escrito
miles de páginas sobre su historia y epopeya, se lo ha elogiado copiosamente y
criticado en forma despiadada. Pero nadie puede ni podrá derrumbar su ejemplo, al
mito; su leyenda es demasiado grande para que como bandera, no sea levantada
por los jóvenes que alimentan ilusiones en todas las latitudes.
Su figura austera
y libertaria nos interpela como una imagen gigantesca en la que jamás podremos
reflejarnos, no damos su altura, no tenemos su densidad ni su espesor. Su
carnadura nos transforma en seres gaseosos, etéreos. Todo eso y un terror
descomunal sintió su circunstancial verdugo al asesinarlo allá en Bolivia, lo
espantó tanto su seguridad al darle la orden que cumpliera su cometido, que
tuvo que cerrar los ojos para ejecutarlo.
Su humanidad
entera nos increpa desde el fondo de la historia como aquellos luchadores que
se plantaron frente a los poderosos de su época. Desde la rebelión de Espartaco
– por nombrar una de las más notables de la historia – y, como Espartaco, fue
necesario mostrar su cadáver al mundo y el de sus miles de seguidores en la
cruz como escarmiento a las multitudes. Para que nadie siguiera el
ejemplo.
Cultivar el miedo
entonces fue fundamental. Nada hay que paralice más y someta como el miedo. La
pedagogía del sometimiento imperó silenciosamente en la raíz de las
consciencias para no levantar la vista, mirar a los ojos del amo significaba
igualar el nivel y eso se paga con la muerte. Había que eliminar rebeldías; así
domesticada la bestia no eran necesarios los castigos.
De allí que para
justificar el poder se inventó la genealogía divina. Todos los dictadores
escondieron su cobardía y miserias tras esa aberrante mentira, hasta llegar a
la bíblica sentencia, “no hay potestad que no venga de Dios” con que se
justificó el Sacro Imperio Romano Germánico.
Aunque ha corrido
mucha agua bajo los puentes y la Revolución burguesa trasladó el poder
trascendente del soberano a la voluntad popular – cuyas riendas siempre
estuvieron en las manos de los empresarios y banqueros – a través del sufragio, siempre se vuelve a la
tradición para seguir subordinando y explotando a las mayorías. Y, como
aconsejaba el Che a sus hijos en su última carta: “Sobre todo, sean siempre
capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra
cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un
revolucionario”.
Ese mandato
ecuménico le concede su condición universal de imprescindible. Aunque sus
viejos y actuales detractores quieran arrasar con su memoria.
Sin embargo, mal
que le pese a las derechas enceguecidas por su vigor actual y su empeño por
sepultar su recuerdo, no hay nada más que levante el ánimo rebelde que el aire
de su evocación. Quien se rebela será seguido tarde o temprano por otros,
porque justamente el éxito de la prédica está en que la unión hace la fuerza,
en la solidaridad que amalgama a la sociedad.
Los enanos
derechosos entusiasmados con las loas oficiales hasta pretenden erradicar su
estatua en la Ciudad de Rosario, insinuando instalar el debate sobre figura
guerrillera en un espacio público. Le auguran el mismo destino que tuvo el
monumento de Juana Azurduy que fue trasladado desde su emplazamiento detrás de
la Casa Rosada hasta la Plaza del Correo frente al Centro Cultural Kirchner.
Esta obra había sido donada en 2015 por el Estado plurinacional de Bolivia,
poniendo en claro quién manda ahora en el país y como considera a su vecino.
Esos espasmos tan
burdos como toscos de los fanáticos del odio los reduce a lo que son y, pasado
el tiempo nadie querrá recordar sus fechorías, cultores de la oscuridad, tarde
o temprano quedarán deshechos por la luz de la historia.
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