El agotamiento del concepto liberal del desarrollo ha venido a ser, en el campo de las ideas, una de las expresiones más visibles de la bancarrota intelectual y moral del neoliberalismo oligárquico.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
“se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso.” José Martí[1]
La historia de las
palabras tiene un encanto peculiar, por ejemplo en lo que revela de la
capacidad que poseen para enmascarar aquello mismo que pretenden señalar. Lo
que a primera vista parece evidente en sí mismo, se torna ambiguo y de bordes difusos
cuando se lo contrasta con la realidad a la que alude, sobre todo cuando se
trata de las realidades del poder.
Tómese el caso del
término “desarrollo”, en torno al cual ha venido organizándose buena parte del
debate público sobre el destino de nuestras sociedades desde la década de 1950.
Para la tradición anglosajona, de carácter tan precisamente utilitario, el
término designa la puesta en valor de un recurso específico para un fin
específico. Para la tradición hispanoamericana, designa la creación de un
círculo virtuoso de crecimiento económico, bienestar social y estabilidad
política en expansión constante.
En realidad, en el
plano de las ideas, la de desarrollo viene a cerrar a mediados del siglo XX un
ciclo histórico que se inicia a mediados del XVIII con la de civilización. Ese
ciclo tiene tres momentos característicos. El primero, de 1750 a 1850
aproximadamente, corresponde a la antinomia civilización / barbarie,
entendiendo a la primera como la participación en las formas de la vida
política y cultural, y en los circuitos comerciales, creados por la burguesía
europea en el proceso de construcción del primer mercado mundial en la historia
de la Humanidad. El Manifiesto Comunista
describe ese momento ascendente en 1848 con un vigor singular:
La burguesía,
al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los
países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye
los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se
vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema
vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman
como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más
lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras,
sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no
bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que
reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina
aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada
de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por
vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la
producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos
espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común.
Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo
plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura
universal.
Hoy diríamos que lo más
universal de esa cultura consistió en la intensificación y la generalización de
las contradicciones que animaban su desarrollo, sociedad por sociedad y a
escala del sistema mundial en su conjunto. Así, el término civilización pasó a
designar las formas de vida política y cultural que caracterizaban al
imaginario de los sectores dominantes en las sociedades Noratlánticas e
iberoamericanas.[2]
Por contraste, quedaba excluido todo aquello que de un modo u otro contribuía a
la sobrevida del mundo anterior a esa dominación, reducido a la categoría de
barbarie, entendida – sobre todo en nuestra América – como formas de vida del
mundo rural, campesino e indígena.
No es casual que el
primer ejercicio de reflexión moderna sobre nuestras sociedades llevara por
título justamente Civilización o Barbarie,
publicado en su juventud por el argentino Domingo Faustino Sarmiento en 1845, y
que sigue siendo lectura imprescindible para quien desee conocer a nuestra
América desde lo más profundo de sus contradicciones internas. Tampoco lo es
que esas contradicciones animaran, también, el paso al ciclo siguiente, que
entre 1850 y 1950 contrapone el progreso al atraso, con un énfasis mucho mayor
en el plano tecnológico.[3]
Otro gran creyente en
el progreso fue – de mediados de la década de 1870 hasta su muerte en 1895 –
José Martí. Sin embargo, su modo de ser progresista se forja a partir de una
ruptura con la visión de Sarmiento, expresada con singular riqueza en su ensayo
Nuestra América, publicado en enero
de 1891 en Nueva York y México.
Allí, Martí rompe con
el liberalismo triunfante del Estado Liberal Oligárquico que vino a ser la
forma dominante de organización política de nuestras sociedades entre las
décadas de 1870 y 1930. Al propio tiempo, esa ruptura no niega, sino trasciende
y transforma la visión de Sarmiento, a la luz de la experiencia histórica del
proceso de formación de nuestras sociedades.
Así, tras afirmar que “De
factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado
naciones tan adelantadas y compactas”, plantea:
La incapacidad no está en el país naciente, que pide
formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir
pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de
cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de
monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al
potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada
de la raza india.
Y
desde allí, concluye:
A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender
para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se
gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho
su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e
instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada
hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza
puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus
vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el
del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del
país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del
país.
La
ruptura así planteada con la visión liberal dominante es traducida de inmediato
a sus dimensiones cultural y política.En lo que hace a la cultura, afirma que
“el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los
hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono
ha vencido al criollo exótico.” Desde esa afirmación concluye que en la América
nuestra
No hay batalla entre la civilización y la barbarie,
sino entre la falsa erudición y la naturaleza.
Y
desde esa conclusión señala un modo original, íntimamente martiano, de
caracterizar y encarar las esperanzas y contradicciones que animaban nuestra
inserción en el moderno sistema mundial:
En el planteamiento de
Martí, como vemos, el progreso técnico aparece estrechamente asociado al cambio
social a través de la formación de repúblicas que fueran democráticas por lo equitativas,
prósperas y solidarias que llegaran a ser. En ese planteamiento aflora ya la
corriente liberal radical y democrática que en su confluencia con el socialismo
indoamericano del peruano José Carlos Mariátegui a partir de la década de 1930,
y con la teología de la liberación de la década de 1960 en adelante, vendrían a
conformar el núcleo fundamental de la cultura política popular de nuestra
América de mediados del siglo XX a nuestros días.
Es en ese contexto
donde el liberalismo latinoamericano alcanza su momento de auge y
desintegración entre las décadas de 1950 y 1970. En el plano de las ideas, de
la política y de la cultura, ese momento se expresa en la contraposición
desarrollo / subdesarrollo. Ella no se redujo, ciertamente, a lo planteado por el
presidente norteamericano Harry Truman al referirse a las tareas de
reorganización del mundo colonial tras la victoria norteamericana en la disputa
con Alemania por la hegemonía en el sistema mundial a lo largo del período 1914
- 1945. Por el contrario, lo que realmente constituyó un hito de alcance
mundial fue la formulación del conflicto entre desarrollo y subdesarrollo
elaborada por el economista argentino Raúl Prebisch y sus colaboradores
argentinos, brasileños y chilenos en el primer informe regional sobre la
situación económica de América Latina, de 1948 producido por la entonces recién
creada Comisión Económica para América Latina de la Organización de las
Naciones Unidas.
La visión de Prebisch
del desarrollo como un círculo virtuoso de crecimiento económico sostenido con
equidad social ampliada y participación política creciente, al amparo de
mercados protegidos de los azares del intercambio desigual por sus Estados
nacionales, tuvo una extraordinaria acogida en el marco del proceso de
descolonización que tuvo lugar a lo largo de las décadas de 1950 y 1960, y
alentó iniciativas política como la creación del Movimiento de los Países No
Alineados. El vuelo del desarrollismo, sin embargo, fue mucho más breve que los
de la civilización y el progreso.
A partir de la década
de 1960, y sobre todo en la de 1970, el desarrollismo fue sometido a una
crítica incesante desde múltiples corrientes afines al marxismo, que expresaban
las contradicciones sociales y económicas que sus políticas había creado y no podían
resolver, y pasaron a la historia de nuestras ideas con el nombre de Teoría de
la Dependencia. Pero la crítica más feroz – y sobre todo más práctica desde la
perspectiva del capital - provendría del neoliberalismo oligárquico a partir de
la década de 1980.
Lo que cabe destacar
aquí es que el triunfo político y cultural del neoliberalismo oligárquico entre
las décadas de 1980 y 1990 liquidó en la práctica la posibilidad misma de
imaginar el desarrollo en economías nacionales abrumadas por una deuda externa
impagable y forzadas a adoptar medidas de ajuste estructural que acentuaron su
dependencia del intercambio desigual. En ese contexto, el sistema internacional
inició los ejercicios de calificación del desarrollo - humano, sostenible,
humano sostenible - que han venido finalmente a dejarlo en evidencia como
herramienta de enmascaramiento de las viejas y nuevas contradicciones que el
neoliberalismo oligárquico intensifica sin pero no resuelve.
De este modo, el
agotamiento del concepto liberal del desarrollo ha venido a ser, en el campo de
las ideas, una de las expresiones más visibles de la bancarrota intelectual y
moral del neoliberalismo oligárquico. Hoy, el desarrollo humano significa poco
más que la utopía de una suerte de capitalismo con rostro humano, extractivista
y destructivo en sus relaciones con la naturaleza, y tan inequitativo en lo
político como en lo social.
Y, sin embargo, el
desarrollo de nuestra especie continúa. Hacia dónde, por qué caminos, con qué
riesgos y de qué maneras, constituye quizás el tema de mayor importancia de
nuestro tiempo. El mayor de esos riesgos consiste en no
comprender en toda su rica complejidad la advertencia que nos legara Martí en Nuestra América al decirnos que nuestras
repúblicas “han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los
elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar
con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.”
Hay
todo un programa de reforma intelectual y moral en estas ideas, que sólo podrá
ser llevado a la práctica – o no – por los nuevos movimientos sociales de
nuestra región. Hay que aprender a crecer con ellos, para ayudarlos crecer, y
crear finalmente en el Nuevo Mundo de anteayer el mundo nuevo de mañana.
Panamá, 21 de octubre de 2017
[1] Obras Completas.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. V II, 98: “Los Códigos
Nuevos”[Guatemala], s.f. [1877].
[2] La realidad de ese imaginario
se hace evidente en el relato de Alejandro de Humboldt de sus tratos con las
oligarquías liberales en Venezuela, Colombia, Venezuela, México y Cuba en los
primeros años del XIX. Allí se incluye la anécdota de un rico plantador
venezolano, que abandona por un momento una discusión sobre El Contrato Social, de Rousseau, para
supervisar el castigo a latigazos de un esclavo fugado y recapturado.
[3] Tanto Marx como Martí
participan de este ciclo desde una perspectiva crítica, viendo en el progreso
técnico una poderosa herramienta de transformación social. Eso puede ser
apreciado por ejemplo en los artículos de Marx sobre la dominación británica en
la India, como en el periodismo de Martí en sus años de exilio en Nueva York y,
en particular, en su ensayo Nuestra
América, publicado en enero de 1891.
[4] José
Martí. La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de l891; El
partido liberal - México - 30 de enero de 1891. http://www.ciudadseva.com/textos/otros/nuestra_america.htm
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